Antioquia / Colombia
6 de febrero de 2019
El mercurio es un animal —dice José Gaviria,
comerciante de oro—. Es un monstruo con vida propia.
I. Escenas de defensa

—El mercurio es un animal —dice José Gaviria, comerciante de oro—. Es un monstruo con vida propia .

Gaviria tiene 50 años y empezó a trabajar con el oro desde antes de que le salieran espinillas. A los 8 aprendió cómo se quemaba la amalgama. Veía a su papá disparando un soplete de afilada llama azul sobre una masa de mercurio endurecido color gris opaco; notaba que la masa se iba evaporando hasta dejar desnuda una pepa redonda de chispa dorada.

En ese entonces y hasta antes de cumplir 30 años, Gaviria admite que fue “irrespetuoso con el mercurio” porque no sabía que inhalar ese vapor era peligroso. Admite, también, que solo empezó a cuidarse hace pocos años, a partir de 2012 o 2013, luego de que entidades del Estado y oenegés hubieran llegado al pueblo a enseñar cómo evitar la intoxicación por mercurio. Y ahora, cuando le preguntan por su salud dice que se siente muy bien, que no tiene afecciones, que nunca ha sido hospitalizado.

—No me explico el porqué; con todo el vapor de mercurio que tragué y todo el mercurio que he manipulado en mi vida es para que estuviera muy enfermo, y mire que no.

Como habla con vigor y no lo veo ahogado o agotado, y a simple vista no se le notan los síntomas más evidentes de este envenenamiento —como el temblor incontrolable en las manos—, suma pruebas a su favor diciendo que es padre de varios hijos, “todos en perfectas condiciones de salud”. Es más: hace dos años tuvo una bebé. —Yo conviví dieciocho años con una mujer y nada que teníamos hijos. Ella me decía: “amor, eso es el mercurio”. Un día tuve una infidelidad y nació esta niña. Y como yo le creía a mi mujer que por el mercurio no podía tener hijos, me hice la prueba de adn y fue que sí: 99.9 por ciento de afinidad con el adn de la bebé.

A José Gaviria le dicen “Pinta”. Luce una calvicie sin segunda oportunidad y llegó a ser uno de los quemadores más solicitados en Segovia porque, luego de experimentar durante años, inventó un aparato que evitaba el escape a la intemperie del vapor y reagrupaba las gotas de mercurio para usarlo de nuevo. Su oficina, en la que estamos, son cuatro paredes apretadas, un escritorio, un archivador y un ventanuco por el que entra luz mañanera. Trabaja en fundición y análisis de oro, así que ya se apartó de las fuentes que lo contaminaban directa- mente. De ahí que cuando le tocan el tema del mercurio saque a relucir su descendencia. O su ascendencia:

—Mi papá está enfermito, pero es que tiene 75 años. Y no les voy a decir que no fue el mercurio. Mercurio sí chupó mi papá. Y mire: nos tuvo a nosotros cuatro y preñó a la vecina con dos muchachos. Me tocó verlo en una finca en que se le juntaron las tres: mi mamá que era la oficial, una amante y la señora de servicio doméstico. A todas tres les daba. Para mí el mercurio sí es peligroso, pero no tanto como lo pintan.
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—Yo creo que ustedes se imaginaban que aquí solo había gente deforme —dice Albeiro Luján y sonríe—. Personas caminando en cuatro patas, mancos, mudos, con un solo ojo. Y ya ven que no es así.

Estamos parados al pie de un lecho de agua marrón conocido como La Cianura- da que unos metros más allá desemboca en una quebrada que viene desde la montaña y a la que ya le han caído aguas negras. Huele a cloaca y es media tarde. Albeiro levantó su casa justo aquí, a orillas de una y de la otra, y aquí dio vida a cuatro de sus cinco hijos.

—Todos sanos y alentados —dice—. Y normales. Aquí nadie salió goroveto. Y tampoco he visto que a un vecino le haya nacido un hijo ni siquiera boquineto. Yo no sé por qué la gente en otra parte maltrata tanto a Segovia.

Uno de los rumores que se convirtió en noticia de prensa dice que junto a La Cianurada han nacido bebés con “seis dedos y sin piernas”. Y no solo por la contaminación por mercurio; también por los lodos industriales con cianuro que la compañía más grande de Segovia, la Gran Colombia Gold, descargó siempre en este lecho. Aunque la nota no refiere ningún informe que demuestre la existencia de estos niños con malformaciones, fue suficiente para que darle cuerpo de realidad a un chisme.

Albeiro tiene 53 años y ha enfocado nuestra charla en la idea de que todo lo que se dice de Segovia son mentiras o verdades a medias. Explica que en este pueblo hay contaminación, “como en toda parte”, pero mucho menos grave que la que hay en una ciudad como Medellín con su cielo poluído y sus ríos de colores artificiales cada vez que las textileras les arrojan las tintas residuales. Que alguna vez dijeron que habían encontrado mercurio en el cerebro de un gato, “será que se lo tomaba”, y que si registraban mercurio en el mar no fueran a decir que había salido de Segovia porque “eso está muy lejos”.

—También dicen que aquí es un muy peligroso, que alguien viene y no sale vivo. Y yo veo que no: la gente viene, conoce y sale. Este pueblo, señores, es como en cualquier parte. Si usted es torcido, lo enderezan. Y en la ciudad, si usted es torcido, vaya y verá cómo es que lo enderezan.

Noche caliente. En las mesas, botellas de aguardiente a medio tomar. Copas derramadas y luces estridentes contra los espejos. Música de revólver despe- chado. Candy está sentada a mi lado revelándome algunas infidencias de sus clientes. Dice que los que mejor le pagan son los dueños de mina porque, además de la tarifa, le dejan dinero extra. Dice que con ellos la cosa sale rápido: entran a la habitación, ella abre las piernas, ellos se suben y en tres minutos terminan. Candy es de Medellín, tiene 22 años, piel nívea con tatuajes de medio lado, ojos saltones y una sonrisa de coquetería profesional. Cada quince días viene a Segovia, se queda dos semanas y regresa a su casa. También hace tour laboral por otros pueblos, pero afirma que en ninguna parte le va tan bien como acá.

