Texto: Laura Rodríguez Salamanca
@Lrodrguezs1
Ilustración: Daniela Hernández
@Danielailustra
La tierra de los almendros
Van cinco siglos de violencia contra el pueblo Zenú. Sus actuales sobrevivientes ocupan el histórico territorio que fue arrasado por la conquista española. Asediados por todos lo grupos armados vigentes en Colombia, solo esperan que el Estado cumpla sus compromisos.
¡Brrrum, brrrum! ¡Traca, traca, traca! La moto traquetea, salta, se embarra y, por momentos, creo que estamos a punto de caernos encima del pantano rojo. Es época de lluvias y la humedad se siente hasta en la punta del pelo. El mototaxista esquiva zanjas y estiércol de cebú, pasa por encima de ramas atravesadas, sube por tramos de placa huella y supera arroyos que le dan nombre a las veredas.
En contravía pasan otros mototaxis con pasajeros y carga: yuca, ñame, azadones y palas. Cuando sacudo la cabeza saludando, ninguno contesta. Todos rehuyen a mi mirada y a la de cualquiera. Y el mototaxista me explica la razón: pocos foráneos visitan El Bagre por esos días. Cuando lo hacen, los vecinos se dan cuenta de inmediato y desconfían: piensan que son mineros, empresarios de quién sabe qué mercancía o, peor, periodistas que buscan lo que no se les ha perdido.
Después de media hora de camino, nos toca hacer una parada. Un camión se enterró en el pantano y está obstruyendo el paso. Mientras el conductor lucha con la cabrilla y la palanca de cambios, los vecinos salvan la valiosa carga: una nevera nueva.
Voy hacia el resguardo zenú de Los Almendros y el camino está trazado por carteles blancos: “Un atentado contra la Misión Médica es un atentado contra usted”, “El Bagre, territorio de paz”, “La Defensoría del Pueblo pide respetar la vida de los civiles en medio de las confrontaciones armadas”. Estos carteles se dejan ver cada diez minutos y en los intermedios encuentro casas de madera tosca, a medio pintar, con techos reforzados con plástico negro. Casi ninguna, habitada.
Ya nos habían advertido. Anoche Pablo David, el fotógrafo que me acompaña, llamó a un colega suyo de la Agencia Francesa de Noticias (AFP) pidiéndole recomendaciones de seguridad. “¿Está en el pueblo fantasma? —le dijo—. Hace como dos meses se fueron unas 700 u 800 personas de allá. El editor no nos dejó ir, por la inseguridad”.
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El resguardo zenú de Los Almendros se encuentra a una hora del centro de El Bagre, en la región del Bajo Cauca antioqueño. Es una zona que en los últimos años ha padecido un aumento de los homicidios y, en general, el agravamiento de la violencia. Según datos de la Policía Nacional, citados por la Defensoría del Pueblo, en el 2018 hubo 45 asesinatos en El Bagre, mientras que en 2017 hubo 11. Para 2019 la cifra fue de 37.
El Bagre es un municipio de unos 1.500 kilómetros cuadrados —la misma superficie de Bogotá— pero con apenas 51.862 habitantes. Su economía está basada en la minería de oro. De acuerdo con datos de la Agencia Nacional de Minería, entre enero y septiembre de 2019 se extrajeron legalmente casi 58.000 onzas, que junto con las 225.000 producidas en los municipios vecinos de Segovia y Remedios, completaron un tercio de la producción total nacional.
Después de que la guerrilla de las Farc saliera de la región en 2017, El Bagre se convirtió en área de disputa entre los neoparamilitares de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) —“Clan del Golfo”, para el Gobierno— y la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Más tarde, a mediados de 2018, también entró a esta guerra una disidencia de las AGC conocida como el Bloque Virgilio Peralta Arenas (BVPA), denominados por el Gobierno como “Los Caparros”-
El interés de estos grupos por El Bagre se debe a que su ubicación es clave para el tráfico de cocaína, pues está conectado con el Urabá, con el sur de Bolívar, con la costa norte colombiana, y tiene rutas que conectan con la frontera venezolana.
