LA MOJANA
Córdoba · Antioquía · Sucre · Bolívar
La Mojana / Colombia
30 de marzo del 2019
El Cauca ha dejado el cañón de la cordillera y se explaya sobre una hondonada
infinita de hierba parda. A lo lejos se alzan los últimos cerros entre nubes plomizas. El bote navega
por la mitad del cauce, como única ruta segura. El botero evita acercarse a la orilla para no encallar.
A la periódica sequía de cada comienzo de año se ha unido el desastre de la represa de Hidroituango
que, entre maniobras de dudosa intención, debió interrumpir el paso del caudal para dejar un chorro
que da para ocupar apenas el centro del afluente, pero no los bordes. La pérdida de profundidad se
nota en la ribera: por encima del nivel del agua ha quedado una marca rusia que indica hasta donde
subía el río cuando la represa no lo había herido. Un metro y medio, dos metros más. Han brotado
playas y emergido islas desconocidas entre meandros. Vamos con la corriente en contra en busca de un caserío llamado La Encaramada.
“No es normal”
En el porche de una casa que parece tienda, bajo la sombra de un techo saledizo, unas quince personas de la comunidad de La Encaramada me
cuentan los detalles de su drama. El reloj dice que falta poco para el mediodía, la humedad es vapor sobre la piel y en todos hay un rostro forrado de
preguntas que se resumen en la siguiente: ¿El Estado nos va a dejar morir de esto?
La Encaramada es una vereda de pescadores que hace parte del municipio de San Jacinto del Cauca, al sur del departamento
de Bolívar. La capital de referencia es Cartagena, a unas diez horas al norte de aquí, por una ruta que incluye chalupa por el río y carro
por la trocha. Vale aclarar que Montería, capital del departamento de Córdoba, es la ciudad más próxima, a unas seis horas en línea recta hacia el occidente.
Un hombre de 46 años llamado Enrique Carlos Mendoza toma la vocería. Los demás asienten. Dice que ellos se enteraron
hace poco; antes no tenían ni idea de que eso les estaba sucediendo. En 2017 una comisión de investigadores de la Universidad de
Córdoba analizó muestras de sangre y cabello de catorce personas escogidas al azar. Todas registraron preocupantes niveles de
mercurio; Mendoza presentó los más altos.
—Sesenta y pico, no recuerdo exactamente, pero los otros salieron con cuarenta
y pico, treinta y algo, menos.
“Sesenta y pico” quiere decir que en cada litro de su sangre hay más de 60 microgramos de mercurio (microUg/L). La máxima
concentración de este metal en sangre, antes de considerar que la persona está intoxicada, es de 5 microUg. Mendoza tiene
la piel cobriza y su rostro está cincelado por las arrugas de sol. Con una mirada de ojos agotados, describe su malestar:
un dolor de cabeza permanente que no se aplaca con pastas, que no lo reduce ni lo tira a la cama, pero que vive dentro suyo
como si unos dedos invisibles le tuvieran pellizcado el cerebro. También ha perdido memoria: Mendoza se fija tareas para
hacer en el día, pero luego las olvida: ¿qué es lo que yo tenía que hacer? Y para recordarlas se pone a desandar los
lugares por donde había pasado tratando de que una imagen, un color, un sonido le despierten el recuerdo. Recalca que
otro síntoma es la rabia:
—Este pueblo tiene eso, con cualquier cosa se prende. El uno contra el otro. Y no es normal.
La Encaramada merece su nombre porque fue levantada hace unos cincuenta años sobre un risco de tierra roja
que se asoma al río Cauca en forma de acantilado. Hoy son unas setenta personas que habitan (tantas) viviendas.
Una parte del caserío más el colegio —una enramada a punto de desplomarse— tienen lugar allí, en la cima del risco.
El resto se extiende en la parte baja, sobre la ribera. Aunque muchas son de paredes y vigas en ladrillo gris, en
conjunto no dejan de ser una artesanía de tablas pintadas en color —azul, rojo, verde— con techos de hoja metálica
y piso en tierra. Sus habitantes visten bermudas, pantalonetas y camisetas sin mangas. Alguno lleva una gorra,
unas botas. Poco más. Casi todos caminan a pie limpio o en chanclas y padecen rutinarias dolencias, muy
emparentadas con los síntomas del envenenamiento por mercurio. Además del dolor de cabeza, mal funcionamiento
de los riñones, calambres, llagas supurantes.
La comunidad carece de una vía de acceso por tierra; para ir a un poblado situado s
obre la misma margen del río la gente debe internarse por una trocha abrupta.
Tampoco cuentan con acueducto; ni pensar en alcantarillado. El agua la toman del Caribona,
riachuelo que desemboca en el Cauca. El único servicio público que les llega es la energía eléctrica.
Además de ser pescadores, los lugareños siembran yuca y plátano. Aunque vendan lo que no se comen,
la pesca y la agricultura son puras actividades de subsistencia: una familia no tranza con más de 200
mil pesos mensuales, que vienen siendo menos de 70 dólares. Si hubiera que tomarle una fotografía a
la comunidad más pobre y enferma de Colombia, esta podría ser la elegida.
