El mundo detrás de los muros

Texto: Felipe Marroquín

@fiebredefelipe
Ilustración: Angélica Jhoana Correa Osorio
@aaangelic_

El mundo detrás de los muros

¿Hasta qué punto la nueva normalidad es una suerte de paranoia? La vida en las calles de Bogotá ha sufrido mutaciones. Por ahora nadie sabe si serán temporales. Pero el efecto en las personas, quizás, sea indeleble.

Las ciudades latinoamericanas están detenidas en el tiempo. Por estos días, los 629 millones de habitantes de la región creemos estar amenazados por el covid-19. Las ciudades empezaron a diluirse.
       Por culpa de un virus, las sociedades se transformaron: en la avenida 9 de julio, en Buenos Aires, no hay nadie que disparara el flash por delante del obelisco. En las calles de Santiago de Chile el fuego de las protestas ciudadanas se extinguió. En La Paz las elecciones presidenciales se aplazaron. En Bogotá, el tráfico dejó de ser lo que era: pitos y cornetas, apiñamientos y bullicios, alaridos y lamentos, obstáculos y líos.

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Dos mujeres caminan por el andén angosto. Los tacones repican contra el concreto mientras se acomodan las caretas de acrílico: un auxilio en tiempos de pandemia.
        —Qué Dios nos tenga en su misericordia —dice Estela. Treintaytantos. Asistente administrativa de una aseguradora. Me cuenta que todo el mundo se mira, se evita, que son otros tiempos, que mire nomás “el problema está aquí afuera, en el mundo”, que cuidado alguien tose, que hay mucho miedo, mucha incertidumbre, que esto va a empeorar si no se toma en serio. Y repite—: Muy en serio.
        Desde que entramos en cuarentena los viernes se extraviaron. No son, como tiempo atrás, el día más esperado de la semana. Sin importar qué diga el calendario, todos los días parecen iguales, salvo algunos vivos que aseguran la parranda cada viernes sin que les preocupe el contagio.
       Son tiempos donde nos piden #Quédatencasa, pero para muchos no es fácil. Rosa tiene una cara gruesa, algunos dientes y el resto es pura saliva en su encía. Rosa tiene un carricoche de dulces con que se gana la vida sobre un andén que ahora nadie lo desfila. Me pregunta:
       —¿Cómo voy a salir con ese tal virus que nos vienen pegando? ¿Ah? Rosa se lamenta.

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Según cifras del Dane, hay 5,7 millones de colombianos en trabajos informales, que vienen a ser el 47 por ciento de la población trabajadora del país. En Bogotá el 41,7 por ciento de la gente que trabaja es informal. Es decir, no salir de casa les representa pérdidas diarias, en promedio, de 50.000 pesos. Para épocas de confinamiento no comprar la alimentación básica y los implementos de aseo en tiempos de estornudos confirma la desigualdad en su máxima expresión.
       No tienen la manera, no hay cómo saciar las necesidades.
       Dicho de otro modo: hay 6,3 millones de personas con ocupación formal en Colombia. En América Latina hay 140 millones de trabajadores informales y de cada dos ciudadanos con trabajo formal hay una Rosa. Se calcula que al final del año 11,5 millones de personas estarán desempleadas, según el último informe elaborado por la CEPAL junto a la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
       Decía, la desigualdad en ascenso sobre gripes capitalistas.

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La ciudad va tomando formas desiertas mientras los conserjes deforman las palabras del crucigrama. O se la pasan, en su turno, limpiando las puertas con la bayetilla roja y alcohol. Hay persianas abajo, hay cortinas cerradas: el síntoma de no acercarse al “otro”, el miedo a la muerte; cuerpos amenazados por fenómenos que ponen en emergencia a la especie humana.
        —Cuatro horas me tienen aquí sin hacer nada, mi hermano —me dice Andrés, quien maneja un bus de servicio público hace dos años, mientras se pone a limpiarle el polvo a la palanca. Lleva horas parqueado. No sabe qué hacer—. Nos tienen esperando, los horarios se modificaron por todo esto del Covid.
        El sol insiste. Los locales comerciales con sus rejas abajo.

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Al norte de Bogotá la autopista nunca es tan visible —sábado, mediodía— como ahora sin la marcha infinita de vehículos. Antes de la cuarentena, en el mundo se movilizaban más de mil millones de vehículos. En Bogotá, casi dos millones y medio: por cada tres habitantes hay un carro y por cada moto, cuatro carros.