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Luego de dos horas en la mototaxi, llegamos a la escuela del resguardo: una casa blanca de símbolos patrios desdibujados, excepto un sombrero vueltiao, el máximo ícono de las comunidades zenúes, que está a todo color. La escuela está custodiada por una cerca de alambre, tres gallinas, un matarratón y cuatro vacas. Robinson Benitez, el cacique del resguardo, nos recibe con una sonrisa que achica sus ojos, haciéndolos parecer chinos.
—Bueeenos días —dice, lentamente, con acento sabanero.
Nos conduce a su casa y nos invita a una taza de café bajo la sombra de un algarrobo. La taza hierve, pero el café alivia la insolación.
—¿Ustedes vienen de Bogotá? —pregunta—. Eso es muy lejos, ¿verdad? Aquí vienen funcionarios de un lado y otro a llevarse nuestras inquietudes, a escuchar las necesidades. Pero se van y si uno no está llame y llame, se olvidan de nosotros.
Un par de minutos después se nos une una mujer, que puede tener unos 60 años. Recarga energía con el tinto. Dice que ha caminado una hora a pleno sol por entre el monte. Y nos pregunta que si venimos de Bogotá.
—¿Ustedes son los de la reunión?
Creo que la reunión es la entrevista que había acordado con el cacique Benitez días antes, cuando lo conocí en Medellín y le prometí venir hasta aquí. Él mismo nos ayudó a coordinar el transporte, que se le debía encargar a alguien de su entera confianza por la situación de seguridad en la zona.
Pero parece que no. Mientras recorremos el resguardo, más me confundo. La gente nos ve —al fotógrafo y a mí— y le repite al cacique lo mismo: ¿Ellos son los que van a hacer la reunión? ¿Ellos son los que vienen de Bogotá? Cuando Robinson lo niega, nos miran decepcionados. Ocurre con Ana, una mujer de ojos grandes, de ascendencia zenú y embera eyabida. También con otro miembro de la gobernanza del resguardo y con un par de ancianos que se protegen del sol en un ranchó de tablones.
Solo hasta que pasamos el puente de tablas que atraviesa la quebrada Las Negritas, Robinson nos cuenta lo que ocurre.
—Anoche, y es la tercera vez que pasa, el veterinario del SENA que tiene que hacernos la capacitación del ganado me llamó para decir que no venía. Eso es lo único que nos falta para empezar el proyecto productivo que nos dieron porque nosotros perdimos mucho en el conflicto. Desde el año pasado estamos en las mismas, con la plata en la cuenta, pero no podemos invertirla si no viene. Y ese ganado sirve para que podamos permanecer en el territorio.
Pero este incumplimiento es solo el más reciente de una centenaria cadena de abusos y explotaciones que se remontan a la conquista española.
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—Los viejos de nosotros se movilizaron como en 1955 para Antioquia. Venimos nacidos de Sotavento, pero nos acabamos de criar por aquí. Estuvimos unos años en Caucasia y luego nos vinimos pa’quí. Entonces mi papá se ubicó en este territorio, que era tierra baldía. Compró un pedazo de monte que él había tumbado —dice José Montalvo, casi 70 años, uno de los mayores del resguardo.
—¿Por qué se vinieron para acá?
—Ellos cuentan que mi papá no tenía tierra en donde trabajar. Aquí la tierra producía plátano y eso le gustó. En cambio, allá tenía poquita y no daba para sostenernos a todos, que estábamos pequeños. Así que se quedó aquí y aquí nos dejó. Éramos nueve hermanos.
—¿Y los nueve se quedaron?
—Al principio sí, pero después con la vaina de la violencia se fueron unos para el pueblo. Pero nosotros preferimos quedarnos. Si arrancamos pal pueblo vamos a sufrir más. Al menos aquí tenemos un poquitico de acción, pero afuera no —responde con la cabeza gacha.
