Falta otro en el barrio Una charla con Leonard Rentería

Falta otro en el barrio

Texto

Felipe Marroquín

Ilustración

Ángel Balanta

Julio 10 de 2020

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Falta otro en el barrio

Una charla con Leonard Rentería

Vivir en el extremo de la indignación. Respirar el oxidado aire de la zozobra. Estar dispuesto a denunciar que la comodidad de los otros es a costa de la opresión suya y de su gente. Levantar la voz en el puerto de Buenaventura es un acto de coraje y resistencia.

La pregunta era de esas que se vuelcan a medio camino, colisiona, se corta por pedazos, no sale de tirón:

—¿No te da miedo que te maten?

—Pues mira —dice pausado— no tengo el miedo que cualquiera tendría para hablar; uno aprende a manejar el equilibrio de ese miedo. Y yo lo que he hecho es tener control de ese miedo para que no me silencien.

***

En Buenaventura hay casas elevadas sobre el mar pacífico, ancladas a estacas de maderas húmedas. Calles arenosas con el barro hecho bolas hasta el cuello después de un aguacero. Perros flacos con sus hocicos olisqueando la basura; husmeando el aire de los barrios bravos hasta que los crujidos de las balas se cruzan y los desorientan. Chicos descalzos pegándole a un cuero medio inflado, señalando con sus dedos y con la mirada puesta hacia los cielos porque alguien acaba de hacer un gol, pero el juego debe terminar antes de las cinco de la tarde porque después del último pitazo, en las esquinas de ese césped de barro, llegarán civiles armados, pondrán separadores de cemento como fronteras, y luego los gritos y festejos desaparecerán, se esconderán, las tribunas callarán.

Hay una guerra en Buenaventura, a 127 kilómetros de Cali. Truenan los fusiles.

Todo arde:

—La situación me puede traer muchísimas cosas, pero estoy convencido de que toca seguir resistiendo. Agachar la cabeza no tiene sentido.

Dice Leonard Rentería, un negro bonaverense que promueve los derechos humanos. Sus 30 años encima. Su barba cuidada. Se hizo conocer por enfrentar a Álvaro Uribe cuando éste fue a promover el “No” en el Plebiscito del Acuerdo de Paz. Y hace unas semanas volvió a hacerlo, con mucho ímpetu y tesón, al responderle a una periodista que le había cuestionado las protestas por bloquear el puente El Piñal:

Te voy a decir una cosa. Me parece justo que nos tomemos las vías de hecho. ¿Y sabes por qué? Porque mientras ustedes están en la comodidad de su casa, comiendo rico, viviendo bien, tranquilos; nosotros —los que movemos el puerto, los que trabajamos acá— no tenemos buen pago, condiciones de vida, vivimos en la pobreza, y entonces les parece que está mal que nosotros taponemos para que ustedes nos puedan prestar atención (…) Por lo que acabo de escuchar, a ustedes lo único que les interesa es que la mercancía entre y salga, pero ¿quién piensa en los negros y en las negras, en los indígenas, en los mestizos que están acá trabajando para que ustedes tengan todo en la comodidad de sus hogares? ¿Quién piensa en eso?

Y justo en ese mañana, los colombianos no cambiamos la frecuencia como por costumbre lo hacemos.

***

Leonard empezó a contarme que hace falta otro en el barrio, que hace unos días, cuando llegó a su casa, su hermana le contó que habían matado al muchacho que saludaba siempre. Lo hallaron muerto de cuatro balazos.

Alex, su amigo, había huído de Venezuela hacía dos años para encontrar, antes de la muerte, el amor de su vida en una bonaverense. Alex trabajaba en un lavadero de carros y cuando no había que lavar mucha lata se iba a la lavandería; o si estaba muy mala la paga lo encontraban en los astilleros para ayudar a mover el pescado o cargar tantas otras cosas.

 —Más arriba hay otro barrio que se llama El Porvenir —me cuenta Leonard—. Alex se movilizó hacia allá. Y tú sabes estamos en un momento muy complejo de que no se puede cruzar a todos los lugares.