La primera vez que vino fue porque una de sus compañeras le contó que a los hombres de Segovia no se les erguía el pene pues estaban contaminados con mercurio. Entonces, las cosas eran más fáciles: cobraba por adelantado sin importar que al tipo no se le parara luego de que estuvieran desnudos.
—Pero, la verdad verdad, a mí no me ha tocado eso —me dice—. Uno que otro. A casi todos me toca atenderlos hasta el final porque a todos se les para.

—Lo primero que la gente dice aquí cuando vos hablás de mercurio es una defensa: “Yo trabajo el mercurio hace muchos años y a mí no me pasa nada”. Muchos años pueden ser treinta, cuarenta, cincuenta. Y se oye decir que se pierde el pulso, que le tiemblan las manos, que no pueden tener hijos, que no se les para, pero estos señores de cincuenta años en una mina tienen el pulso firme y son capaces de embarazar a la vecina.

Dice Medardo Tejada, 63 años, un hombre nacido y criado en Segovia. Es alto y flaco, con dientes que brincan a sus labios con cada carcajada. Medardo ha sido periodista de temas locales y también ha ocupado cargos públicos, incluso fue alcalde del pueblo entre 2004 y 2007.

—Eso no quita que no sepamos que el mercurio es un riesgo para la salud y para el medio ambiente. Lo que pasa es que aquí nos han venido a hablar de Minamata, pero uno ve a cualquier trabajador de aquí y, por muy intoxicado que esté con mercurio, no le pasa lo que le pasó a la gente de Minamata.



Por estos rieles recorren los carros cargados del mineral
que sobra de la mina Las Brisas, al menos 130 chatarreras
lo reciben y lo procesan para buscar el oro que queda.

Maria Virgelina Sánchez, tiene 55 años
de los cuales ha dedicado 30 al oficio
del chatarreo.

Fantina Martínez y Abel Velásquez son una familia dedicada al chatarreo, este oficio les
permite subsistir, ante la falta de oportunidades en otros sectores en el municipio de Segovia para las personas adultas.
II. Origen de una lucha


Segovia está situado a cinco horas largas de Medellín, al final de una carretera de curvas mareantes que atraviesa una región conocida como el nordeste antioqueño. La primera mina en este territorio se llamó El Silencio. Fue excavaba en 1852, treintrés años antes de la fundación del pueblo. Como toda la minería decimonónica colombiana, fue iniciativa de europeos —españoles y franceses en este caso— que llegaron con el conocimiento técnico y maquinaria para horadar la tierra con túneles de hasta 800 metros de profundidad.

Desde entonces, la mina El Silencio fue el sustento de una compañía que cambió de nombre mientras pasaba de mano en mano, hasta que en 1931 se constituyó como la Frontino Gold Mines. Fue esta empresa la que acompañó el crecimiento de Segovia con emprendimientos cívicos como la construcción de barrios y apertura de calles. Ya en 1977, la Frontino se declaró en concordato. Esos años finales de la década del setenta fueron axiales para el futuro del municipio. De un lado, el concordato coincidió con la eclosión de la pequeña minería. Durante los años de alta producción de la Frontino, casi no había mineros independientes que tuvieran la iniciativa de abrir un socavón por su cuenta y riesgo; en general, la población confiaba en el modelo empresarial: quien quería desempeñarse como minero buscaba empleo en la Frontino. La extracción de material se hacía con maquinaria pesada y dinamita, y el avance de los socavones dependía del capital que la empresa pudiera invertir. Pero en algún momento que no es posible precisar y que tuvo lugar antes del concordato, algunos mineros empezaron a extraer material abundante en oro libre que brotaba a pocos centímetros de profundidad, por no decir que estaba a ras de suelo, y dentro del perímetro de explotación de la empresa. A estos mineros se les llamo “Los tierreros”.

En los primeros años de la década del ochenta tuvieron lugar las “invasiones mineras”, motivadas por un alza en el precio internacional del oro. Se trataba de oleadas de gente que no eran del pueblo ni del nordeste antioqueño y que entraron a Segovia dispuestos a invadir dos lotes en propiedad privada: uno para levantar un rancho y el otro para excavar un hueco y abrir una bocamina. Como el Estado no contaba con mayores herramientas para detener estas invasiones, cualquiera que tuviera la osadía necesaria conseguía tierra y trabajo.

Fue algo muy similar a los movimientos campesinos del sur del país que, por esos mismos años, colonizaron tierras recortadas a la selva para sembrar cultivos de coca. En ambos casos fueron las guerrillas quienes empoderaron a estos campesinos con un discurso de reapropiación de la tierra justificado en la teoría marxista: “la tierra es de quien la trabaja”.
“la tierra es de quien la trabaja”
Las invasiones propiciaron otro fenómeno de minería desmadrada que se llamó los “Apogeos”. Si un socavón resultaba ser una mina enriquecida hervían los mineros alrededor cavando huecos de acceso para avanzar por varios frentes sobre la misma veta. Hoy los habitantes de Segovia recuerdan que los apogeos llenaron los bolsillos de muchos. Quizás el más sonado fue el de la mina “Los Estancos”, que pudo haber durado entre 1985 y 1988. No se extendía más allá de dos hectáreas y agrupaba a un gentío innumerable; hay quienes dicen que puede haber sido de diez mil personas.

—Tenía bocaminas a dos, tres metros de distancia —detalla Medardo—. Había mineros, rebuscadores de todo tipo, vendedores de comida, niños pidiendo trabajo. La gente recogía material en los portacomidas, en bolsas, no faltaba el que se quitaba la camiseta y anudaba un atado para llenarlo de material. Dejó grandes fortunas que fueron dilapidadas, como muchas otras, en cantinas y malos negocios.

