29 mayo, 2025

Juan Miguel Álvarez

ILUSTRACIÓN:
Felipe Rivera Echeverri
Prueba
La siguiente historia es la de una mujer cuya vida quedó ligada a la de los paramilitares que reinaban en su pueblo. Desde el momento en que surgieron hasta el día en que entregaron armas, esta mujer fue capaz de plantarles cara, de huir cuando no quedó más remedio y de volver a enfrentarlos cuando ya sentía que no podía perder nada más. Su historia es como la de tantas otras madres de familia en el país que persiguieron su victoria personal en la fuerza de su dignidad.

1

Marleni lo llama de varias maneras. Le dice «el señor» cuando la historia es su drama personal y me debe quedar claro que la distancia que los separa es insalvable. Le dice «don Ramón» para narrar un episodio ajeno, algo que le sucedió a otros, porque así era como lo llamaban casi todas las personas del pueblo, con ese «don» que es la manera de mostrar un respeto casi reverencial pero que en este caso no es más que un reflejo del sometimiento y hasta de la genuflexión. Y a veces le dice «señor Ramón», sobre todo a la hora de contarme los momentos en que lo tuvo cara a cara para hacerle saber que no era más que uno de los peores asesinos que ha parido este país.

—Ese señor no es de aquí —observa—. Aquí llegó siendo un arriero. Mis papás y mucha gente antigua del pueblo lo conocían como trabajador de fincas.

Marleni Salazar, tiene 52 años y es una madre de familia que luego de perderlo todo o casi todo se convirtió en una aguerrida líder social en Puerto Triunfo.

—¿Cuándo se dieron cuenta de que él ya se había convertido en lo que se convirtió?

—Cuando empezamos a saber que por acá había un grupo paramilitar que era el que estaba matando y desapareciendo a las personas. Se decía que él dirigía ese grupo porque era el que más conocía la región.

Marleni es delgada, pero no menuda. Viste short, sandalias y una blusa sin mangas. Hace unos minutos toqué la puerta de su casa y caminamos hasta aquí, la residencia del notario del pueblo, lugar en el que ella se siente confiada para hablar, sin ojos de los vecinos encima. Ahora estamos sentados a un comedor auxiliar, con agua fría y un ventilador en diagonal que nos arroja cuotas de viento fresco.   

—Eso quiere decir que se dieron cuenta desde el inicio mismo de los paramilitares —le digo.

—Eso no demoró mucho en saberse.

2

Puerto Triunfo es un pueblo antioqueño sobre la margen izquierda del río Magdalena, en su cuenca media. Su cabecera municipal es diminuta: se agota luego de 25 minutos de caminata. Y desde hace más de una década es famoso porque es el único lugar en el mundo donde los hipopótamos se pueden ver en las calles como si fuera su ambiente natural, muy lejos de su hábitat de origen en el África. Son los animales —y su descendencia— que alguna vez trajo Pablo Escobar para decorar su hacienda Nápoles.

Acá, bajo un sol promedio de 40 grados, todo el mundo sabe que «el señor Ramón» o «don Ramón» es Ramón Isaza, 74 años, el paraco más veterano de este país, el paraco ejemplar, el que se ufanaba de haber sido el creador de una autodefensa campesina pura, el que era conocido con los alias que recalcaban su vejez: el cucho, el viejo, Munra el Inmortal, que en realidad sería Mumm-Ra, la momia maligna enemiga de los Thundercats.

3

Nacida y criada en este pueblo, Marleni tiene memoria de que en su infancia esta región era de paz, de gente dedicada a labores agrícolas y sin mayor codicia, pero a partir de un tiempo que pudo haber sido finales de los años setenta y comienzos de los ochenta se convirtió en un lugar en el que amanecían cadáveres a orillas de las carreteras sobre todo de lo que hoy es la autopista Medellín-Bogotá, y en un lugar en el que dos o tres matones se bajaban de una camioneta al frente de una casa de familia para llamar a la puerta y hacer salir a una persona o sacarla a la fuerza para llevársela y desaparecerla. Empezaron a correr los rumores de que había una banda de matones que se estaban tomando la justicia por su cuenta e iban deshaciéndose de personas de las que se decía que eran ladrones o cuatreros o drogadictos o violadores.  

—Eran personas que uno conocía de toda la vida y que uno sabía que no era nada de eso —me dice Marleni—. Cada persona que ellos asesinaban era gente honrada y trabajadora del pueblo.

Y así vino la primera masacre, el 17 de septiembre de 1982. En una vereda llamada Santa Rita, por la que pasa el río Claro antes de desembocar en el Magdalena, un puñado de paramilitares hicieron salir de una casa de familia a las cinco víctimas y las acribillaron bajo la sombra de un árbol de totumo. Cinco hombres entre los cuales había un niño de 10 años.

