Texto: Carlos Piedrahita
Ilustración: Angélic-

La soledad de la Mojana

         Llegué a La Mojana en medio del verano inclemente que azota esta región en los primeros meses del año. Las ciénagas que en los mapas se ven pintadas de azul, porque permanecen llenas de agua casi todo el tiempo, son entre enero y mayo extensos descampados de hierba quemada llenos de búfalos y vacas.

         Mi primer destino fue Seheve, un poblado perteneciente al municipio de Ayapel, en el sur del departamento de Córdoba, pero al que es más fácil llegar desde San Marcos, municipio del sur del departamento de Sucre.

 

        A las siete de la mañana, Manuel me recogió en su moto. Aunque apenas salía el sol, los rayos ya golpeaban la piel con la fuerza de los del medio día. El mototaxista vestía chaqueta y un poncho envuelto en la cabeza para proteger todas las esquinas de su piel. Ahora me cuesta recordar su rostro sin el poncho y las gafas oscuras, pero sí recuerdo claramente su voz mientras me explicaba que había épocas en las que los potreros empolvados que veíamos en la carretera podían navegarse en canoa y Johnsons —que es como le dicen a las lanchas de motor—.

Al llegar a Seheve dos horas después y bajarme de la moto, me sacudí la ropa y dejé una nube de polvo amarillo flotando a mi alrededor.

 

        Manuel dijo no recordar que el trayecto desde San Marcos fuera tan largo y duplicó su tarifa. Me tocó pagarle treinta mil pesos, unos diez dólares. Ni protesté; realmente había sido una travesía por una carretera llena de huecos en la que con frecuencia tocó esquivar manadas de búfalos. Así de lejos y de difícil queda Seheve.

 

        A orillas del río San Jorge, uno de los tres ríos grandes que bañan La Mojana, se extiende una comunidad de pescadores y agricultores de unas setecientas personas. En los árboles situados frente al río, la Universidad de Córdoba y el Fondo de Adaptación instalaron hace meses unos letreros que alertan sobre el Cadmio, Arsénico, Plomo y Mercurio, metales pesados que contaminan el río, los peces y los cultivos, y por ende a las personas.

 

        José Rojas, líder comunitario de Seheve, me ofreció un café dulce probablemente hecho con aguas del río San Jorge y comenzó a contarme que su comunidad está muy enferma, muchas mujeres como su esposa han sufrido abortos espontáneos, muchos niños han nacido con labio leporino y presentan problemas de aprendizaje. Para darme una prueba, me llevó de casa en casa presentándome con los pobladores; casi todos se me quejaron de sufrir dolores en las piernas.

Rojas me pidió que grabara y les tomara fotos a dos jóvenes de 24 años, Angie y Miguel.

 

Esta sequía, que los lugareños catalogan como la más grave de su historia, llegó pocos meses después de que hubiera corrido la amenaza de una avalancha por culpa del posible colapso de la represa de Hidroituango.    

        Ambos de familias distintas, pero con una carencia cognitiva similar. Por primera vez, sentí que la cámara me pesaba y casi no logro enfocarlos de frente. Parecía que estos dos jóvenes no sabían hablar o expresarse pero me miraban fijamente y se reían cada tanto sin motivo aparente. Sus mamás decían que era posible que existiera un tratamiento para curarlos, pero que a ellas les quedaba muy difícil llevarlos al médico, que “no les alcanzaban las fuerzas”.

        Días después llegué al municipio de Achí, en el sur del departamento de Bolívar. Allí me esperaba Limberto, un lanchero que dedica la mitad de su tiempo a transportar los niños de su vereda hasta las escuelas de la cabecera municipal; y la otra mitad, a ejercer con pasión el papel de líder comunitario. Me dijo que mi visita le alegraba y me dio un abrazo como si me conociera de toda la vida. Luego, me llevó en su moto hasta su casa en la vereda Palmira; fue un recorrido de quince minutos en el que cruzamos un brazo del río Cauca que, según él, era primera vez en la vida que se secaba del todo, a tal punto que evitamos el puente y rodamos sobre el lecho arcilloso.

 

        Esta sequía, que los lugareños catalogan como la más grave de su historia, llegó pocos meses después de que hubiera corrido la amenaza de una avalancha por culpa del posible colapso de la represa de Hidroituango. En aquella ocasión, mediados de 2018, el ejército, la Cruz Roja y la Defensa Civil fueron de comunidad en comunidad advirtiendo el desastre. Limberto me contó que su madre pasaba las noches en vela llorando, esperando lo peor, mientras él hacía las cuentas de los seis metros por encima del suelo que decían tendría el flujo de la avalancha. Ahora, esa misma represa cerró sus compuertas por tres días lo que redujo el cauce del río Cauca a menos de la mitad. Limberto, a quien le pasa el Cauca por el frente de su casa, solo le ha restado esperar resignado e impotente.