—Nos sentimos abandonados por los gobiernos municipales y por el propio Gobierno Nacional
—dice Janner Solórzano, otro lider comunitario de cuarentaypico años. Su tono es de reclamo.
Una madre de familia nos trae a su hijo. Dice que tiene 32, pero el joven se ve menor.
La madre nos cuenta que el muchacho nació sano, sin defectos congénitos. La vida le duró hasta
que cumplió 11 o 12 años, porque a partir de entonces comenzó a sufrir un deterioro en la
movilidad y en la capacidad de entendimiento que no se ha detenido. Ahora, el joven no logra
sostener la mirada en ninguna parte, mueve su cabeza de un lado a otro, entrecierra los ojos que
se sostienen sobre dos ojeras de color rojo oscuro, como si fueran las huellas de una cirugía
reciente de nariz. Brazos y piernas están en los huesos y no aguan tan para mantenerlo de pie.
Sentado sobre una silla de plástico, nos deja ver que vive abstraído, que no tiene idea por qué
lo han puesto en esta reunión. Enrique dice que hay dos niñas de una misma familia y otra de otra
que también sufren de algún transtorno mental o de crecimiento, que ellas sí nacieron con eso.
—Somos setenta personas en este caserío —subraya— y tenemos cuatro hijos de nosotros con enfermedades
raras. Eso no es normal.
Primera explicación oficial
El sur de los departamentos de Bolívar, Sucre y Córdoba conforman la región de La Mojana. Son
más de doce municipios afirmados en la llanura inundable que se esparce entre los ríos San Jorge,
Cauca, Magdalena y la enorme ciénaga de Ayapel.
Situada a novecientos kilómetros al norte de Bogotá, La Mojana no es una tierra aurífera.
Sus campesinos se dedican a la pesca, agricultura y algo de ganadería. Sin embargo, las poblaciones
ribereñas del Cauca y de un tramo del San Jorge vienen sufriendo los daños al medio ambiente y a
la salud de las personas causados por la minería de oro que sucede en la región vecina del Bajo Cauca.
Quizás el daño más grave sea la contaminación de los ríos y otros cuerpos de agua, por las descargas
de sustancias residuales empleadas en la extracción y decantación del metal dorado, entre ellas
mercurio, plomo y arsénico.
Las primeras mediciones de sustancias deletéreas en La Mojana tuvieron lugar a comienzos
de la década del dos mil, pero han sido los cientificos del doctorado de toxicología ambiental
de la Universidad de Córdoba quienes le han hecho un seguimiento metódico al problema por casi
una década.
Tarde de pesca. El sol cae en diagonal y alarga una estela centelleante sobre el
lecho del Cauca. El pescador se llama Adalberto Feria. Veterano de 52 años. Los dedos
robustos de sus pies se enredan con la malla en la que están ensartados los peces.
Nariz ancha y salida, bigote espeso, sombrero y unos pantalones remangados como bermudas.
El suelo arenoso. A lo lejos se escucha la algarabía de unos niños que juegan dentro
del río, a pocos metros de la orilla en donde el nivel del agua no les llega a la cintura.
Se pasan un balón, lo disputan, y tratan de hacer goles en unos arcos armados en madera.
Entre tanto, Adalberto me enseña los peces que aletean agónicos entre la malla: “Más bocachico
que otra cosa. Hay bagre, a la gente le gusta el bagre porque tiene mucha carne y poca espina.
Este es el dentón, larguito y carnivoro. Este, el moncholo”. Estamos en Palmira,
comunidad situada en una isla que se desprende del Cauca. El brazo de agua que la acordona
se llama Caimancito y a estas horas del año se encuentra sin gota de agua. Más allá
se abre La Catalina, una ciénaga que amenaza con secarse. Todo —el brazo, la isla y la
ciénaga— hace parte de Achí, otro pueblo del sur de Bolívar a seis o siete horas de Cartagena.
“La tierra que no se cansa”
Para caminar por la trastienda de la casa de Limberto Ruz hay que agachar la cabeza y encorvarse.
El techo, cruzado por vigas de madera, ya no tiene los dos metros largos de altura que Limberto le había
calculado cuando lo levantó. Ahora, acaso un metro con cincuenta. Este líder comunitario de 48 años me
explica que eso se debe al río.
A mediados de cada año y hasta comienzos de noviembre, la lluvia es intensa y diaria. El Cauca viene
crecido y apenas entra en La Mojana revive los brazos que estaban secos, cubre las islas que habían
ampliado su diámetro, nutre las ciénagas con peces y reptiles, trae nuevas colonias de aves, rejuvence
los bancos de bocachico, trae alimento para los bagres y anega las riberas adentrándose en la llanura
por más de medio kilómetro. Según Limberto, todo lo que estoy viendo a mi alrededor queda cubierto por el Cauca.
En las casas, los habitantes recogen los enseres, protegen los electrodomésticos, se mueven en canoa y
esperan con paciencia a que el río baje. Para diciembre y enero, el sol y la sequía evaporan el agua,
pero dejan una capa gruesa de lodo que se va encostrando hasta elevar el nivel del suelo. Luego de cada
inundación, calcula Limberto, la marca del piso aumenta veinte o treinta centímetros. Acostumbrada,
la comunidad se encarga de remover esa costra picándola con recatón y palín.