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Como cuenta Rubén Hernández, cacique del resguardo El Noventa, el pueblo indígena zenú nació en el territorio bañado por los ríos Sinú, San Jorge, Magdalena, Cauca y Nechí, una región hermosa, plana y fértil. Fueron tan importantes en la época precolombina que, doscientos años antes de Cristo, empezaron a construir un sistema de canales y drenaje que les permitía controlar las inundaciones y adecuar la tierra para cultivos y vivienda. Pero por estar situados en una zona plana, fueron fácilmente sometidos y esclavizados por los conquistadores españoles. A diferencia del pueblo embera que sí pudo huir hacia las partes altas de las montañas.
En 1773 la Corona Española les escrituró un terreno de 83.000 hectáreas entre lo que hoy son los departamentos de Córdoba y Sucre. Allí constituyeron el resguardo San Andrés de Sotavento. A principios del siglo XX, el Estado disolvió algunos resguardos coloniales en toda Colombia entre los que estaba el zenú, con el argumento de que ya no había ‘indios’, porque habían perdido su lengua. Hacia los años cincuenta, en medio de la violencia partidista, “los terratenientes empezaron a arrinconarlos y a quitarles esas tierras. Muchos salieron huyendo y se dispersaron porque los habían expropiado”, dice Hernández.
No se sabe cuántos llegaron a las zonas apartadas del Bajo Cauca, pero lo cierto es que al dispersarse y no expresarse en lengua propia, empezaron a ser reconocidos con una identidad campesina, no indígena. La comunidad de Los Almendros nació en ese desplazamiento. Hasta este lugar llegaron siete familias que, con el paso del tiempo, se fueron reconociendo a sí mismas como zenúes y se unieron para gestionar su gobernabilidad, recuperar sus costumbres, rituales y adquirir herramientas que les permitieran conservar el territorio. Hacia 2005, estas familias juntaron sus tierras y las donaron a la comunidad para darle vida a su propio resguardo. En 2009 lograron la titulación colectiva por parte del Estado. Hoy suman más de 280 personas.
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Petronia Montalvo es hermana de José. Pero no llegó al resguardo con él, sino años después cuando una tía la sacó de San Andrés de Sotavento. Tiene 76 años, pero pocos surcos en las manos y solo un par de canas se asoman en su cabello negro. Está sentada con su hermana, Antonia, en una esquina observándome con curiosidad mientras converso con los demás. Entonces me le acerco y me dice:
—Sí, es verdad que uno en el campo está como más bien. Las veces que se metió la violencia esa, nos fuimos toiticos a pie pa’l Bagre, con todos esos pelaos apenas con la mera ropa en el cuerpo. Y allá, todas las veces que hemos ido nos ha tocado aguantar hambre. Por eso siempre volvemos cuando está bueno. Uno por acá se crio, siembra yuca, plátano, cría a sus marranitos y sus pollos para la liga. A veces le he dicho a mi marido: “ay, construye un cambuche en otro lado. Yo no vengo más por acá”. Pero luego me arrepiento porque ¿cómo vamos a dejar la casita?, ¿cómo vamos a dejar que se la coma el comején?
Cuando ella termina de hablar, José me susurra algo:
—Hasta ahorita ha estado quieto porque los demás grupos armados no han llegado todavía. Pero hay muchos rumores de que van a entrar.
Además de hacer parte de un municipio priorizado dentro de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), el resguardo Los Almendros fue declarado por la Unidad de Víctimas como sujeto de reparación colectiva. Sin embargo, de las cuarenta medidas de reparación que, según Robinson, fueron concertadas con el Estado solo se ha cumplido una: volver a celebrar el “Festival del bollo”, que había dejado de realizarse, como muchas otras reuniones, por miedo a los enfrentamientos armados, y que es un evento que los conecta con sus raíces y reivindica su identidad indígena.
Las demás —entre las que se cuentan, por ejemplo, la reactivación económica de las mujeres a través de la artesanía, el reconocimiento y la siembra de sus semillas tradicionales y la construcción de un puente y una placa huella— están en veremos, mientras que las necesidades de la comunidad apremian.
El mayor deseo de Robinson y de los zenúes de Los Almendros es que la próxima moto que llegue, que atraviese el camino de barro y arroyos, sea la que traiga el veterinario que les va dar capacitación. Han pasado más de seis meses y nada que viene.
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