El asalto a Gutiérrez

El asalto a Gutiérrez

Texto

Juan Miguel Álvarez

Ilustración

Angélica Correa Osorio

Septiembre 3 de 2024

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El asalto a Gutiérrez

De la crueldad guerrillera a la desidia criminal del ejército. Solo una funesta combinación de razones explica la derrota militar de un puñado de soldados en una batalla. La de Gutiérrez es uno de los episodios que las Fuerzas Militares de Colombia recordarán por siempre. La falta de solidaridad de los altos mandos para con sus subordinados solo puede entenderse como una burda traición al cacareado código de honor militar.   

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El 8 de julio de 1999 tuvo lugar una de las derrotas más graves y desmoralizantes que sufrieron las Fuerzas Armadas de Colombia. Antes de las cinco de la mañana, un grupo de más de trescientos guerrilleros de las Farc atacó por sorpresa a una avanzada del ejército que no sumaba más de sesenta hombres. El punto de combate fue a 75 kilómetros al oriente de Bogotá, a las afueras de Gutiérrez, un pueblo diminuto y embolatado en las estribaciones del páramo de Sumapaz.

            Este asalto era un golpe más de las Farc en su proyecto inacabado de tomarse el poder por las armas. Tras la Octava Conferencia, realizada en abril de 1993, las Farc se propusieron “crear las condiciones políticas y militares para cercar, bloquear y ejercer dominio sobre Bogotá”, como movimiento final para derrocar al presidente de turno y asomar sus sonrisas de barbas ensangrentadas por los balcones de la Casa de Nariño. Durante los diez años siguientes, atacaron al menos 45 municipios que circundan a la capital por los cuatro puntos cardinales. Quizás el más recordado de estos asaltos, por su cercanía geografíca, fue la toma de La Calera en 1994 que dejó un policía muerto y varios edificios públicos en ruinas.

            Para el momento en que la comunidad de La Calera se encontraba humillada y aterrorizada por la embestida fariana, la de Gutiérrez ya había soportado dos ataques. Uno en 1991, en plena cabecera municipal, en el que las Farc arrasaron con la estación de policía y dejaron muertos entre la comunidad. Y otro en 1992, que más bien fue una sucesión de combates contra el ejército y a campo abierto en la vereda Río Blanco. La violencia, en todo caso, no cesó. Habría un tercer asalto en 1996 y un cuarto en 1997, ambos con saldos parecidos: edificios públicos destruidos, saqueos y agentes de la fuerza pública caídos.

            El quinto sería bien distinto. Nada urbano, nada de robos, cero destrucción de lugares que le dolieran a la comunidad. Esa madrugada de julio de 1999, las Farc estaban determinadas a aniquilar a todos los soldados que venían acampando a las afueras del pueblo. El objetivo a largo plazo era el mismo: diezmar la capacidad militar del Estado ante la posible incursión guerrillera en la capital. A corto, las Farc querían hacer una demostración de fuerza, de poder territorial.

            Al final del combate quedaron los cadáveres de 38 soldados regados sobre la hierba de la montaña. Sobrevivieron, únicamente, los que lograron escabullirse por entre las comisuras del terreno y el poco follaje que crecía en los descampados. Una de las fotos más incónicas del conflicto armado colombiano fue allá, en las horas posteriores al asalto. Es un plano general que deja ver a un soldado en pie con la cabeza inclinada hacia su hombro derecho, con la mano izquierda abierta como si se fuera a tomar la cara, llorando desconsolado ante la muerte de su hermano que prestaba servicio con él, y del resto de compañeros cuyos cuerpos parecen amontonados en torno suyo. La tomó Guillermo Torres, fotógrafo en aquel tiempo de la revista Semana.

 

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En julio de este año, como aporte a la conmemoración de los 25 años de esta sangría, el cineasta Iván Acosta estrenó un documental titulado Gutiérrez, a secas. Se trata de una producción de unos 70 minutos en la que aparecen las voces de los habitantes del pueblo y de tres hombres que fueron soldados sobrevivientes. Hay música incidental. Hay secuencias de imagen fija que se prolongan sobre los segundos con la posible intención de crear cadencia narrativa. Hay color en los paisajes de la locación. Y hay encuadres de contexto, casi siempre, en planos cerrados.

            Acosta va por los 50 años y buena parte de su carrera en el cine ha ocurrido detrás de cámaras; también cuenta con un largo currículo ligado a la academia. La función de apertura tuvo lugar allá en el pueblo y fue un acto al que acudieron buena parte de los habitantes y algunas familias de los soldados. “Lo primero era presentárselo a la comunidad en la conmemoración de los 25 años de la masacre y allá estuvimos”, me dice por videollamada. “Parte del propósito era sensibilizar y creo que se ha cumplido. En términos generales nos ha ido bien con el resultado”.