—Por eso a las casas de por aquí no les ponemos piso de cemento y baldosa —dice—. Habría que picarlo
luego de cada inundación.
Las familias que fundaron Palmira hace cinco o seis décadas llegaron a esta zona buscando esas
inundaciones porque el lodo enconstrado viene enriquecido con los nutrientes del río. Cuando el nivel
del agua lo permite, los campesinos corren a sembrar yuca, plátano, ahuyama, patilla —sandía— y arroz.
Cultivos que se ajustan a los ciclos del clima. En los meses que tarda en volver la lluvia, recogen cosecha.
Es la práctica agrícola usual de la comunidad; a falta de dinero para comprar agroquímicos e instalar
sistemas de riego, dependen de lo que el Cauca pueda proveerles.
—Ese lodo es fertilidad —observa Limberto—. Es la tierra que nunca se cansa. Usted siembra arroz ahí y
ve que le sale bueno, grande, bonito.
Bueno, grande y bonito, claro que sí. Pero, indefectiblemente, contaminado por el mercurio y otros
metales pesados. Los lodos del río cargan el residuo infecto que arroja la extracción del oro.
La costra ya no solo es fecundidad, también es una trampa venenosa que trastoca la configuración
genética de los alimentos que le siembran. Así que en esta zona la gente se intoxica comiendo el pescado
de la subienda y la icotea de la ciénaga, porque vienen del agua; y los tubérculos, las frutas, el arroz
y el maíz de temporada, porque salen de la tierra.
Limberto me lleva con Olfa, su hermana, 42 años, profesora y madre comunitaria. Nos
sentamos bajo la sombra de una mata de bambú, a dos pasos del hogar infantil que atiende a los niños
de Palmira. Falta rato para el mediodía y los niños cuchichean sobre nuestra visita. Víctor Galeano,
el reportero gráfico, los pone a posar, les hace fotos, les juega. Olfa me dice que sus exámenes no
salieron tan malos. Que claro que tiene mercurio en su sangre, al igual que sus dos hijas, pero que sus
casos no son críticos como sí hay otros. Lo más inquietante, dice, es que todos por aquí tienen
mercurio porque “todos por aquí comemos lo mismo y tomamos la misma agua”.
—¿Tiene idea de los daños que el mercurio causa en su cuerpo?
—No sé, no sabemos. Sé que eso perjudica la salud, pero no tengo conocimiento qué tan
grave pueda ser, hasta dónde puede llegar.
Olfa viste el uniforme azul de su trabajo. Usa el pelo sujeto en cola de caballo. Pómulos
salidos, nariz ancha, ojos apagados. Su voz es pausada y medida. No eleva el tono ni revela angustia.
Hace quince años es madre comunitaria aquí en Palmira. Y como son apenas diecisiete casas y no más
de sesenta personas, ha visto crecer a los más jóvenes y ha crecido junto a los más viejos. De ahí
que se atreva a aventurar razones para una situación que le ronda la cabeza: estos niños, los que
hoy debe cuidar y que no tienen más de 10 años, son distintos a los anteriores. En estos Olfa nota
alteraciones en el comportamiento: los siente más agresivos, más distraídos, menos orientados. No
le prestan atención y algunos se le enfrentan. Y ella, que no tiene idea de los efectos en el cuerpo
por intoxicación de mercurio, dice que puede ser eso.
—De pronto es eso. No tengo como asegurarlo, pero... como te digo, aquí todos comemos de
lo mismo. Los papás de esos niños tienen mercurio y esos niños también tienen mercurio. Entonces,
imagínese.
Regreso con Limberto. No he dicho que es un hombre espigado, ancho, orejón y con los pómulos dilatados.
La piel, como la de la mayoría en La Mojana, es cobriza. Resultado racial de la mezcla entre
indígenas zenúes, afros y campesinos mestizos. La temperatura anda por los 30 grados y a
Limberto no le importa usar una camisa de manga larga por encima de una camiseta negra que
forra su torso. Jeans y tenis. Usa gorra y sobre la visera acomoda lentes de sol. Le
pregunto si luego de que hubieran sido enterados de que el Cauca los ha estado envenenando,
la comunidad ha alterado la relación con el río. Me dice que casi nada.
—Seguimos pescando y sembrando sobre los lodos del río porque eso es mejor que
cualquier abono. Y los abuelos prefieren tomar el agua directamente del Cauca, que de un pozo
profundo, porque dicen que les sabe mejor, que la de pozo no les quita la sed. Y aquí hay
familias que tienen baño en su casa pero prefieren bañarse en el río porque dicen que es
agua más fresca, que esa sí les quita el calor.
Guaranda, pueblo del sur de Sucre. Una casa de paredes sin pintura.
Ladrillo gris pegado con cemento. Una sala de tres muebles envejecidos.
En frente mío, doña Carmen Miranda. 59 años. Blusa rosada,
falda azul cielo hasta los tobillos. Una balaca le tira el pelo hacia atrás.
