Los hijos muertos de los otros
Texto
Laura Carolina Cruz Soto
Ilustración
Angélica Jhoana Correa Osorio
Julio 10 de 2020
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Los hijos muertos
de los otros
Una masacre de cinco adolescentes. Un barrio de interés social en el extramuro de la ciudad. El dolor imborrable en el costado oriental.
Salieron de sus casas un martes antes del mediodía. Eran cinco pelaos, el menor tenía 14 años y el mayor 16. Muchos dicen que fueron a volar cometa, a comer caña. Querían campo y río, no el aburrimiento que se disfraza de rutina. Yo me los imagino corriendo, dándose empujones, hablando de alguna chica que les gustaba o de fútbol, haciendo bromas. Cuando caía la noche y ya debían haber regresado a sus casas, sus papás comenzaron a llamarlos al celular pero ninguno lo había llevado. Preocupados, sus papás fueron a buscarlos. Poco antes de las ocho de la noche, los encontraron entre el cañaduzal. Los cinco pelaos habían sido asesinados con tiros de gracia. Corría el 11 de agosto de 2020. A esta masacre se le ha llamado la de “Los cinco de Llano Verde”. Y los nombres de las víctimas son: Álvaro José Caicedo, Jair Cortés, Josmar Jean Paul Cruz, Luis Fernando Montaño y Léider Cárdenas.
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Llano Verde es un barrio situado en el extremo suroriental de Cali. Comuna 15. Desde un lugar central de la ciudad como la Plaza de Caicedo, un taxi puede tardar hora y media en llegar a este sitio. Hasta hace diez años, el terreno donde fue construido el barrio era zona rural de Cali. Luego de fundado en 2013, este sector empezó a ser parte de la zona urbana.
Cali está sectorizada en sus cuatro puntos cardinales: el sur, el norte y parte del occidente son la ciudad de mostrar, con sus centros comerciales, avenidas arboladas, los gatos de tejada, parques y el resto de orgullos locales. El oriente, por el contrario, ha sido la ciudad del rebusque y la resistencia, la ciudad de las comunidades negras, campesinas, indígenas, la ciudad de los desplazados.
A los habitantes de Llano Verde les toca caminar veinticinco minutos para llegar a la Avenida Simón Bolívar, que es la última vía grande del oriente de Cali, y poder acceder al sistema de transporte integrado Mío. Frente al parque principal del barrio estacionan uno o dos jeepetos —como se les dice a los camperos—, que transportan gente hacia otros barrios del oriente, pero nunca hacia otros sectores de la ciudad. Por eso, muchos de sus habitantes dicen estar confinados, aislados socialmente porque no están conectados con el resto de la urbe.
Una de las personas que más ha atendido a las comunidades vulnerables de la ciudad es el padre Venanzio Mwangi Munyiri. En su opinión, la palabra ‘oriente’ es sinónimo de desigualdad estructural porque es un sector donde hay carencia de todo. “La mayoría de sus habitantes son del Pacifico. Todas las discriminaciones que allí se presentan ya tienen un carácter racial e histórico. Cuando uno se identifica con este territorio se traza un futuro muy opaco; el simple hecho de vivir en el oriente es como una condena para no progresar en la vida”.
Llano Verde es una Colombia chiquita. Hay gente de todas partes del país especialmente de la costa pacífica colombiana, de Nariño, del Cauca, del Putumayo, de los Llanos Orientales; hay paisas de San Carlos, de San Luis, de Granada; hay gente de la costa Atlántica. Actualmente está habitado por 4.321 familias, que en total suman 26 mil personas.
Todos los que están allí lucharon por tener vivienda propia como si fuera la culminación de algo. En el 2012, mediante la ley 1537, el Gobierno Nacional promovió la construcción de cien mil viviendas de interés social a lo largo del país, con las que aspiraba a reducir las cifras de pobreza extrema. Pero ninguna de estas viviendas estaba destinada para reparar a las víctimas del conflicto armado. “Entonces, desde la Mesa Nacional de Víctimas y desde las Mesas Municipales, con ayuda de oenegés y sentencia de la Corte Constitucional, logramos que se nos entregara, a las víctimas del conflicto armado, el 70 por ciento de esas cien mil viviendas y Llano Verde hizo parte de esa entrega”, explica Óscar Fernando Enríquez, padre de familia y residente del barrio que llegó a Cali como desplazado desde el Putumayo. “No fue gratis, fue una lucha permanente”.