Con las invasiones crecieron los asentamientos en la periferia del pueblo que ya hoy son barrios tradicionales. Y la gente se multiplicó: de 15 mil habitantes a comienzos de los años setenta, se pasó a unos 29 mil a finales de los años ochenta. Y luego de los apogeos, a mediados de los años noventa, ya eran 45 mil. En un periodo de veinte años, Segovia triplicó su población.
Toda la producción aurífera que hicieron los tierreros, los mineros de invasión y los apogeos, más la producción relativamente ordenada de sociedades locales que crecieron como empresas pequeñas independientes, dieron vida a una cadena laboral de empleos directos e indirectos que fundó la actual economía in- terna de Segovia.

Durante las décadas exitosas de la Frontino, el mecanismo de extracción, el beneficio del material, la fundición y venta final estuvo bajo el control de la multinacional. Cada una de estas actividades era realizada por empleados no tercerizados de la compañía y capacitados técnicamente. Había quien las hiciera por fuera, pero no eran muchos. Luego, con el auge de la pequeña minería, estos oficios se convirtieron en líneas formales de trabajo. Si en los socavones de la Frontino los mineros extraían el material y lo sacaban a la superficie en vagones sobre riel, en las minas informales de las invasiones y de los apogeos abundaron los “catangueros”, hombres capaces de subir el material en canastos amarrados a la espalda. Si en la Frontino ese material pasaba a una trituradora y después a una planta de beneficio en la que obtenían el oro por movimientos de flotación, colado y cianuro, los mineros informales crearon trituradoras y entables rústicos en los que molían el material para luego procesarlo en granuladores —cocos, se les dice— que separan el oro y lo aglomeran en las masas de mercurio.

Si la Frontino se encargaba de valorar la calidad del oro, ponerle precio, fundirlo en moldes de bloque y venderlo al banco o en el exterior, los mineros informales también crearon compraventas independientes en las que lo valoran, lo pagan y lo funden para luego venderlo a los grandes comerciantes de las ciudades que lo terminan situando en el exterior.

Además, en cada paso de la cadena informal pululan otros oficios que resultan complementarios y que quedan en manos de los más pobres. Cuando el minero saca el material a la superficie necesita ayudantes para cargar las sacos que luego un arrierro con sus mulas o un carretillero o conductor de motocarro transporta hasta la trituradora o al entable de lavado. En la puerta de estos negocios siempre hay ancianos y niños que esperan que el minero les regale una palada de material. Y adentro hay hombres ofreciéndose a lavar, que el minero casi siempre emplea porque para él es más rentable volver a la mina o irse a descansar que quedarse horas enteras sentado junto a los granuladores esperando los ciclos de lavado. Los desechos de la trituradora, además, van a las manos de las “chatarreras”, que son unas mujeres que saben exprimir hasta el último microgramo de oro que queda entre lo que para un minero ya no tiene valor. Para el paso siguiente, la minería informal implementó los quemadores: gente dedicada a meter la amalgama de mercurio y oro en la candela. Ya en las compraventas, el dueño debe apoyarse en el que le presta vigilancia, en el mensajero, la secretaria, el contador y el inversionista que pone la plata si hay negocios grandes.

En palabras de alcancía callejera: en la economía del oro hay chamba para todo el mundo. Lo jodido, visto a la luz actual del debate global sobre la protección del medio ambiente, es que mientras la producción aurífera de las grandes compañías se resuelve con ‘tecnologías limpias’, es decir, las que contaminan pero poco y destruyen pero poco, la producción de la pequeña minería en áreas de socavón depende, exclusivamente, de una tecnología precaria atada al uso del mercurio proscrita luego del Convenio de Minamata.
III. Minamata: el ojo sin párpado


Al suroccidente de Japón, a 1266 kilómetros de Tokyo, queda la bahía de Minamata. A finales de los años cincuenta, los pescadores comenzaron a notar que los gatos domésticos estaban teniendo comportamientos hirientes no controlados: enloquecidos, saltaban y caían de cabeza, corrían hasta estrellarse contra una pared, se movían sin destino y se revolcaban en el piso como si estuvieran ardiendo en llamas. Poco después, los perros y las aves de corral empezaron a comportarse de igual forma. Luego, los seres humanos.

En internet hay fotos y fragmentos de video en los que se ve a las personas de Minamata agitándose en convulsiones y espasmos de violencia inusitada; otros, con temblores en sus manos y brazos como si fueran jalados por la fuerza de un motor enfurecido. Los ojos ennegrecidos y desorbitados, el rostro estirado como si fuera de goma. El gobierno adelantó una investigación, pero fue la compañía de plásticos Chisso, cuya planta estaba situada en inmediaciones de Minamata, la que descubrió que habían sido ellos los causantes del envenenamiento al haber estado arrojando los desechos industriales toteados de mercurio a las aguas de la bahía durante al menos treinta años.

Los mineros mezclan pequeñas cargas del mineral a procesar con mercurio,
miel de purga, limón y unas bolas de manganeso que granulan el material.

Los cocos o granuladores funcionan en turno de 4 a 6 horas,
donde muelen la mezcla de material con mercurio y otras sustancias,
algunos mineros viven de lavar el material de personas que los encargan
y pueden operar varios cocos al mismo tiempo.
Para el momento en que los síntomas comenzaron a matar a la comunidad, nadie en el mundo sabía qué tipo de enfermedad era. No había antecedentes de algo semejante. Así que cuando la compañía descubrió que el mal provenía de sus desechos, no había instrumentos científicos que permitieran comprender la relación entre el metal y los daños neurológicos. Tuvieron que transcurrir largos años para que la ciencia concluyera que aquellos desórdenes fisiológicos tan espeluznantes no obedecían al envenenamiento directo por mercurio, sino a la transformación orgánica de este metal en metilmercurio. Transformación solo posible porque la faúna marina lo metabolizaba y lo incorporaba a la constitución de sus tejidos. Así que cuando una persona se comía un pescado de la bahía, estaba llevándole a su sangre las moléculas infectas de metilmercurio, para luego heredárselas a sus bebés.