Leonard no pudo ir a velar a su amigo dos barrios más adelante; ahora se lamenta porque caminar es difícil en medio de una guerra local por miedo a no estar “metido en una caja a costa de balas”.

***

—Nosotros en el Pacífico tenemos la costumbre de despedir a nuestros muertos, ¿no? Por ejemplo, cuando mi mamá murió hubo una situación particular: nosotros pudimos velarla en la casa y activar el ritual, pero cuando mi papá murió esa opción no se dio. Porque como estábamos en una violencia super fuerte —dice— estaba super pero super fuerte, entonces teníamos que decidir qué hacer y nos tocó velar a mi papá en una funeraria. Porque precisamente la gente que podía asistir al velorio en nuestra casa pues no iba a venir porque era una zona de conflicto.

Al fondo ladra un perro desesperado.

Son más de las seis de la tarde. Leonard, entusiasmado, me cuenta que a esta hora la gente de las comunas cinco y siete —por nombrar algunas— debe estar dentro de sus casas:

— Tú vas a la siete, donde nací y crecí, y a esta hora es muy difícil encontrar gente en la calle. Las personas tenemos unos vetos para movernos en algunos lugares.

Hay, dice Leonard con su tono bajito, gente que no sabe qué grupo armado está en su barrio. Y si alguien cruza, muy astuto, la delgada línea de un barrio contrario “pues eso trae repercusiones para su vida”.

—Y según me enteré, Alex se movió hacia otro barrio que no liga con el grupo que está a los aledaños del nuestro y ahí fue…

Dice, y su tono de voz se descuelga.

Solo en el mes de enero de este año se registraron 21 asesinatos. Y 907 familias —unas 2.186 personas— cerraron las puertas de sus ranchos, y encorvados por cargar sus trastos en la espalda, caminaron para irse a otra parte.

Entonces Leonard dice que todos los días es como si “nos estuviéramos despidiendo porque no sabemos qué viene”, y empieza a tararear una canción y le digo qué cómo dice la letra; él se anima y canta un par de líneas:

Hoy falta otro en el barrio
¿Qué pasó?
¡Vino la muerte a buscarlo!
Hoy falta otro en el barrio
Y de sus brazos no pudieron quitarlo…

Yo asumía que Leonard junto con los jóvenes de Buenaventura la habían compuesto y me dice que no, que esa canción es de El Roockie, un panameño, y yo muy avergonzado me callo.

Ya luego me explicará que la canción tiene doble sentido:

—Acá siempre se pone esa canción cuando asesinan a alguien y, también, cuando vemos a un chico que cae atrapado, seducido, por alguna de estas bandas y dispara contra alguien y todo eso.

Alex recién cumplía 18 años.

***

Ya pasaron más de diez años desde que se desmovilizó el bloque Calima de las AUC, pero en los últimos años se habla de bandas ilegales como La Local, La Empresa que mantienen a raya a los lugareños. Cuentan que La Local se dividió en dos grupos —Shotas y Espartanos— y ahora su duelo es a muerte. En las últimas semanas hay golpes fuertes por parte de las autoridades, pero la fila india en toda organización criminal no se rompe: donde el jefe deja su lugar el muchacho que cuidaba su espalda pasa a ocuparlo y así sucesivamente: siempre buscando dar la espalda.

Los grupos ilegales están en diez de las doce comunas, y su fin es el microtráfico, extorsiones, narcotráfico, y así pelearse las entradas y salidas al mar. 170 mil personas están en peligro.

***

—Aquí hay rabia, impotencia. Tú sabes, cuando la gente está en la etapa de la juventud están acostumbrados a moverse, ir a las canchas a jugar fútbol, y con todo esto hay mucha limitación.

Leonard me habla un poco acelerado y repite “hay rabia, incluso se sienten desprotegidos”.

Él se refiere a los jóvenes de Buenaventura. Le pido que me cuente una historia con alguno de los chicos que no se le haya ido de su memoria, de esas historias que te marcan —le digo— que vuelven una y otra vez:

—Pero no te voy a decir su nombre —dice Leonard—. Miré en el estado de WhatsApp del chico un emoticón de llanto, donde escribió al final “Ya nada tiene sentido”. Entonces, le pregunté y el muchacho me respondió que sí, que ya no le encontraba sentido a la vida, que hay mucha injusticia. “Buscamos oportunidades pero no las encontramos y los otros que están haciendo lo malo pues consiguen las cosas con facilidad, Leonard”.