¿Cómo llegó a la historia de Gutiérrez?

Iván Acosta: Luego del festival de cine de Jardín me puse a conversar con la investigadora en derechos humanos Jennifer Navarro y dije algo así como que hay historias del conflicto armado colombiano que son maquiavélicas. Y ella dijo: “Por ejemplo, lo que sucedió en Gutiérrez”. Yo tenía una vaga idea de lo que había sucedido, pero luego de que ella me contó en detalle la historia me despertó un interés enorme y le dije que me encantaría hacer un documental. En el fondo, me interesaba mucho que las nuevas generaciones se enteraran que alguna vez las Farc planearon tomarse por las armas la capital del país, una ciudad que en ese momento ya tenía, no sé, seis millones de habitantes. Aquella conversación con Jennifer fue en 2019. Y para febrero de 2023, me levanté de la cama con el propósito de hacer un largometraje. Tenía dos historias de ficción en mente, pero recordé la historia de Gutiérrez, llamé a Jennifer y le dije: “vamos a hacer el documental”.

 

¿Cuál fue el disparador? Es decir: la historia ya lo había interesado, pero quizás hubo algo muy fuerte que lo hizo pararse de la cama con el proyecto de convertir su anhelo en una película.

I.A.: Que las Farc se quisieran tomar Bogotá, pero también que hubieran sido menos de sesenta soldados, casi todos post adolescentes, entre los 18 y 23 años, que además hubieran estado casi desarmados y que hubieran sido puestos en un sitio sin que se les permitiera moverse. Que todo mundo sabía que la guerrilla los iba a atacar y que se los hubieran advertido: “Váyanse de ahí”. Y nadie hizo nada por evitarles la muerte.

 

¿Qué quiere decir con que todo el mundo sabía?

I.A.: Cuando los soldados entraban al pueblo los habitantes les informaban que los campesinos de la alta montaña, los que vivían en pleno páramo de Sumapaz, decían que la guerrilla iba a bajar. Y así fue: se dice que fueron 500 guerrilleros armados hasta los dientes los que atacaron a los soldados. La mayoría de estos soldados no eran profesionales ni habían recibido entrenamiento de contraguerrilla. Apenas eran conscriptos: jóvenes que estaban cumpliendo con el requisito del servicio militar.

 

Estoy entendiendo que el disparador para haber emprendido el arduo proyecto de hacer un documental fue como cierta solidaridad, un sentido de compromiso moral con los jóvenes caídos, ¿correcto?

I.A.: Sí, eso es. Allá había dos compañías de soldados: Texas II y Texas III. Cuando Texas II se rindió porque se quedaron sin balas, sin armas, porque ya no tenían cómo defenderse, los guerrilleros les dijeron: “Salgan que les respetamos la vida”. Los soldados salieron y la guerrilla no les respetó la vida. Los hicieron arrodillar, les pegaron un tiro en los testículos y un tiro de gracia. Y, sin embargo, la mayoría de los soldados muertos y de los que sobrevivieron no han sido reconocidos como víctimas del conflicto armado. Ahí es donde me dije: “¡Mierda! Esto hay que contarlo”.

 

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El ataque duró varias horas. Los guerrilleros usaron fuego de ametralladora, morteros y las explosiones devastadoras y no controladas de los cilindros de gas. Cuando los soldados quisieron escapar de sus campamentos, el comando de guerrilleros pisasuave disparó a pocos metros de distancia. Además de los muertos, nueve soldados resultaron con heridas muy graves. John Ruiz, uno de los sobrevivientes que sale en el documental, admite en cámara que le quedaron daños irreparables en el oído y que esa ha sido la razón principal para no haber encontrado un trabajo estable.