En Minamata fueron comunes los recién nacidos con graves malformaciones: microcefalia, parálisis cerebral, retraso mental, ceguera, sordera, alteración en el sistema digestivo y parálisis de las extremidades. Desde entonces, a este conjunto de afectaciones derivadas de la contaminación por mercurio se le llama ‘Enfermedad de Minamata’. Además de Japón, otros países padecieron epidemias devastadoras: entre 1962 y 1970, en Ontario, Canadá, un pueblo ancestral llamado Grassy Narrows sufrió una intoxicación masiva por culpa de las descargas industriales con mercurio de una planta productora de papel. En 1970 en Irak, murieron cerca de diez mil personas y otras cien mil sufrieron daño cerebral irreversible luego de haberse alimentado con trigo tratado con mercurio.


IV. Botón de pánico


Andrés Castellanos es un ingeniero de minas al que le faltan pocos años para llegar a los 50. Es alto, calvo, de ojos oscuros como canicas de petróleo dilatadas por gafas de lente curvo. En palabras de las decenas de personas que entrevisté en Segovia, es uno de los que más sabe en la región sobre minería de oro —si no, el que más—. Él mismo se atribuye haber sido el primero en alertar en el nordeste antioqueño sobre los peligros del mercurio para la salud de las personas. A mediados de los años noventa Andrés vivía en Zaragoza, municipio a una hora de Segovia. Allí conoció a un señor que tenía paralizado medio cuerpo: caminaba arrastrando la pierna, el brazo le colgaba como péndulo y el rostro parecía zanjado a la mitad. Andrés se le acercó y le preguntó qué le sucedía; el señor le dijo que creía que el mercurio lo tenía así de enfermo. Andrés, que no sabía nada de eso hasta el momento, corrió a documentarse sobre las afectaciones en el cuerpo humano causadas por sustancias químicas involucradas en la extracción de oro y comprendió que el señor podía estar en lo cierto. Andrés habló con el director local de salud. “Nos estamos envenenando”, le dijo y convinieron en que él investigaría y elaboraría un documento en el que explicaría el peligro de la contaminación con metales pesados en la producción aurífera, y la oficina de salud haría una campaña de control epidemiológico en la que contactaría a los mineros del pueblo para prevenirlos, persuadirlos de ser más cuidadosos en el manejo del mercurio y darles medicina para que paliaran su afectación. Para el año 2000, Andrés le compartió sus conclusiones a la Seccional de Salud de Antioquia. Le propusieron capacitar a los promotores de salud de cuatro municipios auríferos —El Bagre, Zaragoza, Segovia y Remedios—, para que adelantaran con los mineros artesanales e informales una intensa campaña de prevención y manejo racional del mercurio, y los instruyeran para que se tomaran muestras óptimas de orina que sirvieran para descifrar la cantidad exacta de mercurio alojado en sus cuerpos. Cada minero afectado recibía tratamiento médico gratis. —Se les daba la medicina y se les pedía que se alejaran temporalmente de la fuente que los contaminaba para que pudieran mejorarse —me explica Andrés—. Pero ellos no: se tomaban las pastas y salían a trabajar de la misma manera que siempre.

Así que a la larga este esfuerzo institucional no sirvió de mucho, salvo porque dejó una estadística de laboratorio que probó la gravedad de la situación. Durante ocho años se analizaron muestras de unas veinte mil personas en los cuatro municipios, casi seis mil en solo Segovia, entre mineros, quemadores, compradores y vecinos de los entables. La medida de contraste decía que si se hallaba entre 20 y 35 microgramos (microug) de mercurio por litro de orina, la persona estaba contaminada. Con más de 35, intoxicada. Las pruebas revelaron que el 98 por ciento de la muestra salió con cantidades preocupantes de mercurio y que de ese porcentaje la mayoría de las personas llevaba consigo más de 100 microug.
—Pero hay que matizar esa cifra —dice Andrés—.
Como no teníamos plata para tomarle muestras a todo el mundo,
escogíamos a las personas que sabíamos que estaban más expuestas
al mercurio para poder ayudarles con el tratamiento médico.
   Durante el tiempo en que Andrés inició las capacitaciones, Medardo Tejada era el jefe de la oficina de salud de Segovia. Su labor fue la de dar cumplimiento a los protocolos de prevención y manejo del metal determinados por la Seccional. Entre ellos, el de promover el uso de las ‘retortas’ para evitar la liberación del vapor de mercurio al aire. Pero los mineros no las usaron, ni siquiera porque el Estado las envió gratis. Las retortas eran unas estructuras cilíndricas cerradas en las que se ponía la amalgama de mercurio y oro para quemarla a 500 grados centígrados de temperatura. El vapor de la quema era conducido hacia un depósito de agua en el que el mercurio se enfriaba, recuperaba su estado líquido y podía reutilizarse.

Una de las razones para que los mineros no hubieran acogido las retortas fue que les resultaba poco práctico. Mientras que la quema de la amalgama al aire libre tardaba no más de veinte minutos, dentro de la retorta podía tardar hasta una hora. También alegaban que el oro perdía calidad porque les quedaba de un color distinto y, en conscuencia, el comprador lo pagaba a menos precio. Lo primero era cierto: las retortas hacían más lenta la producción. Pero no lo segundo: no hay manera de que el oro pierda kilates si es expuesto a una temperatura de 500 grados. De hecho, esa resistencia es una de las cualidades que lo hace tan valioso.

A partir de 2004, Medardo comenzó su periodo como alcalde y debió afrontar el anuncio que se desprendió de los resultados de las investigaciones promovidas por Andrés: resultó que Segovia podía ser el municipio más contaminado de mercurio en el mundo.

—Haber cogido esa camiseta nos asustó mucho a todos —dice—. Pero nos sirvió porque empezamos a tratar de controlar el uso y abuso del mercurio. Es que aquí se montaba un quemador al lado de una carnicería, de una panadería. Habían más de cien entables y unas ochenta compraventas. En su administración, Medardo debió expedir decretos para prohibir la apertura de nuevos entables y compraventas de oro, e implementar un programa de sensibilización propuesto por el pnud en el que los mineros aceptaran reducir gradualmente el uso del mercurio. Pero a su juicio aquel empeño fue letra muerta porque la gente sí asistía a las capacitaciones, pero no estaban compelidos a demostrar que iban a poner en práctica los conocimientos. Peor aún: —Salían a trabajar de la misma manera en que lo habían venido haciendo.