Lentes de montura delgada y una expresión de abatimiento en su rostro.
Se encuentra muy enferma. Los exámenes revelaron que sus niveles de mercurio en sangre,
cabello y orina son preocupantes. Vive con sus hijos y es ama de casa.
A veces logra juntar fuerzas y prepara comidas rápidas y golosinas para
vender en la calle. Pero el mercurio se lo permite apenas unas pocas horas.
“Se me recalienta la sangre y me pongo mal; un fogaje en el cuerpo; las piernas
se me ponen como si me corriera ají picante; y en la planta de los pies, un ardor y
una resequedad que tengo que estar echándome agua de hielo”. Se le olvidan las cosas,
no sabe dónde ha puesto el cuchillo de la carne o el control del televisor.
Nota que se le cae el pelo, le duele el estómago y los riñones no le funcionan bien.
“El toxicólogo me dijo que esos son los órganos que ese mercurio me ha echado a perder.
Me dijo que el riñón izquierdo lo tenía totalmente obstruido y el derecho,
pues, ha ido creciendo. Y ese dolor ahí”. Cuando le empezaron los síntomas, rabiaba y
se ponía furiosa con el mundo y su suerte. Pero pasaron los meses y le tocó resignarse.
“En el nombre de Jesús, yo me declaro libre de eso porque el Señor hizo una obra maravillosa
en mí y no he vuelto a rabiar más. Pero tengo dificultades para orinar, se me retiene la orina,
se me hinchan los pies y así una serie de complicaciones...”.
“Está loco”
La historia de doña Carmen bascula sobre una poca de confianza. Hace unos tres años,
cuando los síntomas de la intoxicación la tenían menoscabada, tuvo la fortuna de
asistir a una brigada médica que había llegado a Guaranda para tomar muestras de
sangre, cabello, orina y detectar enfermos por mercurio. Con los resultados en la mano,
pidió consulta de medicina general con el carnét del sistema de salud subsidiado,
es decir, con el más precario del país. El doctor la remitió con el especialista en
toxicología, que tenía su consultorio en la ciudad de Barranquilla, a casi doce horas
al noriente de Guaranda. El sistema le cubrió la consulta y el transporte terrestre;
a ella le tocó encargarse de la manutención y hospedaje. El especialista le dijo que
“estaba corriendo un grave riesgo” y que la iba a hospitalizar para desintoxicarla.
Doña Carmen se sintió nerviosa y angustiada, pero confiaba en los médicos. En el fondo,
tenía la certeza de que se iba a aliviar. Sin embargo, cuando sumaba diecinueve días
hospitalizada, los médicos debieron parar el tratamiento porque descubrieron que los
riñones estaban muy afectados por el mercurio. Antes de continuar, ella debía
hacerse una cirugía para que le liberaran el riñón obstruido. De vuelta a su casa,
doña Carmen empezó los trámites de la operación, hizo una diligencia y otra y
otra más y esta es la hora —dos años después— en que no le se la han programado.
Así que su tratamiendo central contra el mercurio quedó inconcluso.
Lo paradójico es que el caso de doña Carmen quizá sea una excepción. Nadie en la
comunidad de La Encaramada ha sido atendido por el sistema de salud público para que
le traten el envenenamiento de mercurio. Nadie en la comunidad de Galindo ni en
Palmira ni en La Calendaria. Uno que otro, en toda La Mojana. En cada visita nuestra,
la inquietud que escuchamos es una sola: ¿cómo hacemos para que nos atienda un médico
y nos cure? Las excusas y las trabas que les esgrimen las entidades promotoras de salud
(EPS) van desde que los exámenes que prueban la intoxicación no fueron ordenados por
los médicos suyos ni fueron hechos en los laboratorios suyos, o que en sus programas
no tienen contemplado la atención clínica para intoxicados por mercurio, o que sí los
atienden pero que los pacientes deben costear los gastos accesorios como el transporte
hasta Barranquilla, o el hospedaje y la comida durante los días en que no estén
hospitalizados. Gastos que ninguno de los campesinos de estas comunidades puede cubrir.
Al despedirnos de doña Carmen vamos en busca del único ejemplo conocido y citado
por la comunidad de un hombre que pudo hacerse el tratamiento completo y hoy se
muestra como una persona libre de mercurio. Se trata de Rafael Enrique Mendoza, 55 años,
propietario de una comercializadora de arena para construcción y ladrillera.
Nos recibe en el porche de su casa, a orillas del Cauca, en un barrio céntrico de Guaranda.
A diferencia de las demás, esta vivienda luce paredes con enchape y promete que en el
interior no falta la comodidad. Durante casi cuarenta años, Mendoza laboró en actividades
de minería de oro. Los síntomas de la intoxicación se le despertaron hace ocho años,
pero ni él ni los médicos que lo atendieron en esas primeras consultas sabían que
tenían origen en el mercurio.
—No daban con lo que era —dice—. No veían presión alta ni colesterol. No me hacían
el estudio que tenían que hacerme. Los médicos me hacían las cosas y nada me ayudaba.