—Las mataron y las dejaron encarraitas una sobre otra —detalla Marleni—. Para la comunidad fue muy impactante. No nos había tocado algo así. Y era una época en la que nos daba miedo opinar, comentar nada porque no sabíamos lo que estaba ocurriendo.

4

En 1983, a sus 21 años, Marleni ya era madre de familia y hermana mayor, el apoyo moral y económico de sus papás. Trabajaba como auxiliar en el hospital del pueblo, único centro de salud de la zona. Una mañana a eso de las diez, su hermano menor, Fabián de Jesús Salazar, se montó en el campero de transporte público para ir a Doradal, el corregimiento más importante de Puerto Triunfo, a una diligencia rápida. Pasada la tarde, el joven no volvió y Marleni se puso a preguntarlo en el pueblo. Nadie lo había visto. 24 horas después, hecha un manojo de angustias, Marleni empezó la búsqueda con una foto pequeña entre las manos, acompañada por una amiga del trabajo. Fueron a los cementerios de los pueblos y caseríos que se encontraban río abajo preguntando que si en las últimas horas habían traído el cadáver de un muchacho que nadie reconocía. También fueron a los pueblos cercanos río arriba por si había aparecido algún cadáver a orilla de la carretera. Cada vez que de algún lugar de la región les informaban que habían encontrado un cuerpo, iban a mirarlo. Y todo esto, prevenidas y temerosas, más que discretas, porque existía el riesgo de que los paramilitares se enteraran de lo que ellas estaban haciendo y las desaparecieran también.

—El miedo era muy grande —me dice—. El miedo podía más que el dolor.

Tuvieron que pasar dos años para recibir alguna noticia. Quizás afligido de verla a ella desesperada y a la familia destruida por la desaparición, y con algo de culpa por haber callado tanto tiempo, el conductor del campero al que el joven se había subido esa mañana le reveló a Marleni los datos que estaban a su alcance: dijo que al muchacho lo habían bajado del campero unos hombres que estaban con alias Popocho y lo habían subido a la fuerza a una camioneta. El tal Popocho era el gran amigo de Mumm-Ra en Puerto Triunfo y uno de los miembros originarios del grupo de paramilitares. «No sé para dónde cogió la camioneta, si para el puente o para otra parte», añadió el conductor, «pero sé que lo echaron ahí». 

—Desde eso no volvimos a saber nada de mi hermano. No sabemos si lo enterraron en una fosa común o si lo tiraron al río. El puente sobre el Magdalena que contradictoriamente se llama Puente de La Paz es desde donde tiraban al agua a todos los que querían desaparecer.

5

A lo largo de los años ochenta Puerto Triunfo y sus corregimientos principales, Doradal y Las Mercedes, fueron el campo de operaciones de los paramilitares comandados por Ramón Isaza, que a su vez obedecía a la banda regional que desde el municipio de Puerto Boyacá comandaba Gonzalo y Henry Pérez, papá e hijo, dos bandidos patrocinados por un sector de los ganaderos locales, por el Cartel de Medellín y protegidos por los militares y la policía.

Esta banda regional conocida como las Autodefensas de Puerto Boyacá encontró su fin entre 1992 y 1993. Las razones de su decadencia no fueron pocas; la central, quizás, fue una implosión causada por el choque inevitable entre tantas fuerzas con una capacidad de daño equiparable. Al punto en que los Pérez e Isaza, fieles a su verborrea contrainsurgente, siguieron aliados con militares y policías de la zona; mientras que Pablo Escobar y el cartel, en su guerra contra el Estado, solo veían enemigos en la fuerza pública. Todos al final caerían a bala en suelo propio: los Pérez en calles de Puerto Boyacá y Escobar en un tejado en Medellín.

Todos salvo Isaza, que mantendría su fuerza criminal en Puerto Triunfo durante el resto de los años noventa hasta hacerla crecer como la banda territorial más poderosa del centro del país. Si en los años ochenta Isaza había permanecido más o menos guarecido en sus fincas y en su casa de siempre en el corregimiento de Las Mercedes, en los noventa aprovechó la tácita aceptación que había en el país por el paramilitarismo para caminar a su placer en Doradal, abrir una tienda a la que iban sus hombres a abastecerse, y luego a atender comunidad en asuntos domésticos desde una oficina sin letreros. Lo paradójico fue que el Estado ya había querido capturarlo en un operativo en 1994, pero luego parece que desistió porque nunca más hizo el intento. 

Hacia 1999, Isaza ya era el todopoderoso del Magdalena Medio. Un todopoderoso ávido de sangre. Por encima, incluso, de otros jefes paramilitares —como Botalón y el Águila— que también ostentaban control sobre esquinas de la región.