En Llano Verde las casas tienen uno 33 metros cuadrados. Algunas cuentan con antejardín. En el primer piso cabe un comedor y una nevera. La cocina es diminuta. Es común que en las paredes cuelguen cuadros del grado de primaria de los niños de la casa o retratos de la celebración de quince años de la hija mayor. Junto a la cocina hay un pequeño patio en el que algunas familias siembran alimentos. Otras lo usan como parqueadero de bicicletas. En el segundo piso hay dos habitaciones muy pequeñas en las que no alcanza a entrar una cama doble. Pero, como sea, hay cama para todos los hermanos. Algunas de estas familias son de más de 16 personas y todas caben allí dentro.
En Llano Verde los perros andan sueltos porque en el campo las familias jamás los amarran. La resiliencia se logra cuando siembran una mata de yuca o de plátano, crían gallinas y, por qué no, engordan uno que otro marrano. Los pelaos se internan en el cañaduzal y nadan en los lagos artificiales que los cañeros tienen para regar el cultivo. Las costumbres campesinas llaman. Los domingos se ve transitando una fila de jeepetos por todo el oriente porque algunas personas que viven en otro sector van a visitar a las tías o hermanos y a comerse un almuerzo bien trancado o lo que haya.
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Dos días después de la masacre fui a Llano Verde. Las familias estaban adelantando el velorio. Tres de los féretros estaban en la cancha de fútbol, bajo la sombra de una carpa y flanqueados por cortinas blancas y veladoras. La Gobernación del Valle había enviado coronas de flores. Los amigos de las víctimas habían pegado mensajes en cartulinas de colores vivos sobre los ataúdes. Había música por todo el barrio, una música triste y alegre al mismo tiempo. Las otras dos víctimas estaban siendo veladas en sus casas familiares. Y no faltaban los vecinos jugando dominó en frente de los dolientes.
Entré a la casa de una de las víctimas. Se llamaba Jair Andrés Cortes Castro. Tenía 14 años y siete hermanos. No más de cuatro personas cabían en la sala junto al ataúd. La corona de flores enviada por la Gobernación ocupaba el poco espacio que quedaba para moverse. Del techo colgaban bombas blancas, simulando una nube. Cuatro velas, una vasija con agua debajo del féretro para calmar la sed del fallecido. Una cartelera de las que se hacen en el colegio con tres de sus fotos y mensajes de sus compañeros. Cursaba séptimo de bachillerato. Su hermana, Vanessa Mina, me contó que ella lo molestaba diciéndole que ya sabía que tenía novia. “Deje su morronguera y traiga a su novia”. Vanessa se rió ligeramente, pero se frenó llevándose las manos a la boca, como si en esa situación no estuviera permitido reírse.
Minutos más tarde, mientras caminaba por el barrio se escuchó una explosión y muchas personas arrancaron a correr, menos los que estaban jugando dominó. Más tarde se sabría que fue una granada lanzada contra el Cai de Policía que hay en Llano Verde y que queda a dos cuadras de donde yo estaba. Una persona murió y quedaron catorce heridos. Aún hoy no es claro si fue un atentado contra la policía o tiene que ver con la masacre de los cinco pelaos.
Una de las familias de Llano Verde me dió resguardo en su casa. Salí después de media hora y caminé hacia el lugar de la exploción. La zona estaba acordonada. El comandante al mando dió declaraciones a la prensa, al igual que al alcalde. Agentes de policía judicial bajaron de sus camionetas. Después me devolví al velorio de Jair y ví que las mujeres de la Casa Cultural El Chontaduro ya estaban allí haciendo sus arrullos —los cantos étnicos para velar a los muertos—. Esta organización de derechos humanos lleva 32 años de fundada en el oriente de Cali.