Los mineros mezclan pequeñas cargas del mineral a procesar con mercurio,
miel de purga, limón y unas bolas de manganeso que granulan el material.

Andrés Castellanos es un ingeniero metalúrgico que trabaja desde 1993
en el Nordeste Antioqueño en plantas de beneficio y control epidemiológico
de mercurio, su trabajo ha sido tanto para multinacionales como mineros locales.
En los años siguientes, la situación del mercurio en el nordeste antioqueño transcurrió en relativa calma. La gente ya sabía que estaban maleando un tóxico poderoso; de vez en cuando, alguien advertía algo, actualizaba un dato, removía temporalmente el debate sobre la necesidad de este metal. Pero hasta ahí. En la calle todo continuaba como siempre.

Las cosas cambiaron a partir de enero de 2013, cuando el país suscribió el Convenio de Minamata, porque el Estado quedó obligado a implementar acciones para eliminar gradualmente el uso del mercurio en procesos industriales y evitar emisiones a la atmósfera, al agua y a la tierra. Quedó obligado a regular el sector de la minería artesanal y a pequeña escala.

Lo coincidente fue que, un mes antes de que se llevara a cabo el encuentro de las naciones firmantes, la onudi, que es la oficina de Naciones Unidas dedicada al desarrollo industrial, le entregó al Estado el informe sobre los niveles de contaminación e intoxicación por mercurio en personas y animales de Segovia, Remedios, Nechí y El Bagre. El informe se había valido de los hallazgos de las investigaciones propiciadas por Andrés Castellanos, aunque también captó datos de muestras recientes.
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En Segovia los resultados fueron los siguientes: en un universo de 2095 personas, el 48 por ciento estaba intoxicado; el 43 por ciento, contaminado; y el 9 por ciento no registraba mercurio en el cuerpo. Dentro de los intoxicados, el 1 por ciento eran celadores y personal de oficina de los negocios mineros; el 10 por ciento, compradores; el 14 por ciento, manipuladores en la extracción; el 23 por ciento, mineros; y el 52 por ciento, quemadores.

El informe traía una tabla más: de entre los vecinos de los negocios de quema y fundición de oro resultó que el 25 por ciento estaba intoxicado, el 65 por ciento, contaminado, y solo el 10 por ciento no registraba mercurio. Es decir: para estar gravemente intoxicado con mercurio no había que estar inmerso en la cadena productiva del oro; bastaba con respirar el mismo aire de todo el mundo.

Este documento fue el botón de pánico y sirvió para acondicionar la firma colombiana en Minamata. Y hasta pudo haber amortiguado el golpe que para las comunidades mineras del país fue la expedición en julio de ese 2013 de la Ley del Mercurio o ley 1658. Mejor dicho: tras el informe de la onudi y el Covenio de Minamata, al Gobierno Nacional le quedó tapizado el camino para expedir esta ley, pues los ciudadanos, en especial los del nordeste antioqueño, tenían en su cabeza la idea de que estaban envenenados. Como quien dice: “ya que estamos podridos por el mercurio, lo que el Estado haga por nosotros es ganancia”.
“ya que estamos podridos por el mercurio, lo que el
Estado haga por nosotros es ganancia”
La ley 1658 cimentó un marco jurídico para que las entidades encargadas establecieran reglas de control y restricción del mercurio. También fijó incentivos para que los dueños de entables, plantas de beneficio y mineros convirtieran sus procesos a tecnologías limpias. La ley entraba en vigor cinco años después de su firma, es decir, a mediados de 2018. Tiempo durante el cual el Estado debía haber puesto en orden a las regiones mineras. Pero este es el momento en que no lo ha podido hacer porque cada región impuso objeciones autóctonas.

Las de Segovia, esencialmente, son de enfoque político. En palabras de Medardo Tejada:
—Aquí sabemos que el mercurio es un riesgo para la salud y para el medio ambiente. Pero creemos que el uso del mercurio se está satanizando para favorecer el avance del modelo extractivista del gran capital.


V. El puño arriba


Tres años antes de la Ley del Mercurio, es decir, en 2010, un grupo de inversionistas compró lo que quedaba de la Frontino Gold Mines, dio origen a la compañía Gran Colombia Gold y el Estado le permitió hacerse poseedor de un título minero de nueve mil hectáreas, que se prolonga por casi toda la periferia de la cabecera municipal de Segovia y buena parte de la de Remedios. En planta blanca: unos multimillonarios se adueñaron de las minas de casi todo el municipio y, con la aquiesencia del Gobierno, convirtieron a los mineros pequeños, ya informales, ya organizados, en usurpadores de propiedad privada.

Amparados en la ley, la Gran Colombia Gold se apoyó en el Estado para que le ayudara a tomar posesión de las minas. Así que a partir de 2014 empezaron los operativos de desalojo. Uno de los casos más emblemáticos fue el de El Cogote. Esta mina había sido uno de los frentes de explotación abandonados por la Frontino tras haberse declarado en concordato en 1977. Y luego, la empresa no pudo oponerse a que esa mina empezara a ser explotada por algunos de sus trabajadores y por quienes eran conocidos como ‘los tierreros’. Mejor dicho: la mina El Cogote fue la manera en que la Frontino negoció parte de las deudas con su nómina y la fórmula para que los rebuscadores encontraran espacio en la cadena productiva. Así que en 2015 cuando la policía llegó a desalojar El Cogote le resultó imposible. Primero, hacía tiempo que esta mina estaba formalizada en regla y no había lugar para cerrarla invocando irregularidades. No sobra decir que al día de hoy, cuarentaypico años después, El Cogote es un ejemplo de empresa mutual en la que los trabajadores son sus propios jefes. Y segundo, los mineros no se iban a dejar sacar a la fuerza; más fácil se hacían matar allá adentro.