6

—¡Uf! Nos tocó una violencia muy dura —me dice Marleni—. Aquí a las seis de la tarde todo el mundo estaba encerrado. Uno veía esa Toyota negra y todo mundo empezaba a cerrar puertas. Las calles quedaban solas, como en las películas del oeste. Uno no sabía en qué momento iban a llevarse a alguien o matar a alguien. Y acá había estación de policía, pero veían esa camioneta y no hacían nada, se iban más bien.

Para Marleni, uno de los crímenes más aterradores en la cabecera municipal de Puerto Triunfo en esos años noventa fue el del citador del juzgado, un joven en los veintitantos, llamado Rodolfo Acosta. El día de su muerte, Acosta estaba junto a su esposa en embarazo huyendo del sol de las doce en una banca del parque central a la que le daba la sombra de un árbol, justo en frente de la estación de policía. Acosta se había acomodado de medio lado con la cabeza reposada sobre las piernas de ella cuando un automóvil que nadie reconocía como de los paramilitares se detuvo al pie de la banca. Unos tipos que él no distinguió se bajaron a decirle que lo necesitaban. «¿Quiénes son ustedes?», preguntó Acosta. «Necesitamos que nos acompañe», le dijeron. «¿Quiénes son ustedes?», volvió a preguntar Acosta ya preocupado. «Vamos allí para que hablemos», dijeron los tipos y Acosta se negó: «Yo de aquí no me muevo». Los tipos se abalanzaron contra él, lo tiraron al suelo y le esposaron las manos sobre la espalda. La esposa gritaba en desespero y pedía ayuda. Los tipos intentaron meter a Acosta al carro, pero no fueron capaces de doblarle el cuerpo y agacharle la cabeza para que cupiera por la puerta. Entre los gritos y el forcejeo, Acosta alcanzó a zafarse y corrió hacia la cancha de fútbol, que daba por un costado de la estación de policía. Los tipos se fueron detrás y lo cogieron a los pocos metros. Amarrado y reducido, le pegaron dos tiros en la cabeza. El cuerpo de Acosta quedó sobre el terraplén. La escena preocupó a la policía y unos patrulleros salieron de su letargo para levantar el cuerpo y llevarlo al hospital donde el médico les reclamó que le hubieran traído un cuerpo muerto, un cuerpo que debía haber permanecido en el lugar de su deceso para que le practicaran el levantamiento y la captura de pruebas. Para la comunidad fue obvio que los patrulleros no habían levantado el cuerpo por querer salvarle la vida, sino para evitar cualquier cuestionamiento tras haber permitido un homicidio en sus narices.

—Por eso, la gente aquí con la policía nada qué ver —dice Marleni—, con el ejército nada qué ver.

La banda de Ramón Isaza fue expandiéndose hacia las regiones colindantes y contestando con violencia lo que encontraban fuera de su gusto. En los municipios del valle del río Magdalena, como La Dorada y Mariquita, se enfrascaron en un exterminio sistemático de personas que consideraban indignas o sucias o nocivas: hombres visiblemente amanerados, transformistas y cualquier otra expresión de género y sexualidad diversa, jóvenes que se dejaran sorprender con un bareto en un lugar público, jíbaros, cualquier desventurado que fuera acusado de ratero por los vecinos, entre otros. Y en unas cuantas zonas montañosas y alejadas se encontraron con avanzadas guerrilleras y les tocó enfrentar grupos capacitados para el combate militar.

—Yo manejaba la parte de rayos X del hospital y me tocaba ver cuando traían a esos niños con heridas de fusil, de granadas. Yo me decía: «no hay derecho… niños de 14, 16 años en esto». Me tocó ver uno con un tiro acá… —Marleni señala un costado del tórax—. Se lo voló por completo y ese niño agonizando. Es más, el señor Ramón venía él mismo al hospital a traer a sus heridos y le dije: «No hay derecho que un niño de estos usted lo meta a la guerra». Me dijo: «la mamá me lo entregó que porque no era capaz con él». Eso me dejó pensando, me hizo preguntarme yo como mamá, ¿cómo entrego a mi hijo para que me lo pongan de carne de cañón? Había madres que nos oponíamos y había otras felices entregándole los hijos a ellos, más que todo allá en Doradal y en Las Mercedes.

En la medida que crecía la banda y que llegaba a más lugares, el reclutamiento se fue tornando más exhaustivo. De cada caserío, de cada vereda, iban incorporando hombres que oscilaban entre la adolescencia y los cuarenta años. Como en Puerto Triunfo habían vinculado a los adultos que les eran leales desde los años ochenta, se enfocaron en conseguir bachilleres que estuvieran en últimos grados y sin un futuro cierto.