            Más allá del ensañamiento guerrillero, este caso fue un completo encuentro con la negligencia de las autoridades militares del batallón Landazábal Reyes que tenían bajo su cargo a este grupo de soldados. Según la investigación judicial que adelantó el Consejo de Estado, tras la demanda entablada por las familias de los soldados muertos, el comandante en terreno que era el teniente Calvo Soto había detectado comunicaciones de la guerrilla, con varios meses de antelación, en las que se escuchaba claramente que iban a golpear sin compasión a los soldados acantonados a las afueras de Gutiérrez. Desde ese momento —y en varias ocasiones, una de ellas en persona en Bogotá, en plena Sala de Guerra con los comandantes de todo el batallón—, el teniente Calvo Soto pidió ayuda: más munición y mejor armamento, incluidas dos ametralladoras M.60 porque la que tenían arruinaba los cartuchos en cada disparo; también, mejores equipos de comunicación y apoyo con pie de fuerza. “La respuesta que dieron”, declaró Calvo Soto ante el Consejo de Estado, fue que “no tenían ametralladoras por la limitación que se tenía y tendría que comprarlas en el Ley”. De consuelo, le dijeron que lo iban a reforzar con 150 hombres del batallón Timanco que estaban cerca de allí. Para la semana en que ocurrió el ataque, los pocos oficiales que estaban comandando el grupo en Gutiérrez ya sospechaban que nadie les iba a mandar refuerzos y comenzaron a pedirle al superior inmediato, el coronel Charry Solano, que los dejara irse del lugar, que los reubicara en otro lado para evitar el ataque que ya se sabía inminente. Charry Solano les dijo que no, que no se podían ir, que ya iban en camino los refuerzos del batallón Timanco, que estaban a unas cuatro horas, que no se preocuparan. Como ya se sabe, el asalto empezó y terminó y ningún refuerzo llegó. Primero asomó la nariz un equipo periodístico del recién creado noticiero de City TV, al que la guerrilla forzó a entregar la camioneta para evacuar a sus heridos y cadáveres. De acuerdo con la sentencia del Consejo de Estado, los soldados a las afueras de Gutiérrez “fueron abandonados a su suerte”, razón por la cual el coronel Charry Solano y otros oficiales fueron desvinculados del ejército. Una sanción disciplinaria que para algunos no fue suficiente. En su declaración, el soldado John Edgar González se quejó: “[los oficiales] nunca tuvieron la intención de enviarnos la ayuda… a ellos no debieron echarlos sino ponerlos presos”.  

 

¿Cómo inició el proceso de hacer la película?

Iván Acosta: Comenzamos la investigación allá en el pueblo, a relacionarnos con las personas que podrían salir en cámara, con los soldados sobrevivientes, con las mamás que viven allá. Ahí se nos fueron cuatro o cinco meses de trabajo. Había que conseguir el dinero para hacer la película. Me reuní como productor ejecutivo aquí, allá, en otro lado, buscando plata. Jennifer es la directora de la empresa productora y se consiguió algo de dinero; el otro lo puse yo. En total fueron unos cuatro meses de investigación, tres de producción y cinco de posproducción que terminaron en febrero de 2024.

 

¿Cómo fue la elección de las personas que iban a salir en cámara dando su testimonio? ¿Qué criterios hubo?

I.A.: No hubo criterios. La gente fue muy querida, nos recibieron muy bien. Hubo gente que nos contaba cosas, pero que no se dejaba grabar. Por una razón: todavía hay temor. Una mujer nos dijo: “Yo les cuento lo que quieran, pero no me graben ni me nombren porque puede que nos estén mirando de allá arriba”. Allá arriba es el páramo de Sumapaz. Entonces, los que salen en cámara son los que quisieron salir. A los otros les dije: “No se afanen, nos interesan sus testimonios y si no quieren salir, no van a salir”. Y respetamos eso.

 

De la relación con la gente del pueblo, ¿qué fue quedando como compromiso?

I.A.: Mientras más avanzábamos en la investigación, la historia se fue poniendo más envolvente, más interesante, y yo me fui comprometiendo más con la gente. Y me decía: “esto hay que contarlo, que lo sepan en toda parte”. Creo que en este momento de la historia del país nos hemos vuelto un poco olvidadizos e insensibles con el sufrimiento de los demás. Y como te dije, este documental se propone sensibilizar.

 

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Uno de los hechos más cruentos ocurridos en aquel asalto fue el ajusticiamiento aleve del que fueron víctimas, al menos, cinco de los 38 soldados muertos. Tal como contó Iván Acosta, pasadas varias horas de combate, agotadas las municiones, el puñado de combatientes de la compañía Texas II que seguía con vida le hizo saber a los guerrilleros que se rendía. Los guerrilleros dijeron que salieran, que se entregaran, que les iban a respetar la vida. Y fue que no: a los cinco soldados que dejaron el parapeto y que caminaron con las manos arriba los hicieron arrodillar, les dispararon a los testículos y los dejaron vivos unos minutos para que sintieran el dolor. Luego, les pegaron el tiro de gracia. Uno de los sobrevivientes declaró a la revista Semana que, escondido dentro de una zanja de un cultivo de papa, había escuchado a una guerrillera ufanándose de su salvajismo: “Comandante, a ese hijueputa lo hice sufrir hasta que se desangró”.

            Hasta el año pasado, apenas siete familias de las de los 38 fallecidos habían sido incluidas en el registro de la Unidad de Víctimas, es decir, el Estado ya las reconocía como víctimas indirectas. De los soldados sobrevivientes solo habían aparecido ocho y a dos de ellos les habían negado el ingreso. De otros 22 no se sabía nada. Este año las cifras no son distintas.