Lo que quedó expuesto de cara al país fue la ya clásica disputa de la globalización: el pulposo capital de inversión versus las comunidades aferradas a sus mecanismos de subsistencia.

Como esto mismo prometía suceder en todas las minas que estuvieran dentro del título de la Gran Colombia Gold, la comunidad optó por organizarse en un frente de lucha popular al que denominó ‘Mesa Minera’.
Al comienzo, la Mesa estuvo conformada por diecisiete líderes sociales en campos diversos de la cadena del oro: comerciantes, sindicalistas, transportadores, mineros independientes y dueños de plantas de beneficio. La norma que todos debían cumplir era deponer sus motivaciones personales en pro de la lucha social. Pero a semanas de haber comenzado los reclamos, algunos de estos líderes se dejaron pillar en aspiraciones políticas propias y debieron apartarse. Otros recibieron amenazas de muerte y terminaron renunciando. Así que en la actualidad la Mesa tiene apenas tres líderes visibles, pero sigue siendo la organización que representa a casi toda la cadena del oro que se encuentra por fuera del esquema corporativo de la multinacional.

—La Mesa es todo el pueblo —me dice, adusto, Jaime Alonso Gallego, su vicepresidente—. Nosotros tres solo la representamos.

Gallego es un tipo que ronda los 50 años. Ancho y alto, calvo absoluto, con manos como guantes de boxeo y unos ojos cercados por pómulos carnosos. La sede de la Mesa Minera es un segundo piso de paredes blancas y ventilado, en el que se exhiben antiguas herramientas de minería: un malacate allí, una polea más allá. Además de decoración, estas piezas refuerzan la idea que defiende esta organización: la de que ellos son los mineros históricos de Segovia y Remedios, la de que ellos son los portadores de la tradición.

—Aquí hay chatarreros, barequeros, catangueros, corteros, transportadores, comercializadores y la unidad minera. Todos conforman la cadena productiva, que entre los dos municipios alberga a más de 35 mil personas. Son 400 unidades mineras creadas en cámara de comercio que pagan impuestos. La ley y la multinacional desconocen esta tradición en el territorio.

Los paros y las marchas, la resistencia de la ciudadanía obligó a la Gran Colombia Gold a sentarse a negociar. Y esta es la hora en que las partes no han llegado a un acuerdo. Cada vez que la fuerza pública intenta desalojar una mina, la gente se arremolina en escudo e impide el operativo. En el paro de agosto de 2017, la fuerza pública extremó su intervención: molieron la gente a porrazos, los asfixiaron con gases de ardor y los barrieron con tanquetas. Los mineros, armados con sus herramientas de trabajo, respondieron. Hubo momentos de batalla medieval. Hubo heridos y muertos. La Mesa denunció, videos en mano, disparos letales de francotiradores apostados en las cimas de los edificios.

Si bien el escándalo por el uso del mercurio en la pequeña minería es anterior a la confrontación entre la comunidad y la multinacional, la Mesa Minera interpreta que el afán de proscribir este metal, en estos últimos años, es un movimiento dentro una seguidilla de movimientos que ha venido ejecutando el Gobierno para favorecer a la multinacional. Tal como me lo dijo Medardo.

El resumen de los movimientos vendría siendo el siguiente: primero, a partir del 2004, la popularidad que se le dio al anuncio de que Segovia era el municipio más contaminado de mercurio en el mundo, sin haberse valido de un estudio de rigor científico que comparara, bajo criterios sólidos, este pueblo con otros de otros países; segundo, desde antes de 2010, la insistencia en medios de comunicación de que buena parte del oro extraído de minas pequeñas del nordeste antioqueño se iba directo a las finanzas de las guerrillas y de los grupos de tipo paramilitar; tercero, en noviembre de 2012, el informe de la onudi previo a la firma de Minamata; cuarto, en enero de 2013, la firma de Minamata; quinto, en julio de 2013, la promulgación de la ley del mercurio; sexto, desde 2014, los operativos de desalojo de minas a favor el título de la multinacional; séptimo, en enero de 2015, la agudizacion de requisitos que el Estado le impuso a los mineros para vender su oro, y a los compradores para pagarlo; y octavo, también desde 2012, la persecución de las autoridades a la tenencia, porte, distribución, venta y manipulación del mercurio de quien no se encuentre inscrito en un registro único nacional de importadores y comercializadores autorizados.

—Asfixiar al pequeño minero, criminalizándolo, nada más que eso
—dice Gallego.
A un lado quedaron los artículos de la ley del mercurio que pretendían ayudarle a los mineros artesanales, informales y pequeños a instalar tecnologías limpias y a formalizar la mina. “Pretendían”, digo, porque la ley venía con unos plazos que ya están vencidos. Para citar un caso: el artículo 10 ofrecía la oportunidad de que estos mineros y los dueños de entables accedieran a créditos blandos con entidades del Estado, para financiar la conversión a tecnologías limpias y dejar el mercurio. Pero esta oportunidad solo estuvo vigente hasta cinco años después de promulgada la ley, es decir, julio de 2018.

Si en algunos municipios auriferos de Colombia los mineros aprovecharon este artículo, en Segovia parece que no. De una parte, nadie de las personas que entrevisté para esta crónica recuerda, si quiera, un anuncio público por parte de las oficinas encargadas en el que informara con claridad e insistencia sobre estos créditos. —Aquí, cualquier cosa que hace el Gobierno es publicitada en vallas a orillas de las carreteras y los funcionarios de la Alcaldía también la comentan y la gente se entera —dice Andrés Castellanos—. De esos créditos aquí no nos enteramos. Es más: solo un dueño de entable, don Antonio González, hizo el cambio de tecnología en este tiempo que lleva la ley; le costó cerca de 800 millones de pesos y toda fue plata suya. El siguiente literal del artículo 10 prometía que el Ministerio de Minas y Energía debía destinar, como mínimo, el 30 por ciento de los recursos que tuviera a la mano cuando se expidiera la ley para “mejorar la productividad, seguridad y sostenibilidad” de los pequeños mineros y dueños de entables y otros negocios dependientes del mercurio. —Tampoco —asegura Andrés—. El 30 por ciento de los recursos del ministerio es un montón de plata. Y si el Gobierno se la hubiera gastado en nosotros, hubieran llenado de publicidad este pueblo y Remedios y los pueblos vecinos recalcando que se estaban gastando ese montón de plata en nosotros. Además, si así hubiera sido, usted no estaría viendo lo que aquí ha visto: los mineros pequeños desesperados por que las leyes no les están dando una segunda oportunidad.
VI. El hombre tembloroso


Como por el momento la comunidad minera de Segovia solo ve amenazas y ataques, es muy recelosa y descreída de los daños que el mercurio puede hacerle a una persona.