Hubo amigos que le advertían sobre un maleficio, un hechizo. Mendoza se resistía:
“Esto no puede ser brujería, yo le creo a Dios y Dios me ha librado de todo eso”.
Los síntomas comenzaron a agudizarse. Llegó el día en que Mendoza salía a una
diligencia y se le borraban las coordenadas, no reconocía las calles ni sabía para
dónde iba ni cómo volver a su casa. Lleno de pánico, se detenía, cerraba los ojos
y se preguntaba ¿dónde estoy? Al cabo de unos segundos, recuperaba la memoria y
empezaba a distinguir el camino. La gente lo pillaba en medio de esos trances, se le
burlaban y lo apodaron “El loco”. Incluso, el día en que la brigada le estaba tomando
muestras de sangre, cabello y orina pasó una señora diciendo en voz alta: “Ese señor es
el loco, está loco”.
El resultado más atemorizante fue el de cabello porque indicó que él tenía 28 partes
por millón, cuando lo máximo para decir que una persona no está envenenada es de una
parte por millón. Las encías se le amorataron y los dientes se le empezaron a caer. Una
de las primeras instrucciones que le dio el médico toxicólogo fue que se hiciera extraer
todas las calzas plateadas.
—Como los dientes ya se me caían solos, cualquier pedazo que me quedaba por ahí yo me
lo sacaba con la uña. Oye, a la edad de uno, sacarse un diente con la uña...
El tratamiento de desintoxicación le duró quince días. Todo el tiempo estuvo canalizado
y tomando pastas. Hoy es un hombre curado. La cantidad de mercurio que le queda en su
cuerpo ya no es lesiva y sus órganos vitales funcionan con normalidad. Sigue una dieta
rigurosa para evitar al máximo los alimentos que están envenenando a la población de
La Mojana y evita el agua del Cauca.
Si el caso de doña Carmen es una excepción, este de Rafael Enrique Mendoza es una
rarísima excepción. Solo posible porque se juntaron tres circunstancias que hoy ya
no ocurren: una, como su afección era muy visible causaba alarma, así que atenderlo
era necesario para no despertar el pánico entre la población; y parece ser —algo que
no pudimos verificar— que algún funcionario de la Alcaldía de Guaranda de la época
le pidió expresamente a la entidad promotora de salud, como si fuera un favor político,
que se encargara de esos primeros pacientes que estaban apareciendo por causa del
mercurio; y la entidad, como favor político, los atendió. Otra circunstancia fue que
Mendoza contaba con el dinero necesario para correr con los gastos complementarios,
así como la manera de sanear su dieta comprando alimentos en el supermercado sin depender
de lo que pudiera pescar en el Cauca y sembrar en los alrededores. Y la tercera, que no
se había desatado la crisis de las EPS —que tuvo lugar entre 2014 y 2015— con la
respectiva migración de usuarios, hospitales en bancarrota, negación de medicamentos
y de atención para pacientes de enfermedades catastróficas o inusuales.
Él, con la fe ciega del creyente, lo explica así:
—Lo mío fue mandado por Dios.
Segunda explicación oficial
Pregunta Baudó AP: ¿La falta de atención a estos pacientes por parte de las
EPS de la región es un comportamiento predominante o usted, en desarrollo de
sus investigaciones, ha encontrado alguna EPS que sí le brinde tratamiento a la
gente envenenada por mercurio?
Respuesta del doctor en toxicología ambiental, ingeniero José Luis Marrugo
Negrete, de la Universidad de Córdoba: “No hay establecida en esa región una
ruta de atención a pacientes intoxicados con mercurio. Hay un desconocimiento
sobre cómo atender a esos pacientes. De un lado, las EPS no tienen laboratorios
para hacer las pruebas y les toca hacer un convenio con otras entidades. Lo segundo
es que no hay conocimiento de cómo verificar la sintomatología. En eso estamos
graves: no hay médicos en esa zona especializados en intoxicación mercurial asociada
al consumo de alimentos”.
Postal # 4
Mingo es el botero que nos ha traído hasta La Encaramada. Ya pasa de los 50 años
y mantiene una sonrisa franca para responder a cada cosa que le preguntamos.
Es barrigón y de cara rolliza, manos de dedos como butifarras. Su acento es tan
local que no le entiendo la mitad de lo que dice. En una bolsa carga un bagre que
le acaba de comprar a la comunidad. Es un pez hermoso y apetitoso: de lomo plateado,
trompa achatada y bigotes de maestro shaolin. Mide lo que medio brazo de un adulto y
es tan ancho como un cerdo de pocos días de nacido. Mingo ya lo tiene listo para la
cocina porque le han extraído las visceras. Me lo muestra, orgulloso. “El sancocho
de esta semana”, dice y sale a lavarlo antes de prender el bote y navegar de regreso.