—¿Y qué edad tenía?

—17 —dice y yo me quiebro—. De lo que llevamos de marzo —continúa— se han suicidado seis personas, en su mayoría jóvenes. El mes pasado fueron dos. Y a inicios de años se presentó otro caso.

—No hay opciones —le digo.

Él resopla, calla y me dice:

—Es que es duro, muy duro, ser joven en Buenaventura.

***

Una mañana, los muchachos se paran por fuera del círculo hecho sobre la calle de tierra, el cual encierra tres canicas que deben ser golpeadas tres veces. Pero el muchacho del primer turno se queda con la boquita abierta, ahogando la canica con su mano izquierda, mientras dos hombres pasan en motocicleta empuñando armas de fuego y con la mirada de sentirse autoridad. En la mayoría de las comunas los menores conviven con ellos porque son vecinos de sus mismas calles. Y allí, bajo un sol tremendo, les muestran desde lejos un helado de sabor a frutos rojos, y así los convencen en ser sus “campaneros”. Los más decididos de éstos se arman con un revólver y cargan un canguro lleno con cartuchos. Ya para este momento, el muchacho es uno de la banda.

Después Leonard me explica su análisis: resulta que los papás de los jóvenes, en ocasiones la mayoría, no son tan tolerantes y creen que sus hijos no buscan qué hacer o no tienen aspiraciones. Claro que él entiende el desespero de los papás por las necesidades básicas, pero que muchas veces los empujan, sin comprender, al caos que hay afuera y ahí es cuando caen seducidos por las bandas.

—La presión en el hogar es muy fuerte. Te digo: cuando yo era adolescente y yo andaba al principio en todo este tema de las danzas y eso, llegaba momentos en que mi papá me decía que dejara de estar perdiendo tiempo en eso y que buscara pa´ trabajar y hacer algo.

—¿Y qué hiciste?

—Pues obvio muchas veces me tocó salir con él a pescar. Porque a mí me tocó ser pescador desde muy niño para poderlo ayudar a él.

Y María del Socorro Vallecilla —la mamá de Leonard— se paraba en la puerta de la casa y le decía a Eulises Rentería:

—Ya vendrá el tiempo para que él pueda trabajar. Déjelo terminar sus estudios.

Leonard me habla con interés. Dice que entendió la presión de su papá porque quería un apoyo más “pa´ la casa”, para que lo poco que hacía rindiera y hubiera más posibilidades de resolver con facilidad.

—En jóvenes muy débiles, los grupos ilegales se aprovechan de esa situación.

Me dice Leonard en un tono como si no lo creyera, pero al final tanto él como yo creemos que pasan estas cosas, y pese a todo es difícil de creer.

***

La mayor fuente de trabajo en Buenaventura es el puerto. Pero no todos se emplean allá.  La ecuación es obvia: un puerto es igual a desarrollo. En el 2020 el gobierno recibió poco más de 185 mil millones por contraprestaciones portuarias, y aún así la pobreza en Buenaventura es del 80 por ciento de la población, me dice Leonard.

Y aún así, mueve cerca del 50 por ciento del comercio exterior. Mientras hay consumo para el resto del país, los 350 mil bonaverenses no lo tienen.

A Leonard se le nota la audacia de sus acciones por su tierra. No se queda con nada. No para de moverse. Todos los días hace algo para buscar la manera de que la gente tengan lo que necesita: vivir dignamente.

—A mí parece curioso, muy curioso, que siempre ocurran hechos complejos de violencia en zonas que están proyectadas para desarrollar actividades económicas. Porque si tú te pones a mirar —me dice— antes de estar el terminal de contenedores se presentó una ola de violencia. Demasiada casualidad, ¿no?