Una de las ideas que más me repitieron varios de los entrevistados fue la de que: “Aquí nadie ha muerto por mercurio”. “No hay un certificado de defunsión que diga que sutanito murió envenenado por mercurio”.

Una tarde Andrés Castellanos, Medardo y los reporteros Carlos Piedrahita, Víctor Galeano y yo —equipo de Baudó AP— nos sentamos a conversar de manera informal en un bar de parasoles. Un tema llevó al otro y en menos de nada estábamos hablando de las afecciones irreparables que el mercurio causa en un ser humano cuando lo tiene en alta cantidad. Andrés narró el caso de un hombre de Segovia conocido como Torta, quien llegó a registrar.

más de 800 microug por litro de orina. Una intoxicación bestial. Describió que las encías se le tornaron moradas y se le cayeron varios dientes, consecuencia inobjetable del mercurio.

—Él no se murió porque su cuerpo es muy resistente —dijo Andrés—, pero hay gente que con 150 microug ya no se puede mantener en pie.

Medardo repuso:

—Es muy curioso. Aquí nadie ha visto el primero que tenga los síntomas que se vieron en Minamata.

—Mirá que sí —le dije—. Andrés narró el caso del señor de Zaragoza que lo empujó a él a estudiar el tema y ahora acaba de describir el caso de Torta. —¿Pero sí quedó comprobado que a Torta le pasó eso por causa del mercurio o fue que se hizo la asociación espontánea de una cosa con la otra? —preguntó Medardo.

Andrés respondió contando que a Torta lo había visto el médico y le había diagnosticado la Enfermedad de Minamata; que el dueño de la compraventa que lo empleaba lo había enviado a Medellín durante tres meses para que se sometiera al tratamiento.

—Torta no podía comer —añadió Andrés—. Se llevaba la cuchara a la boca y se le iba para un lado.

Medardo continuó receloso y opté por confrontarlo un poco. Le señalé que sí había casos graves, pero que él se estaba negando a creer en ellos. Actitud que yo ya había notado en el común de la gente en Segovia. ¿Por qué? Medardo reflexionó sobre la histórica falta de confianza que los habitantes del municipio sentían por el Estado.
En las décadas del setenta y del ochenta, las
guerrillas del eln y de las farc alcanzaron
a ganar algo de credibilidad entre algunos
habitantes de este pueblo.
La “histórica falta de confianza en el Estado” por parte de los habitantes de Segovia es un ángulo de este reportaje que hasta estas 6500 palabras no he incluido y que paso a resumir:

En las décadas del setenta y del ochenta, las guerrillas del eln y de las farc alcanzaron a ganar algo de credibilidad entre algunos habitantes de este pueblo. El Partido Comunista y, luego, la Unión Patriótica (up) obtuvieron escaños en las elecciones para Concejo de 1986 y pusieron alcaldesa en las elecciones de 1987. Este empuje electoral de la izquierda socialista fue castigado salvajemente por una unión temporal de narcotraficantes y militares que llevó a cabo un asesinato masivo de 43 civiles inermes, el 11 de noviembre de 1988. A este crimen se le conoce como la “Masacre de Segovia” y por su impacto en la opinión pública marcaría el desarrollo del conflicto armado en Colombia.

En los años noventa, otras masacres y una cifra indeterminada de homicidios selectivos y desapariciones de campesinos militantes socialistas facilitó la llegada a la región del paramilitarismo organizado de las Autodefensas Unidas de Colombia, (auc), con el Bloque Metro y después con el Bloque Central Bolívar. Fue una sangrienta transmisión del dominio territorial a la que no le faltó apoyo popular. El mismo Medardo me explicó que el éxito del paramilitarismo en el nordeste antioqueño tuvo que ver con que la gente estaba “mamada de los abusos de la guerrilla”.

A partir de 1997 serían las auc quienes se pasearían por las calles del pueblo, quienes acostumbrarían a los lugareños a presenciar asesinatos impunes de campesinos y quienes tomarían la dirección en las minas menos organizadas. Llegó el día en que dos o tres hombres en camuflado y fusil se estacionaban en la entrada de una bocamina, le daban al minero la dinamita y la herramienta, y le exigían como cuota la mitad del material extraído en su jornada. Sometido por la amenaza de las armas, el minero aceptaba. Esta situación duró hasta el 2005 o 2006, años en que se llevaron a cabo las desmovilizaciones de los varios frentes del Bloque Central Bolívar.

Y todo lo anterior: a ojos de la fuerza pública y oficinas estatales. Si al comienzo fueron las guerrillas y los partidos socialistas quienes sembraron la duda sobre la legitimidad de los gobiernos, más tarde sería el paramilitarismo aupado por ejército, policía y políticos de turno quien se tomaría el control territorial del nordeste, apocando el papel del Gobierno.

El cierre de este ciclo de violencia armada empataría con la campaña estatal contra el mercurio y la falta de apoyo a la pequeña minería, hechos que podrían considerarse violencia implícita de Estado.

—La gente en Segovia ha sido resistente al cambio —observó Medardo—, pero es que nos ha tocado aguantar y sobrevivir a mucha infamia.