Postal # 5
El mercado de pesca en Guaranda es un galpón en cuyo interior hay unos quince mesones
levantados en cemento y enchapados, en los que los pescadores ofrecen el recogido
del día. El cliente llega, señala un pescado, lo pesan en una báscula colgante y
le calculan el precio. Si allá en La Encaramada, Mingo pagó dos mil pesos —unos
setenta centavos de dólar—, acá hubiera debido pagar unos tres mil —unos noventa
centavos de dólar— por el mismo bagre. Lo común es que el cliente le pida al pescador
que le deje listo el animal para la cocina. Como el bagre tiene una espina dorsal tan
gruesa y fuerte, primero hay que rajarlo con un corte longitudinal sobre el torso blando
para extraerle las vísceras; luego, hay que tajarlo en rebanadas con cuchillo entrando
por el mismo torso blando. Y al final, hay que seccionar cada rebanada con un golpe de hacha.
Lo circunda un muro de concreto que no mide más de dos metros de altura.
Sobre el filo de ese muro, los pescadores ponen a secar al sol los lomos de bagre
que no fueron vendidos inmediatamente.
Postal # 6
Casi en frente de este mercado de pescadores hay un patio que tiene aspecto de parqueadero.
Lo circunda un muro de concreto que no mide más de dos metros de altura. Sobre el
filo de ese muro, los pescadores ponen a secar al sol los lomos de bagre que no fueron
vendidos inmediatamente. Como el galpón no cuenta con refrigerador y los pescadores
no encuentran otro lugar en dónde vender su pescado, deshollan los bagres para
someterlos al calor y al viento por tres días luego de haberlos bañado en sal.
Con este proceso secan la carne y prolongan su duración sin cadena de frío para
intentar venderla en los días siguientes.
Tercera explicación oficial
En todas las comunidades ribereñas del Cauca que fueron visitadas por la comisión
de investigadores de la Universidad de Córdoba hay carteles pegados en la entrada
de las viviendas que detallan la carga tóxica de los alimentos. Además de haber
tomado las muestras y compartido los resultados, estos académicos se preocuparon
por instruir a los campesinos sobre los pescados que deben evitar o espaciar su consumo.
Y si la comunidad se ve obligada a comerlos a diario porque no logra sacar otras
especies, debe cocerlos en vez de fritarlos. El más preocupante es el bagre.
Esta especie puede ser la más representativa de los ríos profundos alejados del
mar y en Colombia es costumbre incluirla en el menú de los restaurantes de comida tradicional.
Para el pescador, el bagre es la carne que prepara para atender una visita, celebrar
una fecha especial o venderla a mejor precio. Así que no es un asunto de poca monta
que un día una comisión de científicos llegue a una comunidad advirtiendo que deben
evitarlo.
El bagre es un pez que, para alimentarse, nada rozando el fondo del río con las fauces
abiertas hasta donde se lo permite la comisura, mientras sus bigotes van palpando el sedimento
para identificar la comida. Engulle todo lo que se le atraviese: animalitos diminutos que
se mueven sobre el lecho —crustáceos, peces menores— algas y demás vegetales, y por
supuesto residuos humanos como las gotas de mercurio solidificado.
Luego de haber sido empleado para asogar el oro, lo más común es que el mercurio caiga
o sea arrojado a los ríos. En el Bajo Cauca la minería predominante es de aluvión,
es decir, la que se hace excavando el sedimento de los cuerpos de agua —ríos, cañadas,
quebradas, afluentes subterrános—. Y por cercanía, comodidad y rapidez, las quemas de
la amalgana son llevadas a cabo en las orillas. Cuando el vapor de mercurio hace contacto
con el agua recupera su estado natural que es casi coloide y, por ser más denso que el
agua, se acoda plácido en el fondo.
“¿Qué comemos?”
Galindo es otra comunidad ribereña que hace parte del municipio de San Jacinto del Cauca,
en el sur de Bolívar. Apenas comienza la mañana y el sol no ha salido con todo su rayo.
A lo lejos, se asoma borroso entre nubes amargas. A diferencia de La Encaramada, este
poblado es absolutamente plano y se encuentra retirado de la orilla unos doscientos o
trescientos metros. En esta época, además, lo acorrala una playa amarillenta de unos
cincuenta metros que desaparece en temporadas de alto caudal.
Sentados en mecedoras, bajo el techo refrescante del porche de su casa, nos recibe
Elizabeth Vuelva Fuertes, una de las líderes comunitarias que más se ha preocupado por
gestionar atención estatal para Galindo con esto del mercurio. Su relato abunda en
la descripción de los síntomas de la gente afectada. Caída del pelo, dolor en los
huesos, aparición de hematomas pequeños debajo de los brazos, erupciones de grasa en
la piel, llagas y gente que ha convulsionado.
Galindo está habitado por unas setescientas personas. Agricultores y pescadores.
Tal como en Palmira, las mediciones hechas por los científicos revelaron que los
alimentos de esta comunidad tienen mercurio: la leche y carne de las vacas que pastan
en las parcelas, el plátano, la yuca, los peces, las gallinas y los patos, la tierra
en la que siembran el arroz, el arroz. Todo. Además de que a las personas que les
tomaron la muestra de sangre, cabello y orina salieron intoxicadas, sin falta.
—Estamos preocupadísimos porque no sabemos en qué vaya a parar esto —dice Elizabeth—.
