La capital de Chocó tiene el aire más contaminado por mercurio del departamento. En Quibdó la contaminación no solo se respira en el ambiente y se escurre en el agua por los techos, su presencia ha mutado en un miedo que no hay lluvia que lo refresque.
-Yo le cuento, pero no me grabe ni ponga mi nombre por ahí.
Después de una charla difícil para convencerla, una paisa, de las muchas que se ven en Quibdó atendiendo negocios, como carnicerías, tiendas de abarrotes o variedades, accede a contarme su experiencia con la contaminación del mercurio. Eso sí, cada tanto hace una pausa porque siente que sus palabras toman algo de peso y advierte, como pidiendo el favor, que no vaya a revelar su identidad porque le da miedo.
La mujer de unos 60 años de edad, nunca ha tenido ningún tipo de relación con el oro, más allá de unos aretes o un adorno de la virgen de los milagros que cuelga de su pecho. Vivió durante muchos años en el barrio Roma que se encuentra rodeado de compraventas de oro privadas, cerca de un punto de referencia importante como es la catedral de Quibdó.
Con las compraventas de oro privado en auge, las amalgamas de oro y mercurio comenzaron a ser quemadas en pleno centro de la ciudad. Las ‘goldshops’, como se les conoce popularmente, surgen luego de que el gobierno de César Gaviria eliminara, en 1995, las agencias mineras de compra de metales que dependían directamente del Banco de la República y que regulaban el precio del oro en todo el territorio, según el relato del historiador Jorge Perea.
Este tipo de contaminación por evaporación del metal, es la causa principal por la que Quibdó presenta niveles de contaminación más altos que poblaciones donde se hace minería directamente, como Río Quito.
Al principio esta mezcla de oro y mercurio se quemaba incluso a cielo abierto, pero ante las alertas de las autoridades frente a la práctica dañina, algunas de las ‘goldshops’ han camuflado el proceso de muchas maneras. Por ejemplo, una de las vecinas del barrio Roma, me señala lo que parece ser una canal de desagüe en un tejado:
– Compare esa canal con la otra, ¿si lo nota?, está dentro de la casa y sube hasta muy arriba del techo, no en el borde como es lo lógico. Es porque no es ninguna canaleta, sino una chimenea de mercurio, y esa chimenea le queda en la cara a todo el barrio.
Para encontrar a la primera mujer de este relato, fue necesario rebotar entre la mercancía de una calle y otra en el ruidoso centro de Quibdó. Finalmente, fue el rumor de que la estaban buscando lo que la atrajo a esta investigación, arrastrando sus pasos con una taza de café paisa en las manos, nos contó que tuvo que irse hace un par de años del barrio Roma, a pesar de que las recomendaciones de su médico indicaban que no debía vivir ni siquiera en Quibdó. Con recursos propios, se desplazó a Medellín acompañada de su hijo para hacerse los estudios de toxicología en sangre. Según los resultados, él tiene 9 microgramos de mercurio en la sangre y ella 16.
La medida de referencia dictada por el Instituto Nacional de Salud (Protocolo de vigilancia en salud pública, junio de 2014) en personas no expuestas directamente al metal, como es su caso, debe estar entre 5 y 10 microgramos para no afectar la salud de las personas.
Con las hojas de los resultados de la Universidad de Antioquia en las manos, la mujer entró en discusión con los encargados de las compraventas. A partir de eso, empezaron las llamadas y comentarios amenazantes que terminaron por amedrentar su pelea, hasta obligarla a poner en alquiler su casa y cambiarse de barrio.
Este tipo de contaminación por evaporación del metal, es la causa principal por la que Quibdó presenta niveles de contaminación más altos que poblaciones donde se hace minería directamente, como Río Quito.
Todo esto ha creado un enrarecimiento en la atmósfera de las comunidades, sembrando miedo en el imaginario, que se suma a la falta de relaciones, en muchos casos, de los habitantes nativos con los implicados de manera directa en esta cadena de minería.
Según un estudio realizado por investigadores del Doctorado en Toxicología de la Universidad de Cartagena, dicha contaminación presenta resultados alarmantes para la capital. Los niveles de concentración total de mercurio en las zonas suburbanas son 1.1 y 1.9 veces mayores que el ‘nivel Background’ (nivel que se establece para cada estudio y para cada territorio específicamente), pero, a pesar de eso, se consideran niveles bajos.
Ahora, dentro de las tiendas de oro, donde se queman las amalgamas, los niveles de concentración de mercurio alcanzan niveles máximos, hasta 200.9 veces, por encima del ‘nivel Background’. Este estudio se llama Mercury pollution by gold mining in a global biodiversity hotspot, the Choco biogeographic region, Colombia, y fue realizado por Yuber Palacios-Torres, Karina Caballero-Gallardo y Jesus Olivero-Verbel, y dice, además, que “El problema de salud no es solo para los trabajadores de tiendas de oro, la exposición también ocurre al aire libre cuando se activan los extractores de aire o cuando las puertas de entrada están abiertas, lo que representa un riesgo potencial de exposición a Hg en las comunidades circundantes”.