Jair era el más alto de sus amigos, medía 1.72. Era un niño grande y consentido. A Ruby, su mamá, a su hermana y a su abuelo, se les ve en en cada evento con el rostro y la sonrisa de Jair impresa como un amuleto, como una marca contra el olvido, como un grito silencioso que exige justicia.
La historia de Leider Cárdenas Hurtado, otra de las víctimas, es muy parecida a la de sus cuatro amigos. Leider también tenía siete hermanos y era el mayor. Fue criado por su abuela Martha Hurtado Cárdenas, quien barre las calles para ganarse el sustento. En los ratos libres luego del colegio, Leider le daba una mano. Según la revista Vorágine, Leider fue el último en ser asesinado. Debió escuchar las cinco detonaciones y el golpe seco con el que caían sus amigos a la tierra.
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Por haber ocurrido en zona rural, el asesinato de los cinco jóvenes de Llano Verde no aparece registrado dentro de las cifras de la Comuna 15. Hasta agosto de 2020, en esta comuna se habían presentado ocho homicidios de menores de edad. Es decir: uno al mes. Pelaos contemporáneos a las víctimas de la masacre o un poco menores.
El mismo año en que fue fundado Llano Verde, 2013, la Personería de Cali reportó que en la Comuna 15 se habían presentado 185 homicidios. El informe señalaba que la población más afectada era la de niñas, niños y adolescentes. Sumado a esto el sector presenta los más elevados indicadores de mortalidad materna, mortalidad infantil, violencia intrafamiliar, abuso sexual, embarazo de adolescentes, homicidios en menores de 18 años, presencia de pandillas, deserción escolar. Esto y el abandono estatal han hecho que desde el 2013 hasta agosto de 2020 ocurran, en promedio, 89 homicidios por año para un total de 718.
La solución de vivienda de interés social por parte del Gobierno, aunque suplió la necesidad de un techo para familias desplazadas, no pudo incorporar elementos del hábitat original de las víctimas. Los afrocolombianos del costa pacífica no tienen el mar al lado, los campesinos andinos no cuentan con tierras en ladera para sembrar café, ni los llaneros pueden gozar de tierras planas e infinitas para cabalgar. Son las pérdidas irreparables del conflicto armado. Vivir en la ciudad para estas familias puede causar una disminución de sus ingresos: no pueden pescar ni cazar ni sembrar lo que antes podían. El 54 por ciento de los hogares de Llano Verde está liderado por mujeres cabeza de hogar. Muchas se dedican a ventas ambulantes o son empleadas de servicio doméstico, como lo señala el informe Mira Cali. Al respecto, el padre Venanzio Mwangi Munyiri, me dijo: “Las personas de Llano Verde son una clase muy trabajadora y de hecho nutren el resto de la ciudad con mano de obra”. Y la líder comunitaria Francia Márquez agregó: “trabajan en casas de familia lavando ropa, perdiendo las huellas de sus manos mientras les asesinan a sus hijos”.
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El 20 de agosto, nueve días después de la masacre, las comunidades del oriente de la ciudad marcharon durante unas sesenta cuadras, entre la estación de policía del barrio Los Mangos hasta Llano Verde. Llevaron carteles, camisetas con los retratos de los pelaos asesinados, cantaban, bailaban y gritaban arengas. Francia Márquez acompañó la marcha mientras cargaba a una niña, siempre con su escolta al lado.
La líder me dijo: “Yo creo que lo que pasó con los cinco jóvenes asesinados es lo que pasa todos los días con los jóvenes del oriente de Cali. Todos los días aquí se mata la vida, la esperanza, porque los jóvenes representan eso para nosotras. ¿Qué país asesina a sus jóvenes o permite que sus jóvenes sean asesinados? Ya la consigna ‘quédate en casa no es una opción para nosotros porque la violencia no se quedó en cuarentena. Le escuché decir a un padre de familia que no había que esperar a que la violencia llegara hasta la casa para empezar a reaccionar. Hay que reaccionar desde antes. El dolor de los padres de familia de estos cinco muchachos es nuestro dolor. Hay que comenzar a juntarnos para defender la vida”.