Estas imágenes bien podrían ocupar las portadas de los periódicos europeos. Se repiten los mismos pies desgastados por el camino, rostros quemados por el viento y el sol, y familias arrastrando maletas en su huida de la tierra que les vio nacer que vimos en la ruta de los Balcanes durante el verano de 2015. Pero esta vez no hay primeras páginas de grandes diarios, ni organismos internacionales dando la voz de alarma, sólo un silencioso éxodo de todo un pueblo, en este caso con acento venezolano, y nuevas fronteras atravesadas por historias de dolor.
Este verano, las colas para cruzar el puesto fronterizo de Rumichaca -entre Ecuador y Colombia– se han hecho aún más numerosas. Ante el temor de que el nuevo presidente de Colombia, Iván Duque, cierre sus fronteras, el número de personas que cruzan este control para seguir su éxodo por Ecuador ha pasado de 3.500 diarias a principios de año a unas 5.000 en agosto. Muchos de estos venezolanos viajan sin pasaporte, esperando que con sus gastados carnets de identidad puedan conseguir la carta andina que les permita seguir cruzando países y fronteras en busca de un lugar donde puedan reemprender sus vidas. Hasta ahora, la mayoría tenían como destino Perú, donde han llegado más de 350.000 venezolanos en los últimos años después de que el gobierno andino les garantizara un permiso de residencia temporal que les permite trabajar.
Según las Naciones Unidas, en los últimos cuatro años 2,3 millones de venezolanos abandonaron su país por la falta de comida, de medicinas y atención médica, así como por una inflación que hace imposible para la mayoría de la población adquirir los recursos básicos. Según este mismo organismo, más de 1,2 millones de las personas que han tenido que exiliarse sufren desnutrición. Con la aceleración del éxodo que se está viviendo en estos meses, se estima que en 2019 serán más de 4 millones los huidos en los cinco años que dura esta crisis humanitaria, una cifra que se aproximaría a la de los 5,6 millones de refugiados que ha dejado el conflicto sirio desde 2011.
Más allá de las cifras, los 1676 kilómetros que separan Cúcuta, la ciudad fronteriza colombiana con Venezuela, de la capital ecuatoriana de Quito, están plagados de testimonios de unos caminantes que al cruzar los Andes pierden a compañeros de viaje por el frío del páramo colombiano; mujeres secuestradas por la guerrilla en el norte de Colombia; y, finalmente, la explotación laboral que les espera en Ecuador. Han tenido que dejar a su familia atrás, a los más vulnerables: madres, padres, hermanos y amigos que no cuentan con el dinero para huir. El futuro de una sociedad que ha quedado esparcido por Perú, Ecuador, Colombia, Chile y Argentina, fundamentalmente.
Estamos ante el mayor movimiento migratorio de la historia reciente de Latinoamérica, que ha quedado opacado por la disputa política y mediática entre el chavismo y el antichavismo, entre los llamados Ejes del bien y del mal. Sin embargo, lejos de esa polarización, de esos reduccionismos a los ‘ismos’, hay una realidad compuesta de grises y de historias de vida que evidencian la necesidad de una urgente actuación global ante un problema humanitario.
Las nuevas regulaciones impuestas por países como Ecuador y Perú que restringen el libre transito de los migrantes venezolanos, hacen que este migraciòn tenga que pasar a través de puntos fronterizos no oficiales como los Aguaverdes, entre Ecuador y Perú, que ya han sido utilizados por narcotraficantes y mafias. los migrantes en otras ocaciones como en el éxodo de haitianos hace años.