No sabemos de ninguna solución ni de medicamentos para curarnos. Por miedo, hemos dejado
tanto pescado y hemos tratado de comer carne, cerdo, pollo, que tienen mercurio pero menos.
A la casa de Elizabeth llegan otros vecinos. Hay mujeres de más de cuarenta años,
hombres que ya pasaron de cincuenta. Y hay un adolescente de 17 cuyas pruebas dicen
que esta altamente intoxicado. Si todos los casos son angustiantes, el de este
muchacho puede serlo más porque de no desintoxicarse a tiempo, cuando llegue a los
30 o 40 —plena edad laboral— podría tener sus funciones vitales tan minadas como
hoy las tienen las personas que ya pasan de 60 o 70 años.
Entre todos sostenemos una charla que gira sobre lo mismo: enfermedad y confusión.
Hasta que un hombre de 47 años, llamado Félix Palomino, alto y corpulento, con la
voz grave, nos confronta, nos dice que hace más de un año les trajeron los resultados
de la intoxicación y hace casi dos años que fueron visitados por la comisión científica.
Y ahora nosotros, los periodistas, somos los que estamos aquí preguntando y
preguntando sin anticipar nada ni aclarando de qué manera nuestro trabajo le va a
servir a la gente de Galindo.
—Nos han dado muchas socializaciones, pero ¿cómo vamos a contrarrestar este problema?
¿Dónde está lo que necesitamos? —Añade que si la curación de la gente depende de las
EPS, más lejos ve todo—. Sabemos lo que tenemos, pero no sabemos cuándo ni cómo vamos
a tener los medicamentos para aliviarnos.
Puesto contra la pared, trato de explicarle que nuestra idea es que este trabajo sea
conocido por el Ministerio de Salud y por las instituciones encargadas de salud pública.
Que nuestro oficio es llevar este mensaje suyo a esas oficinas. —Ojalá, Dios quiera que
el Ministerio de Salud los escuche e inicie un plan de acción para ayudarnos. Pero —objeta—,
la situación también es con el Ministerio de Agricultura porque todos los cultivos,
todo con lo que nos alimentamos aquí está afectado por el mercurio. Cuando salimos a
una capacitación nos dicen “no coman pescado porque está mal, no coman mojarra, nada
de tubércu- los como la yuca...”. Que la carne está mal, las aves de corral, hasta el
arroz. Y mire: esa es nuestra canasta familiar, no tenemos otra manera de alimentarnos
para dejar de ingerir mercurio. Entonces, le hago la pregunta que le hice a los científicos
que vinieron la vez pasada y nos advirtieron esto: ¿qué comemos?
Cuarta explicación oficial
Pregunta Baudó AP: ¿Hasta qué punto las correcciones de la dieta básica le ayudan
a los campesinos de La Mojana a evitar la intoxicación por mercurio? ¿No resultan
ser acciones de muy poca efectividad dada la gravedad de
la situación?
Respuesta del doctor Marrugo: “Las recomendaciones que nosotros damos no son acciones
muy científicas, pero alivian. Aliviar es disminuir riesgo, no es eliminarlo. En
la zona de Ayapel estamos tomando mediciones desde el año 2010 y hemos hecho el
seguimiento que ahora estamos haciendo en La Mojana y hemos dado estas recomendaciones
sobre la dieta. Y en las últimas muestras, que son del 2018, descubrimos que el nivel
promedio de mercurio en cabello de las personas se ha reducido entre un 20 y 30 por ciento”.
Postal # 7
La carretera que lleva hasta Achí es una línea recta de pavimento y asfalto bien
señalizada, que parece acostarse sobre el lomo de un dique. A los lados se desparrama
la llanura, pero a una altura inferior. Es como si de allá para acá se vieran los
carros andando sobre un pasoanivel de segundo piso. Con este montaje de ingeniería
vial, el Estado ha querido evitar que las inundaciones se traguen la carretera y dejen
incomunicado a este pueblo y a los aledaños. Hay trayectos en los que el camino está
cercado por guayacanes de hojas lilas, también llamados Ocobos, que van coloreando el
camino con su acento otoñal.
“No es fácil”
—El municpio de Achí no tiene actividad minera, no la hay —me dice Samir Ramírez,
el funcionario de la Alcaldía de Achí encargado del desarrollo agrícola—. La
contaminación viene de aguas arriba, del Bajo Cauca antioqueño en donde hay minería
legal e ilegal. Y contra eso...
Achí queda a 25 minutos en moto de Guaranda. Estamos en una oficina contigua al despacho
del alcalde. A Samir lo acompaña el secretario de gobierno municipal, Dagoberto Martínez.
Esta entrevista debía haber sido con el secretario de salud municipal, pero no está y
nadie sabe a qué hora va a llegar. Por pura cortesía, el secretario de gobierno nos
recibe y ha llamado de afán al de desarrollo agrícola.