Yúber Palacios, co-autor de este estudio, cuenta que muchas de las ‘goldshops’ no permitieron hacer la medición en sus locales comerciales, lo que limita el alcance de los resultados de su estudio. Aunque el rastro del metal en el aire permanece por niveles superiores a la regla, la información fue tomada en momentos donde no se estaba realizando ningún proceso con mercurio. Los momentos de las quemas que no han sido medidos, pueden representar infusiones de veneno directas para la población flotante que colma las calles del centro de Quibdó y que desaparece por las noches para dejar a los foráneos que dormitan arrullados por aires acondicionados en los hoteles.
Para Yúber Palacios la contaminación que sucede cuando no se está expuesto directamente al humo de mercurio, tiene una explicación: “existe un riesgo inminente para las comunidades que viven adyacentes, porque están expuestas a ciertas conservaciones de mercurio en su ambiente natural y que, por procesos de la dinámica natural, la gente recoge el agua, la almacena en unos tanques especiales y es posible que ese mercurio atmosférico se precipite y vaya al sitio de almacenamiento del agua y las comunidades la estemos tomando sin saber el riesgo en que estamos”.
Otra de las vecinas de los ‘goldshops’ se lleva la mano a la frente, respira profundo y casi escenifica en un español cantado los episodios de desmayos que vivía en la cocina y la terraza de su casa, que alguna vez para ella fueron inexplicables y súbitos, pero con el tiempo pudo notar que coincidían puntualmente como las campanadas de la catedral, con los momentos en que se hacían quemas de mercurio en uno de las compraventas cerca de su casa.
Marino Sánchez es un negro de sonrisa fácil que, cuando por fin para de bromear, empieza a desenredar sus recuerdos en Playa de Oro (Tadó) cuando trabajaba directamente con el mercurio, quemando las amalgamas de su producido sin protección, respirando vigilante con el humo en su cara, siempre atento y curioso a cuánto oro final iba a dejarle la llama del soplete. El minero en una suerte de negación o culpa, acepta que por su cabeza nunca se cruzó que una tarea tan simple pudiera ser tan dañina:
– No ha habido un estudio sobre eso, entonces ahí nadie sabe si está contaminado o no. Pero para mí aquí la mayoría lo está, porque si estaban quemando el azogue, uno se acercaba por novelear y ver cómo queda de amarillo, sin saber que todo ese humo se va absorbiendo, porque el mercurio lo quemaban así al aire libre, sin control. Además, el azogue cuando está malo no atrapa el oro, si no lo sabe arreglar, hay que botarlo y en la botada, usted lo tira en cualquier parte. Hay unos que sí lo saben arreglar porque le echan caña agria, le echan sal, limón y lo arreglan otra vez, pero, en general, la gente no sabe reutilizarlo.
Como un ejercicio de resistencia, muchas de las tradiciones relacionadas con el oro sobreviven en medio de toda la cadena de producción y contaminación. En un pequeño taller del barrio Roma, trabajan amontonados entre cuatro y cinco joyeros, unos muy jóvenes y otros mayores, profesores de universidad y aprendices inexpertos, entre juegos de damas chinas con tapas de gaseosa y un calor sofocante que a veces un pequeño ventilador no logra disimular, Henry Valoyes sortea el día a día con sus compañeros, reparando piezas, sacándole brillo a otras y, en muy pocas ocasiones, creando nuevas joyas por encargo.
La presencia de los ‘goldshops’ ha sido una competencia difícil de enfrentar para las asociaciones de joyeros. En tono de resignación, Henry comenta que es consciente de la contaminación en su barrio y en su oficio, “una vez cogieron para estudiar más o menos cuatro cuadras alrededor y todo está contaminado. Eso cae en los techos, en el suelo, en el agua y por eso la cantidad de personas que vivimos por acá estamos contaminados con mercurio… siempre nos ha dado un poquito duro porque a veces nos cuesta rechazar algunos trabajos, porque nos dicen que el oro que nos traen lleva mercurio, sin embargo, nosotros nos arriesgamos porque necesitamos el trabajo y la platica. Dicen que a futuro puede hacer mucho daño. Eso se siente como cansancio, desanimo”.
Las descripciones de estas sensaciones físicas concuerdan con el concepto del toxicólogo Yúber Palacio cuando dice que la timidez, irritabilidad, cambios de comportamiento, delirios de persecución, depresión y aislamiento social, son algunos de los efectos más comunes por contaminación de mercurio. Además, las palpitaciones irregulares del corazón, los temblores y los dolores en general, también suelen ser efectos causados en las personas a partir del uso de mercurio en la minería de oro.
Por otro lado, los efectos en el sistema reproductor pueden significar una disminución en los espermatozoides, infertilidad, pérdida de la memoria y, los más comunes, aquellos asociados con el sistema nervioso. Todos estos efectos sumados a un ambiente de miedo por presiones de agentes externos significan un fuerte impacto para comunidades que construyen sus tejidos sociales basadas en la confianza colectiva, como las chocoanas.
Todo esto ha creado un enrarecimiento en la atmósfera de las comunidades, sembrando un miedo en el imaginario, que se suma a la falta de relaciones, en muchos casos, de los habitantes nativos con los implicados de manera directa en esta cadena de minería.
El comentario común acerca de quién explota el oro, quién trae el mercurio o quién compra y saca el metal producido en la zona, remite a personajes sin nombre, extraños de los que nadie quiere hablar mucho y que solo se ven solitarios o en grupos pequeños en las noches de fiesta en los bares, o los domingos en la tarde abasteciéndose de provisiones para volver a sus dragas que se comen la selva chocoana sin tregua.