En frente del hospital había una sala de billares que abría poco antes del mediodía, hora de salida del colegio. El negocio se llenaba rápidamente con los estudiantes que aplazaban el almuerzo hasta después de haber terminado un chico. Los paramilitares de Isaza se sentaban a ver jugar a los estudiantes, dejaban las armas sobre la mesa, les conversaban las carambolas, los invitaban a jugar y no los dejaban pagar la cuenta. Ganada la confianza, les hablaban del paramilitarismo, de la vida en el grupo, les narraban anécdotas heroicas de combates, los mostraban cómo desarmar los fusiles para limpiarlos, les dejaban coger las pistolas y les hacían ver un mundo de riesgo y aventura al que podían ingresar. Un día, una madre de un joven en edad de reclutamiento pasó por esa sala de billar y no vio a su hijo, pero sí al de Marleni que tenía 16 años y fue a contarle. Marleni estalló en rabia y preocupación. Comprendió que su hijo estaba en su momento más vulnerable, que una pequeña presión en el segundo indicado y su hijo podía caer seducido por los hombres de Isaza. Y apenas entró a la casa, Marleni lo cogió por su cuenta: «Hágame el favor y allá no me vuelve a entrar. Usted es un menor de edad y no tiene por qué estar jugando billar». El pelao le dijo que a él le gustaba jugar allá porque no le cobraban. «Así no les cobren, allá no me vuelve a entrar», insistió Marleni. «Vea papito, se lo digo: si usted me vuelve a entrar allá, cuésteme lo que me cueste, así me cueste dos o tres balazos, pero yo a usted lo saco de allá a garrote. Por encima del que sea. Usted allá no me vuelve». El pelao aceptó el regaño, pero no le dio mayor trascendencia. Días después, pasó lo mismo: una mujer le contó a Marleni que su hijo estaba allá. Marleni salió ofuscada de la casa y encontró a su hijo extendido sobre la mesa a punto de tacar una carambola. Ese día Ramón Isaza estaba en el billar y Marleni lo vio recostado contra la puerta de entrada del local. Marleni le pasó por un lado y le pegó una palmada sonora y quemante a su hijo en la espalda. «Yo le dije a usted que aquí no me volviera a entrar, a esta madriguera de asesinos». Isaza se metió: «¿Usted por qué le pega al pelao? «Porque es mi hijo y todavía está bajo mi mando», contestó Marleni. «Y el día que yo no pueda con mi hijo, renuncio a ser madre».

—¿Qué le contestó Ramón Isaza?

—El señor no dijo nada. Él me conoce desde niña. Sabe que yo soy de un temperamento que voy diciendo las cosas así. Y es que yo me decía: «primero muerta que dejármelo arrebatar de ellos; que mi dios me lo quite porque me lo tenga que quitar, pero no porque yo se los deje a ellos ahí servido en bandeja de plata».

7

A partir del año 2000 y hasta su desmovilización en 2006, la banda de Isaza dio un último paso como organización paramilitar: se hizo llamar Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, ACMM, y se dividió en cinco frentes comandados por hijos de Isaza y gente de máxima confianza. Cada frente tenía unos cincuenta hombres. Fue el tiempo en que Isaza aceptó incorporar su pie de fuerza en la enorme confederación paramilitar creada por Carlos Castaño con la sigla AUC de Autodefensas Unidas de Colombia.

Las ACMM estaban regidas por los estatutos de la Casa Castaño, pero las decisiones operativas en el territorio eran exclusivo dominio de Isaza y sus matones. En Puerto Triunfo, Doradal y Las Mercedes patrullaba el Frente Central. Era el primer anillo de seguridad de Ramón Isaza y estaba compuesto en su mayoría por asesinos de pavimento, no por combatientes capaces de sostener enfrentamientos rurales con la guerrilla. Su misión era mantener el control sobre la comunidad y someterla a la doctrina paramilitar. Tenían lugares de castigo para llevar a cualquiera que no cumpliera con lo que ellos consideraban el orden. Había fincas en las que ponían a las personas a realizar trabajos forzados de sol a sol y durante semanas. El lugar más aterrador, sin embargo, era una isla en la mitad del río Magdalena. Allá recluían gente para ponerla a cultivar plátano y yuca, y a extraer agua de un pozo. Los obligaban a dormir a la intemperie y a los que mostraban alguna señal de rebeldía los torturaban con mecanismos medievales: los amarraban desnudos a un árbol para luego embadurnarlos con melaza y dejar que se les subieran los insectos. Los lapsos de reclusión, que bien leídos debían calificarse de secuestros, duraban meses.

Marleni me conectó con un hombre de unos treinta años al que mantuvieron en esa isla por varios meses. Se llamaba Diego Solano y no quiso detallarme su historia, como si sintiera que ya había testimoniado lo suficiente y ahora solo quisiera dejar atrás ese episodio. Me explicó muy por encima la razón por la cual se lo llevaron para allá: en su adolescencia, que coincidió con esos cinco años de las ACMM, Solano escuchaba metal y configuraba su atuendo con jeans entubados, camisetas negras con logotipos de bandas y botas con apliques metálicos. Imagen suficiente para que estos matones vieran en él a un satanista de ritos e invocaciones. 