            Es claro que la Ley de Víctimas o 1448 de 2011 en su artículo tercero reglamenta que los integrantes de la fuerza pública puedan ser considerados víctimas del conflicto armado. El requisito central es que hayan sido víctimas de graves infracciones al Derecho Internacional Humanitario, como por ejemplo haber sido atacados con armamento no convencional por su efecto indiscriminado. Este lineamiento ya es suficiente para que los casi sesenta soldados del caso Gutiérrez puedan ser registrados en la Unidad como víctimas del conflicto armado, sin importar que hubieran resultado heridos o no, muertos o no. También es claro que los cinco fusilados con tiros de gracia, tras haber sido torturados, fueron víctimas de crímenes de guerra.

            La investigadora en derechos humanos Jennifer Navarro, estudiosa del caso Gutiérrez, me explicó por teléfono que si a dos soldados les negaron el registro en la Unidad de Víctimas podía haberse debido —“suele suceder” fueron sus palabras— a que estos soldados entregaron sus testimonios sin haber incluido detalles definitivos como que fueron atacados con armas no convencionales como los cilindros-bomba. “Quizás les faltó asesoría o no fueron bien asesorados”. Añadió que los sobrevivientes que se habían enterado de este proceso y no habían querido presentarse ante la Unidad, muy probablemente, se debía a que no creían en el Estado o en la ley 1448. “Eso pasa, muchas de las víctimas en este país no creen en que el Estado vaya servir de algo”. Remató su exposición diciendo que había otro grupo de sobrevivientes a los que no habían podido contactar, nadie sabía dónde se encontraban y, seguramente, no estaban enterados de nada. “Así que todas estas cifras pueden cambiar o van a ir cambiando. Por ahora van cinco de los que se sabe que fueron asesinados con tiros de gracia, pero esa cifra puede aumentar”.

 

Una de las emociones más evidentes que expresa el documental es el sentido del abandono que permanece en los sobrevivientes. La investigación judicial no encontró razones que justifiquen el hecho de que las autoridades militares no hubieran reforzado a los soldados en Gutiérrez. Y hoy, pasado todo este tiempo, ocurre que el Estado tampoco ayuda mucho acogiéndolos como víctimas del conflicto armado. Es un claro sentido del abandono.

Iván Acosta: La investigación nos mostró cosas. Las secuelas no son solo físicas. Es verdad que hay sobrevivientes con grave sordera, otros con quemaduras, otros con esquirlas dentro del cuerpo que nunca les pudieron sacar. Y, sin embargo, la secuela principal es el abandono social. Hay sobrevivientes que no consiguen empleo por sus afectaciones físicas. A otros que no tienen afectaciones físicas tampoco les dan empleo, porque en sus hojas de vida dicen que estuvieron en la guerra y los empleadores investigan un poco y se dan cuenta de que estos exsoldados pasaron por momentos traumáticos como ver morir a sus compañeros. Y esto es suficiente para que los consideran desequilibrados o proclives a serlo. Es como si dejaran de ser humanos. Como si la sociedad los convirtiera en estorbos. No importa que traigan cartas medicas diciendo que están bien. En este desencuentro se ve una soledad dura.

 

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Además del trámite con la Unidad de Víctimas y del fallo del Consejo de Estado que condenó al Ministerio de Defensa y al Ejército Nacional, los soldados que sufrieron el asalto a Gutiérrez notaron que el episodio no fue incluido en el informe final de la Comisión de la Verdad y que, por ahora, no ha sido tocado por la Justicia Especial para la Paz, JEP, a pesar de que las organizaciones civiles que agrupan a familias y exmiembros de la fuerza pública hubieran entregado su informe en el 2020. Esperan que haya una oportunidad en el macrocaso 10, abierto recientemente para agrupar los crímenes no amnistiables —de guerra y de lesa humanidad—cometidos por las Farc.

            A la comunidad de Gutiérrez no deja de parecerle injusto que su municipio no haya sido incluido dentro de la lista de los municipios Pdet, a pesar de que durante toda la década del noventa debieron soportar la presencia amenazante de la guerrilla de las Farc y fueron víctimas de cinco asaltos, incluidas tres tomas de la cabecera municipal. “Esto que pasa con Gutiérrez es muy raro”, dice Jennifer Navarro, dejándose ver paciente y comprensiva. “Puede ser el ejemplo de que al sistema de justicia transicional todavía le falta mucho camino”.

 

¿Qué dicen los sobrevivientes de que hasta el momento la JEP no esté trabajando este caso?

I.A.: Hay uno que dice: “No les importamos y seguimos nuestra vida como nos ha tocado. Dimos nuestra salud, nuestra integridad. Entregamos la vida de mis hermanos —así les dicen a los compañeros soldados— Y ¿en nombre de quién? ¿Por qué nos tocó a nosotros?

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