Leonard, con su acento de pura tierra del pacífico, me dice que ahora recuerda que desde los 13 años está haciendo activismo y yo le pregunto si eso sirve para algo, y él me dice que sí, que cree en lo que hace porque busca reivindicar los derechos de Buenaventura. Pero ya estamos hablando de su niñez, y Leonard la recuerda con una palabra:

—Solidaridad. —Y entonces me explica: —Yo recuerdo de niño que siempre a los adultos mayores se les decía abuelos y a los más jóvenes tíos, así no pertenecieran a nuestra familia. Y en mi casa, que estaba sobre el mar, había puentes de madera que conectaba con otras casas, y cuando los puentes se caían todos los vecinos se ponían de acuerdo para buscar los recursos y arreglarlos. Si alguna casa se caía, pues los vecinos venían un domingo para ayudar.

—¿Y qué soñabas cuando eras niño?

—De niño uno tiene los sueños así, de querer ser superhéroe, ¿no? Pero yo siempre decía querer ser policía. —Suelta una risa y dice que eso desapareció: —Pero gracias a Dios encontré la Psicología.

—¿Por qué Psicología?

—Porque mi familia y yo habíamos vivido muchas situaciones, y yo en un momento dije: necesito una carrera que me ayude a sanar porque, no te puedo negar, en algún momento mi vida tenía situaciones de rabia, odio y todas esas cosas.

—¿Y si te ha ayudado?

—No estoy perfecto —dice con la voz muy armoniosa— pero encuentro el equilibrio y he aprendido a manejar las emociones, entender el mundo y tratar de humanizarme un poquito más.

Pero yo quiero saber si esa Buenaventura de cuando corría de niño es la misma a la de estos días, y Leonard me dice que no: cómo no extrañar jugar tranquilamente en los barrios, poder parcharse con sus paisanos en la esquina, ir a alguna fiesta, poder despedir a sus muertos como se debe.

Y la solidaridad de la que hace un rato me hablaba, cuenta que la gente ya no la tiene.

—¿Te olvidarías de Colombia, si crees que Colombia está olvidando a Buenaventura?

—No —me contesta despacio con palabras que pesan y le pesan—, no tendría sentido. Yo pienso que si Colombia nos está olvidando es nuestro deber acercarnos más al país. Porque Buenaventura es cultura, dice, es sabrosura. Buenaventura es amor y también felicidad a pesar de que el Estado nos olvide y poco nos da.

Leonard agrega:

—Buenaventura resiste. Buenaventura sigue caminando, no se detiene nunca, hasta su meta ir llegando. Buenaventura es el paraíso que todos han olvidado. Buenaventura es una parte de Colombia en nuestro Estado. Buenaventura le ha dado a este país mucha riqueza y a pesar de eso nos tienen en la pobreza. Buenaventura necesita que todos la miremos y que entre todos los colombianos la transformemos, porque una parte de la bandera de Colombia es Buenaventura donde solamente no tenemos cultura y que a pesar de los errores nos seguimos levantando; esa es Buenaventura: mi tierra querida por la que estoy dispuesto a dar mi vida.

Leonard usa un collar Elegguá de pepas rojas y sus muñecas forradas de manillas.

Elegguá es una energía de la naturaleza que pertenece a la religión Yoruba. Me cuenta que anda con su collar porque así lo protegen las orishas de sus ancestros.

—Una orisha que abre y cierra los caminos. A ese dios siempre le encomiendo mi camino.

Leonard se abre caminos hace cinco años, también, con dos escoltas y un carro blindado puestos por la Unidad Nacional de Protección. Pero dice que andar así es un desafío porque el otro día yendo a Cali se les apagó el carro, y que él les advirtió para que le cambiaran ese carro:

—Pero les da igual. Te aseguro que si hubiera sido otra persona, seguramente no afro, con otro poder, el problema estaba solucionado.

—¿Y te sientes protegido?

—¿Protegido?

***

Leonard me dice que va a salir de su casa, que ya es hora de compartir con su hermana y sus tres sobrinos antes de que sea más tarde.

—¿Y para dónde vas?

—Pues la única opción que hay es ir al parque. Es como el lugar donde uno puede estar tranquilo, como libre.

Leonard se levanta de la silla y antes de salir de la casa, justo antes de las ocho de la noche, cuelga una llamada a larga distancia.

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