—Esa gente era muy ignorante —me dijo, entre sonrisas y cierta indulgencia—. Ellos creían que uno era una mala persona por llevar el pelo largo.

El paso de banda autónoma regional a ser parte de una confederación de alcance nacional con ínfulas de ejército, obligó a Isaza y a los comandantes de frente a extremar la formación militar de sus hombres y de los que fueran llegando. Ya no les bastaba con ser hábiles sicarios y descuartizadores, también debían saber movimientos ofensivos y defensivos de tropa a campo abierto y dominar armas de asalto. Los entrenamientos tenían lugar en escuelas de instrucción que abrían y cerraban en fincas de la región, de acuerdo con la necesidad eventual. Había al menos tres formas de reclutamiento:

Una, la que aprovechaba el convencimiento que reinaba en el Magdalena Medio de lo prestigioso que era ser paramilitar y estar al lado de Isaza, consistía en que cada cierto tiempo un camión circulaba por los pueblos a una hora conocida y por unas vías ya establecidas. Los jóvenes interesados se iban trepando a su paso, para bajarse directamente en las escuelas de instrucción.

Otra, los comandantes de frente y algunos subcomandantes podían vincular conocidos, gente de su confianza, mucho mejor si estos conocidos eran policías retirados, sicarios de narcotraficantes, guerrilleros desertores, paramilitares de otros bloques que buscaban mejor trato en las ACMM. Y así. 

Y una última, una búsqueda selectiva de gente aventajada. Los comandantes recibían desde el interior de los batallones los datos de los jóvenes que terminaban el servicio militar y que quedaban con carácter de reservista. Una vez estos jóvenes volvían a su casa, los paras los tentaban con entrar a la tropa.

Así fue el segundo intento de reclutamiento del hijo de Marleni. Dos meses después de haber vuelto a su casa tras haber estado en el ejército, un paraco lo detuvo en la calle: «Don Ramón lo necesita en la organización». El hijo de Marleni preguntó lo obvio: «¿Por qué yo?». «Porque usted está recién salido del ejército, a usted ya no hay que darle el curso de manejo de armas». El muchacho quiso desprenderse de la responsabilidad de decir que no echándole la culpa a la mamá: «No, eso con mi mamá no es posible. Mi mamá no me deja meter a eso. Mi mamá es enemiga número uno de la organización». La conversación terminó ahí y ese día en la noche el muchacho le contó a su mamá:

—Él vino a contarme —me dice Marleni—. Y le dije: «Si usted se me mete a eso, desde el momento en que usted tomó la decisión, su mamá se murió. Su mamá se murió porque yo nunca lo vuelvo a dejar entrar a mi casa. No voy a tolerar que el hijo mío se vuelva un asesino. ¡Por Dios hijo! Usted ir a matar a una persona que usted nunca ha visto, que nunca le ha hecho daño, que no tiene nada qué ver con usted… en qué cabeza le cabe eso». Y él me dijo: «No mamá, tranquila, yo le dije que no, que yo a eso no voy».

Y como le quedaba la duda de que el muchacho le hiciera caso, por aquello de que esa vez del billar no había obedecido y a ella le tocó sacarlo de la mesa, Marleni le recalcó: «Desde el momento en que usted se vaya para allá, haga de cuenta que su mamá se murió. Y no me vuelve a pisar ni el quicio de la puerta».

8

En 2002, Marleni debió irse desplazada de Puerto Triunfo, junto con su hijo, de 26, y su hija que tenía 17 años. El esposo y papá de esos hijos había muerto pocos meses antes. El problema empezó luego de que a ella y a otras dos personas las despidieran sin justa causa del hospital municipal. Para ese momento, Marleni sumaba 22 años en ese empleo y quiso interponer una demanda laboral junto con los otros compañeros. Al ser notificadas, las directivas del hospital fueron a quejarse con Isaza, le dijeron que esos tres eran unos revolucionarios, razón suficiente para que los paramilitares los mataran y desaparecieran los restos, tras de lo cual la demanda terminaría.

—Y la demanda no prosperó porque no volvimos a saber nada del abogado que nos llevaba el caso. Nunca supimos si lo mataron, si lo amenazaron; nunca nos volvió a contestar el teléfono.

—Pero ¿cómo se enteró de que la iban a matar y tuvo el tiempo de salir desplazada antes?