 

        Sumergido en el Cauca con sus manos empujando una pequeña canoa y apenas con los ojos por fuera del agua, vi por primera vez a Christian, el chico de 23 años con ‘piel de plástico’. Dicen que no tiene poros, que no puede sudar y vive en un pueblo donde las temperaturas en un día normal alcanzan hasta los 40 grados, condenándolo a la vida de un anfibio que solo encuentra frescura y calma dentro del agua. A Christian tampoco le salieron nunca sus dientes delanteros, su madre con timidez repite la misma historia de las otras dos mamás: tal vez había tratamiento para él, alguna cirugía, pero ella se cansó de tramitar y recorrer Barranquilla y Sincelejo, gastar su poquita plata en vueltas, para finalmente desistir: las fuerzas no le alcanzaron para más.

 

        Cuando el cronista Juan Miguel Álvarez y el fotógrafo Víctor Galeano se unieron a mi viaje teníamos varias visitas programadas, una de ellas era el regreso a La Isla donde están las comunidades de Palmira y La Primavera. Allí recogimos los mismos relatos, frente a grupos de hombres y mujeres que salieron a nuestro encuentro para contarnos los mismos síntomas, frente al mismo río Cauca cercado por árboles que sostenían los mismos letreros del Fondo de Adaptación diciendo que ese río, como el San Jorge, como toda la Mojana, estaba contaminado. Juan Miguel me hizo notar que la recurrencia de los relatos de los campesino era la prueba de un problema mayor, de un problema de Estado y comenzó a confrontarme con preguntas para ayudarme a buscar el alma de este relato.

 

        Antes de regresar a la ciudad y luego de pasar un par de días escuchando diferentes testimonios en Guaranda, los tres nos embarcamos en la chalupa de ‘Mingo Loco’, para navegar  Cauca abajo. Cuarenta minutos después, llegamos a Galindo y luego a la La Encaramada, dos veredas del municipio de San Jacinto del Cauca, al sur del departamento de Bolívar. Después de una reunión con la comunidad de Galindo, donde unas diez personas salieron a nuestro encuentro, exámenes e historias clínicas en mano, nos quedó claro que todos padecían enfermedades comunes.

  

Estábamos escuchando el mismo relato de las otras comunidades: lo difícil que es atender o conseguir atención para un habitante enfermo.

        Ya en La Encaramada nos recibieron unos niños que jugaban y saltaban sobre los bordes de las canoas sin perder el equilibrio. En el sitio se eleva un cerro que le da nombre a la comunidad. Por los senderos que se descuelgan hacia el río, los habitantes bajaron a recibirnos. Nos sentamos a conversar con ellos repitiendo la misma metodología, pero esta vez Enrique, un líder de aspecto vigoroso y crespos colgantes nos hizo algunas preguntas primero. Quería saber para qué iba a servir nuestra visita. Yo dirigía la entrevista hasta ese momento en el que me quedé sin respuesta. Juan Miguel capoteó la situación, luego de aspirar una bocanada de aire: “Nuestro trabajo es hacer que su historia se conozca, y vamos a llevar esto, que es un problema nacional, hasta las autoridades”.

        Convencido y en confianza, Enrique le pidió a una mujer que trajera a su hijo de nombre Wandy, 32 años de edad. El joven llegó tambaleando y ayudado por otras personas. Su aspecto era esquelético, ojeroso, las manos le temblaban y se movían sin concierto. “Antes era un niño normal, como cualquiera de los que usted ve y mírelo ahora”, nos dijo Enrique. La cámara me volvió a pesar más que siempre. Busqué la fuerza que me estaba faltando en la cara de mis compañeros y vi que ambos tenían la mirada clavada en el suelo.

 

        Estábamos escuchando el mismo relato de las otras comunidades: lo difícil que es atender o conseguir atención para un habitante enfermo. Víctor se puso de frente a Wandy y tuvo que retratarlo, conseguir un ángulo que le hiciera justicia a esta víctima.

 

        De vuelta al hotel, concluí que en cada lugar visitado encontramos un caso de salud excepcional, serio, grave; dolencias casi siempre relacionadas con el sistema nervioso, convulsiones, dolores espontáneos de cabeza y extremidades, niños con carencias para hablar, dificultades en el aprendizaje, manchas en la piel o deformaciones.

 

        Más tarde, con las libretas cerradas y las grabadoras empacadas, Juan Miguel me preguntó de nuevo por el espíritu de este texto: “¿Qué fue lo que te dijo la gente que más se te haya grabado después de cada visita?”. Pensé en José Rojas, en Limberto y en Enrique. Los tres líderes comunitarios me lanzaron el mismo: “Solo pedimos una cosa: no nos dejen solos”.

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