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       —No hemos vendido ni 100.000 pesos —me cuenta Oscar. La escena es rara: Oscar y Alfredo son los encargados de vender gasolina en una estación desolada. Tienen las manos dentro del overol. El guarda, muy tranquilo, pasea el rottweiler.
       —¿Qué hora es? —me pregunta Oscar.
       —Diez para las cuatro.
       —A esta hora ya hemos vendido más de un millón de pesos.
       Alfredo, cuarentón, me cuenta que apenas ha tanqueado a cuatro camiones “cuando normalmente, ya llevaría más cien”.
       —En mi turno yo vendo por ahí unos 1.500 galones. Un promedio de doce millones de pesos. En el día se venden unos cuatro mil, cinco mil galones. Pero hoy solo he vendido unos treinta galones. Ha estado malo, muy malo.
        De repente llega un tractor de 28 llantas. Alfredo me dice que es el primer camión de esta tarde de abril y no da espera. Hay que atenderlo de inmediato “porque un carro de esos consume unos 200 galones”, que lo disculpe y corre a tanquearlo.
       El motor de la bestia ruge en plena estación de servicio.
       A principios de la pandemia, la venta de gasolina en el país cayó un 70%.

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Una pandemia pone en la misma escena a ricos y pobres. Nos iguala. Son tiempos donde nos entregamos a la información de los gobernantes, les obedecemos más o menos, los escuchamos con miedo, les discutimos detrás de la pantalla, nos desesperamos de nosotros mismos. Y nosotros mismos —hoy en día— somos una sospecha.

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       —Hay que orar mucho Carmencita, mucho mija —habla una señora por celular mientras se asoma en pijama por el balcón de su casa.
       El barrio Santa Fe es el infierno sin el fuego entre sus calles: conflictos y amoríos comprados. Los cuerpos de las putas refugiados. Uno que otro travesti se ofrece con temor. Sobre este barrio se levantan casas grandes y chicas, garajes vacíos, fachadas descascaradas, ventanas rotas con trapos color pastel que no cubren casi nada. Solo la sombra fantasmal del hombre sin zapatos y costales a su espalda recorriendo las calles al borde de la dosis.
       Y Chapinero es un hervidero de celdas sin música.

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Gabriel es un viejo canoso. Cumple 22 años en el gremio de taxistas. Me cuenta que hace un año se compró un Hyundai y ahora no sabe cómo pagar la siguiente cuota.
        —Esto del virus me ha jodido. Nomás un sábado me hago 150 mil pesos, por mal que me vaya. Y hoy llevo apenas dos carreras mínimas. —Dos mínimas significan 10.000 pesos—. Apenas Putin se enteró de esta joda, cerró la Rusia, pero fíjese lo que se demoró este pig —dice.
       Lo que produce la información difundida por los medios de comunicación es espanto: lávate las manos frecuentemente, tose con el codo, no te toques la cara, mantén el distanciamiento.
       Hay cien mil contagiados.
       Ahora somos extraños. Podemos llegar a ser, incluso, más extraños.
       Las filas en los supermercados doblan la esquina.
       Las pymes pequeñas, medianas, entregaron sus locales, congelaron sus servicios y suspendieron contratos. La fibra óptica en las casas colapsa, no es suficiente para el teletrabajo, y todos se desesperan por las megas que no alcanzan y por las que alguien, seguro, grita. Confirmamos que, en tiempos de crisis, navegar internet en algún artefacto es nuestra nueva normalidad plana.

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La Línea Púrpura se desborda. Según Medicina Legal, en lo que va de cuarentena, han sido violentadas más de nueve mil mujeres en el país. Eso demuestra que el riesgo que corre una mujer colombiana permaneciendo en su casa es más alto que allá afuera por el Covid-19.
       ¿Eso somos?

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       Sobre la autopista hay policías de tránsito. Hay rostros de jóvenes hundidos en sus manos porque les remolcaron el auto. Hay palomas que salieron de sus nidos y bajaron a la Plaza de Bolívar a paso lento. Hay un mendigo que ruega por una moneda detrás de una reja; al fondo una pareja se besa, indiferente. Hay EPS sin un alma en la sala de espera. O eso veo. Hay un hombre que acomoda las sandías en la plaza. Hay una mujer que recoge el excremento de su perro salchicha. Hay uno, dos, policías que se frotan las manos con gel antibacterial. Hay domiciliarios que no paran de correr, aunque no los dejan ingresar a los conjuntos residenciales. Hay un equipo de un operador de telecomunicaciones bajo una alcantarilla. Hay varios Mcdonalds con aviso cerrado.
       Hay gente haciendo fila en puntos corresponsales para pagar los recibos de luz, teléfono y gas, como la señora Aurora que me dice que no le cree a la alcaldía eso del plazo de diferir el consumo de los servicios públicos; que cómo se me ocurre creer en tal cosa que decretó esa loca. Aurora hace fila para pagar el recibo del gas porque no quiere que se lo corten “porque luego cómo voy a cocinar”. Hay buses de Transmilenio atestados de pasajeros. Hay pupitres vacíos. Hay canchas de fútbol sin juego. Hay columpios que nadie los mece. Hay señores y señoras con tapabocas. Hay señoras y señores sin tapabocas. Hay silencio.
       Hay incertidumbre, miedo, desespero, preguntas, ocio, más preguntas. Hay, sobre todo, bombillos encendidos en todos los edificios. Hay una mamá que le grita a su hijo que se entre; que hace mucho frío; que cierre la puerta con seguro.

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