—Yo fui y enfrenté a Ramón allá en su oficina en Doradal porque alcanzamos a saber que la orden era «mandarnos a recoger» y esa palabra «recoger» quería decir que a uno lo detenían por ahí o iban por uno a la casa y lo subían a esa camioneta y uno no volvía a aparecer. Yo fui donde él y hablé y él me dijo: «Sí, ellos vinieron a hablarme a mí». Es que el delito más grande no era la demanda que habíamos interpuesto. El delito más grande era que ellos habían dicho de mí que yo era una revolucionaria y esa palabra para las AUC quería decir guerrillero. Los paramilitares no entendían que una persona trabajadora a la que le habían vulnerado sus derechos podía reclamar ante la justicia. Y al señor le dije: «El pecado más grande mío fue trabajar veinte años en ese hospital. Y si yo me tengo que morir, me muero con la frente en alto y sepa usted que mató a una mujer inocente cuyo pecado fue trabajar». «Sí, ellos vinieron a hablar muy mal de ustedes tres», me dijo él. Y me dijo que estuviera tranquila, que no me iba a hacer nada. Pero yo no confiaba en los paramilitares. Ellos decían una cosa y luego salían con otra. A una amiga le habían dicho que no le tenían al hijo, Ramón se lo dijo porque ella le pidió que no se lo fueran a desaparecer, que una vez lo mataran se lo dejaran en un lugar que ella pudiera recogerlo y sepultarlo. Ramón le dijo que no se lo tenía y resulta que al otro día apareció el hijo de ella muerto en el puente del río Claro, en la autopista. Entonces, uno no podía creer en lo que ellos le decían a uno. Y debido a ese temor fue que yo me desplacé.

Marleni y sus hijos llegaron a Villavicencio porque allá vivía un hermano de ella que tiempo antes también había sido desplazado de Puerto Triunfo. La hija de Marleni continuó con el bachillerato y el hijo se empleó en una empresa de perforación de pozos petrolíferos. El día menos esperado, la hija se suicidó como lo hacen las personas que no lo piensan ni lo dudan: en silencio y sin dar aviso. Ahora, Marleni es capaz de reflexionar las razones:

—Ella tenía un novio, el primero de su vida, y un niño de 19 años que lo mataron el 29 de abril de 2003. Lo mataron aquí en la cabecera municipal. En ese crimen estuvo involucrado un policía y los paras. Lo tiraron al río Magdalena, lo vinieron a encontrar a los tres o cuatro días. Para mi hija fue muy traumático. Ella me decía: «es que Diego era un niño sano, ¿por qué lo mataron y de esa forma?». Lo encontraron amarrado e irreconocible. Para ella fue muy duro. Su único amor y que se lo mataran de esa forma. Y esta muerte fue a los dos años de la muerte del papá. Fueron dos duelos que se le juntaron y no los superó. Y también habernos desplazado del pueblo, dejar todo para que no nos hicieran nada. Con lo de la demanda, el gran temor mío era que para obligarme a retirarla se me llevaran a un hijo, me lo desaparecieran, o a los dos. Y dejé Puerto Triunfo pensando primero en la vida de ellos. Por eso, cuando perdí a mi hija, me dije: «ya viví lo que iba a vivir, vuelvo a mi pueblo y que me toque enfrentar lo que me toque». Y ahí fue mi hijo el que se deprimió por la ausencia de la hermanita. Lloraba todos los días y se entregó al licor. Me decía que habernos ido desplazados había sido el acabose, «¿por qué nos tenían que descuadrar de esa manera si nosotros no le hemos quitado nada a nadie?». Le dije: «Esa es la ley en la que vivimos ahora en este país. El más fuerte es el que nos manda a callar». Y una noche en que estaba muy bebido se accidentó en la moto y se mató.

9

Ramón Isaza desmovilizó a su banda de paramilitares bajo la ley de Justicia y Paz que promovió el gobierno Uribe. Fue a comienzos de 2006, en la cancha de fútbol de Las Mercedes. 990 hombres, 754 armas y quince vehículos. Los juicios comenzaron al poco tiempo y tenían dos fases: una en la cual los máximos responsables se sometían a los interrogatorios de los fiscales especializados en los juzgados en Bogotá y otra en la que se sometían a las preguntas y reclamos que les hacían sus víctimas directas, allá mismo en el territorio que habían violentado y delante de un magistrado. Ramón Isaza y los comandantes de los frentes tardaron hasta el 27 de marzo de 2014 para volver a pisar Puerto Triunfo.

Fue el momento que Marleni había estado esperando.

10

En noviembre de 2013, Isaza y sus lugartenientes se presentaron a una audiencia en el municipio de Mariquita. Fue la primera vez que le dieron la cara a las familias de la región del norte del Tolima y algunas del Magdalena Medio. Marleni estuvo allá y llegado el momento de pedirle explicaciones al Viejo le preguntó por el paradero de los restos de su hermano y las razones por las cuales lo desaparecieron: «Yo de corazón lo perdono, pero regáleme esa verdad que tanto necesito para que me dé paz». Isaza le pidió perdón y le contestó que desconocía las circunstancias por las que sus hombres se habían llevado a ese joven. Marleni quedó desconcertada y muy aburrida porque de los paramilitares que seguían con vida el Viejo era el único que podía descifrar los crímenes de su banda en esos inicios de los años ochenta. Si él no sabía y nunca había sabido, entonces ¿quién podía saberlo?