Son funcionarios jóvenes, rondan los 40 años, y visten jeans y camiseta. Hemos estado
conversando sobre la falta de atención estatal para este problema del mercurio en el río
Cauca y la contaminación de los campos de Achí. Coincidimos en que si la respuesta médica
para los campesinos intoxicados depende de las EPS, nada va a suceder. Les pregunto, entonces,
si existe la posibilidad de que las dependencias de Salud Pública del municipio y del departamento
de Bolívar hagan algo. Quien responde es Dagoberto Martínez, el secretario de gobierno:
—¿Qué el municipio adelante una campaña de salud pública para atender ese problema? No
es fácil. Los recursos son pocos y las necesidad básicas insatisfechas de la población
llegan al 80 por ciento. No es fácil para un municipio como este: de sexta categoría,
con apenas 23 mil habitantes, sesenta veredas y una población dispersa que todos los años
es azotada por el clima. Salimos de la catástrofe de las inundaciones y caemos en la
catástrofe de la sequía. Los pocos recursos que tenemos nos llegan del Gobierno Nacional
porque aquí solo somos agricultores y pescadores. No tenemos impuesto de industria y comercio,
y el impuesto catastral es casi nulo.
—Mire: con esto de Hidroituango nos tocó declarar la calamidad pública —completa Samir—.
Y coger esos poquitos recursos para proteger a la población ante la amenaza de avalancha
si la represa se reventaba. Y esta es la hora que no hemos recibido una compensación de los
empresarios antioqueños propietarios de la represa. Lo mismo con esta intoxicación: no es
nuestra culpa, pero los mineros de Antioquia no nos van compensar por este daño.
“No estoy de acuerdo con que sea una pandemia; es un problema crítico y el
Estado ya viene tomando cartas en el asunto. La primera acción fue haber
sancionado la Ley del Mercurio y hay organizaciones que vienen haciendo
prevención en las comunidades”
Quinta y última explicación oficial
Pregunta Baudó AP: ¿Qué tan grave está la población de La Mojana? Responde el doctor
Marrugo: “En toda La Mojana hemos tomado muestras de unas ochocientas personas.
Todas presentaron mercurio, pero unas quinientas salieron intoxicadas porque registraron
niveles más altos de lo permitido. Y esas quinientas presentaban al menos un síntoma asociado
a la intoxicación con metales pesados. Quienes mayor concentración de mercurio tienen, más
síntomas específicos de enfermedad de Minamata presentan”.
P: Dada la magnitud de la contaminación del río y los alimentos, y dada la cantidad
de gente intoxicada y sintomática de enfermedad de Minamata, ¿no estamos ante un
caso de pandemia no diagnosticada por las autoridades de salud y por tanto no atendida
con la urgencia que obliga?
R: “No estoy de acuerdo con que sea una pandemia; es un problema crítico y el
Estado ya viene tomando cartas en el asunto. La primera acción fue haber sancionado
la Ley del Mercurio y hay organizaciones que vienen haciendo prevención en las comunidades”.
P: La gente se siente abandonada por el Estado.
R: “Ah, eso es otra cosa. Falta articulación. Los ministerios involucrados están en
el tema y están buscando recursos para implementar un plan de atención, pero falta
que las entidades territoriales lo asuman: las autoridades ambientales y las secretarías
de salud municipal y departamental que no hacen su parte. También hay que saber que en la
ley del mercurio hay medidas que buscan eliminar el uso del mercurio, pero no hay medidas
para atender a la población intoxicada”.
Postal # 8
Montería. Lobby del hotel en que nos hospedamos. Domingo en la mañana. En el
televisor hay un avance de noticias. La Procuraduría anuncia que está investigando
los daños que Hidroituango le ha infligido al río Cauca luego de haber cerrado el
chorro. Un empleado del hotel salta del sofa y dice enfurecido: “Ahora es la represa esa,
pero ese río está muerto hace años. Lo mataron”. Manotea y su cara se compone en
gestos de indignación y desconcierto: frunce el ceño, abre los ojos, se queda en
silencio con los dedos ajustados en el mentón, vuelve a manotear y dice: “Muerto.
Le han tirado todo el mercurio en el Bajo Cauca y el agua es un veneno y los peces
son veneno. Ese río está muerto, muerto”.
Única petición popular
Doña Carmen Miranda se levanta del sofá de la sala. Se nota que quiere quejarse
de dolores, pero lo evita para no amargar su día ante nosotros. Antes de despedirnos,
le lanzo la pregunta que le he hecho a las otras víctimas de esta intoxicación
masiva por mercurio: ¿quisiera decirle algo al Estado o a los mineros responsables
de la contaminación del río Cauca? Su mensaje fue el mismo de todos: “Yo desearía
que se pusieran la mano en el corazón. Que nos miraran. Estas enfermedades uno
no las ha recogido porque quiere, sino porque nos han llegado. Y uno no quiere
estar así de enfermo. Yo le pediría a los mineros que se concientizaran; aquí
en este municipio de Guaranda hay muchas personas que están afectadas. Y al Estado
quisiera decirle que ojalá pudieran ayudarnos a seguir adelante con estos tratamientos
o que nos den una ayuda a los que no podemos trabajar por esta intoxicación. Estamos
vivos y andamos, pero somos como unos discapacitados porque no podemos ejercer los
trabajos que hacíamos antes. Ese sería mi mensaje”.
La Mojana / Colombia
30 de marzo del 2019