Para la audiencia en Puerto Triunfo, Marleni y otra líder de víctimas llamada Jenny Castañeda averiguaron en la Personería que solo cincuenta víctimas habían sido citadas, casi ninguna del mismo pueblo sino de otros. «Vienen familias de la autopista, de La Dorada, de Honda, de Puerto Nare», le dijo el personero. «Pero ¿cómo vamos a perder la oportunidad de preguntarle a Ramón Isaza por los muertos y desaparecidos de aquí? Con tantos que hay aquí…», dijo Marleni y salieron de esa oficina convencidas de que debían organizar a las familias y motivarlas para que ese día asistieran a la audiencia, así no fuera seguro que les dieran la palabra. Marleni sabía que la decisión final sobre quiénes podían lanzar sus preguntas y reclamos la tenía la magistrada que iba a presidir la mesa. Ese 27 de marzo, Marleni y Jenny le pidieron al conductor del micrófono que le dijera a la magistrada que en el recinto, que era el coliseo de deportes, había muchas víctimas no citadas y que estaban urgidas de reclamar a los familiares, «por favor, dígale eso a la Magistrada». Y la Magistrada dijo que sí, que todos los que tuvieran que preguntar por un familiar lo hicieran.

—Yo ya había motivado a la gente desde mucho antes: «vamos, no le hace que no estén anotados». Y en la audiencia: «ya dieron la oportunidad, hágase inscribir, vaya, vaya para que pregunte por su familiar». La tarea de motivar a la gente fue desde dos días antes, que no les diera miedo, que se acordaran de la fecha. Y ya en la audiencia nos parábamos al lado y les decíamos cuente quién fue su familiar, dónde vivía, a qué se dedicaba y qué fue lo último que supo, y pregúntele directamente a la persona que hubiera sido comandante en la zona donde ocurrió todo. «Ellos son los que tienen que dar razón». La audiencia empezó a las nueve de la mañana y mi participación vino a ser la última y fue después de las siete de la noche. Esa y la del día siguiente fueron audiencias muy duras. Llegó un momento en que una mamá de un niño de 15, que fue desaparecido en el 2003 y que hasta ahora no se sabe nada, se nos atacó a llorar. Y así uno lloraba por el de uno, por el del otro; uno lloraba oyendo esas atrocidades, esa manera en que mataban a las personas. Lo peor, uno oyendo a esos comandantes decir: «discúlpeme es que fue un error», «es que lo confundimos». Unas excusas que no tienen presentación y uno pensando «pero cómo que discúlpeme si era mi mamá, era mi mamá cómo me va a decir que fue un error». Así hubo varios casos: «Lo de su mamá fue un error y cuando la matamos supimos que no era ella». Todo muy doloroso, cosas muy horribles. Por ejemplo, el desmembramiento de una persona viva: una sobrina reclamando por su tío y ellos decir que sí, que ellos lo habían desmembrado. Y uno dándole ánimos a esa mujer y seguir pendiente de cada uno de los que iban a hablar. Fue un trabajo muy arduo. La misma Magistrada me lo dijo: «sin precedentes lo de aquí de Puerto Triunfo. No pensábamos que la gente fuera capaz, que tuviera ese valor, porque acá fue donde ellos operaron». Y ese señor Isaza y ellos se dieron cuenta de que la gente ha ido perdiendo el miedo, ese miedo que sentíamos cuando ellos operaban acá se ha ido diluyendo.

—¿Supo qué le pasó a su hermano? ¿Por qué lo desaparecieron?

—Luego de lo que me dijo en Mariquita, aquí volví y lo enfrenté. Le dije que él no me podía decir que no sabía qué había pasado con mi hermano, porque a mi hermano fue recogido por la gente de él, por Gildardo Gallego alias Popocho, y lo habían bajado de un Carpati en Doradal en la bomba de gasolina. Y le dije: «Es imposible que usted no sepa que a una persona la bajan de un carro, la echan a la camioneta que era el terror del pueblo y sabíamos que era donde recogían a la gente que iban a desaparecer o iban a matar ahí mismo. Usted no me puede decir que no sabe nada de mi hermano». Me contestó que él se hacía responsable de la muerte de mi hermano porque, en efecto, Popocho y los que estaban con él eran sus hombres, así que por cadena de mando se hizo responsable. «Voy a seguir investigando y averiguar por qué lo mataron», dijo. Lo que me dejó más sorprendida fue que me dijo: «Señora, yo de su hermano nunca tuve queja, no era una persona de malas costumbres». Eso me dejó aterrada. Cómo es posible que me diga eso y que tantos años después mi hermano no aparezca. Lo más importante fue que él reconoció a muchas personas que hasta el momento no se tenía responsable de su desaparición y muerte. Y el compromiso que quedó fue eso: averiguar con sus hombres por qué lo habían matado. Así fue con el caso del exacalde del municipio, Javier Valencia, un muchacho que desaparecieron hace 17 años. Siempre se le había preguntado a Ramón Isaza por él y siempre decía que no sabía, que no sabía, y cuál fue la sorpresa de nosotros que en esta audiencia ya dijo que sí, que él lo había matado y que estaba enterrado en las Parcelas California y se comprometió ante Justicia y Paz a entregar los restos de este muchacho. En esa audiencia quedaron claras muchas cosas de las que antes solo teníamos sospecha. Ese 28 de marzo logramos muchas verdades sobre el destino de muchas personas desaparecidas. Nos quedó debiendo si los enterraron en una fosa o los tiraron al río. También logramos que se hicieran pruebas de ADN a las familias, porque el 70 por ciento de las víctimas declaradas acá son desaparecidos. Son duelos que no hemos elaborado.

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Dice Marleni:

—Luego de la audiencia pudimos hacer un acto de honrar a las víctimas en el puente sobre el río Magdalena. Fue la primera vez. En tantos años que pasaron nunca nos acordamos de ir a ese puente a conmemorar a nuestras víctimas, a llorar a nuestras víctimas, a tirar una flor a ese río magdalena. Y solo fue hasta ahora a ese 9 de abril de 2014. Fuimos muchos, Tengo el video de lo de ese día. Eso nunca lo habíamos hecho porque nos daba temor, aún sabiendo que ellos se habían desmovilizado nos daba temor.

—Como en todas las regiones del país, parte de la comunidad dice extrañar algunas prácticas del paramilitarismo o extrañar a los paramilitares.

—Hay personas que sienten simpatía por lo que fue el paramilitarismo, que lo extrañan y a uno como víctima le duele. Eso no tiene ningún sentido, que haya alguien que diga: «yo extraño a la organización». Si nos ponemos a ver, tanto la guerrilla como los paramilitares hicieron demasiado daño. No podemos decir que solo nos ha hecho daño la guerrilla. Los paras también nos hicieron mucho daño. Y no veo la razón de ser cuando una persona dice: «es que cuando estaba la organización no había ladrones». ¡Por Dios, siempre han existido los ladrones! Y cuando a uno no le ha tocado recoger el cadáver de un familiar, uno se atreve a hacer añoranzas de esa época. Eso para mí es absurdo. A mí como víctima me parece lo más absurdo. Yo no puedo justificar el accionar de los paramilitares cuando yo he perdido familiares, he sufrido en carne propia y he visto amigas sufrir y llorar por sus hijos. No hay justificación posible. No hay justificación para que alguien diga: «Es que como ellos no están, está pasando esto». No. Es que ellos no son nadie para decir vamos a castigar, vamos a ajusticiar. Eso yo lo decía en las audiencias: ellos siempre tuvieron una palabra para justificar la muerte de alguien o la desaparición de alguien. Hay mucha gente que los añora y eso le duele a uno. Eso no tiene por qué ser así. No he tenido una confrontación directa con alguien que justifique el paramilitarismo, pero siempre le he dicho a la comunidad: cuando a uno no le ha tocado recoger el cadáver de un familiar se atreve a decir eso, yo lo digo como madre, lo digo como hermana. Yo no puedo aceptar que ellos maten un hijo porque a ellos les pareció justificable. No hay derecho.

—¿Qué le recrimina la gente al Estado?

—Yo soy una de las que más insiste en que los gobiernos permitieron que la guerra llegara a todos los extremos del Estado y permitieron que la presencia de los grupos armados se fuera volviendo tan común en todas partes que ya ni el mismo ejército hacía nada a sabiendas de lo que estaba ocurriendo acá en el pueblo, en los alrededores. El mismo Estado lo permitió. En una época fue a espaldas del Estado; en otras fue con apoyo del mismo Estado. Esta violencia causó mucho desplazamiento y pobreza, y aquí, incluso, tenemos muchos huérfanos de padres. Quedó una mujer con tres, cinco muchachitos, e incapaz de darles estudios superiores, apenas logra sobrevivir. Yo le dije a unos funcionarios de la Gobernación que algo muy triste es que a nosotros nunca nos prestaron ni atención psicológica. A cada una de las víctimas nos tocó superar el dolor como pudiéramos. Nunca tuvimos una atención del Estado. Uno entiende que no hubiera habido atención económica, pero uno no entiende que no hubiera habido atención psicológica, que no hubieran sido capaces de decir: «Aquí estamos apoyándolos». No, el Estado nunca estuvo ahí.

*Este encuentro con Marleni tuvo lugar en mayo de 2014. Once años después, en este 2025, sigue sin saber qué pasó con su hermano.

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