Carlos, Víctor y yo salimos en busca de alguien en el que fueran evidentes los daños de la Enfermedad de Minamata. La convicción general de que no había nadie en el pueblo con estos síntomas casi se cumple. Solo encontramos a un hombre que pasaba mitad del tiempo en un municipio cercano pero no minero llamado Caracolí y mitad del tiempo en Segovia.

Su nombre era Omar de Jesús Galvis y recién había cumplido 62 años. Nos recibió en su casa, que estaba situada en un barrio periférico al que se llega luego de subir una cumbre pavimentada. La propiedad era casi rural: contaba con un patio enorme que rodeaba la vivienda. Había frutales y bellos árboles de sombra. De hecho, en el porche, donde nos sentamos, reinaba un agradable ambiente fresco a pesar de que era casi medio día y el termómetro podía marcar los 32 grados.

Omar se veía muy disminuido: talla baja, brazos huesudos, pómulos contraídos, frente brotada y una mirada enardecida que se estiraba de lado a lado. La mano derecha se agitaba inatajable y él se desplazaba con suma dificultad: a las piernas se les notaba el esfuerzo que hacían para levantarse del suelo y dar pasos. Todo Omar era un cuerpo tembloroso, hasta se expresaba con tartamudeo particular; no era el típico que trastoca las palabras en sílabas y que se queda detenido mientras logra completar el sonido de una silaba o de una palabra; era un tartamudeo de comienzo de frases: a Omar le costaba llevar el inicio de sus ideas a las palabras, pero una vez soltaba la primera palabra lograba deslizar el resto de la frase y hasta conectar varias en un párrafo oral de buena dicción.

Técnico en salud, se desempeñó como funcionario de la Seccional por más de 25 años. Su trabajo consistía en visitar establecimientos abiertos al público, principalmente, minas, entables, compras de oro, fundiciones, y revisar la operación de otras actividades como zoonosis con perros y gatos, y lugares en que preparaban comida.

Omar comenzó diciendo que en 2007 o 2008 —no precisó el año— fue nombrado delegado de vigilancia y control epidemiológico por intoxicación con mercurio en Segovia. Cargo que lo expuso al contacto rutinario con este metal no solo porque debía hacer revisiones a los lugares que lo usaban sino también porque la oficina en que lo ubicó la Seccional quedaba en el segundo piso de la administración municipal, en el centro de Segovia, zona en la que a unos veinte o treinta metros alrededor funcionaban varias quemas y fundiciones de oro, que expelían el vapor de mercurio como si fuera humo de leña.

—Sin saberlo, todos los días absorví ese vapor de mercurio.

Su primer síntoma fue insomnio, luego la pérdida del apetito. Desde 2010 o 2011 —tampoco recuerda con exactitud—comenzó tratamiendo médico que consiste en tomar medicamentos para eliminar el mercurio del organismo, como la penicilamina, y para evitar convulsiones como el ácido valpróico.

—Llevo siete, ocho años de tratamiento. Y el pasado enero, el médico que me revisó me dijo que el tratamiento no me había servido. En la historia clínica consta que el mercurio ya se enquistó en mis células y que en los años que me quedan de vida ya no lo voy a eliminar, porque un organismo tardaría doscientos y punta de años para eliminarlo.

Omar se paró de la silla y entró a su habitación. Trajo de vuelta un bloque de documentos clínicos en los que se documentaba su enfermedad y las citas médicas. Como no di con una prueba de laboratorio que indicara el nivel de mercurio en su cuerpo, se lo pregunté:

—Hace seis o siete años que me hicieron la primera prueba de orina me salió muy alto, tenía como 900 microug. Y las últimas pruebas han salido como en 120, pero de ahí no baja.

—Además del temblor en la mano izquierda, ¿qué otros síntomas tiene? —Los temblores a veces se ponen insoportables, me tiembla la mano y derramo hasta un banano. Aunque hay días en que amanezco normal. Lo que me tiene muy triste es que casi no duermo. Y como poco, he perdido diez kilos y lo que me tiene en pie son unos batidos de proteínas. Yo mantengo náuseas y esos medicamentos me mantienen la boca amarga. Me mantengo muy aburrido. En las noches que no duermo me paro a barrer, a organizar la casa para matar el tiempo. Pero cuando no me provoca, no hago nada. Me paro. Me siento. Me muevo. Doy una vuelta a la casa y cuando caigo en cuenta, me pregunto: “¿yo qué hago aquí?”, y me devuevo para la habitación. Me mantengo depresivo. Me provoca explotar.

Para este conjunto de síntomas los médicos también le recetaron antidepresivos. Luego, Omar se quejó:

—Hace más de dos años que no tengo seguro médico; fui reconocido por la junta regional de invalidez como afectado por enfermedad profesional, pero a la fecha no me han calificado el porcentaje de invalidez. Entonces, no me han liquidado para pensionarme, ni me pueden emplear ni me pueden despedir. Me tienen de brazos cruzados. Muchas veces me quedo sin tratamiento porque algunos de esos medicamentos son importados y no se consiguen fácilmente; y hay mucho enredo para pedirlos porque unos me los debe autorizar psiquiatría y otros toxicología. Estas demoras hacen dificil que uno cumpla con un adecuado tratamiento.
—¿Usted considera que el Estado ha sido inepto con el caso suyo? —¡Pues claro! Esta es la hora en que yo debería estar pensionado o indemnizado. Y llevo cinco o seis meses en que no me llegan los medicamentos. Entonces, ¿cómo quieren que uno se recupere?


VII. Apuntes finales


Desde el punto de vista técnico, la solución de este embrollo de mil variantes se antoja sencilla: cambiar el actual modelo de producción aurífera. De un sistema basado en el mercurio a un sistema de tecnología que no lo requiera.

Desde el punto de vista económico, ya no se vé tan sencillo. La mayoría de quienes usan el mercurio no están en capacidad de invertir el capital necesario para abrazar la conversión. Y las soluciones que les plantea el Estado y la multinacional les resultan desventajosas. Entregar las minas que han explorado y trabajado por décadas a cambio de contratos a un año, sin obligación de renovación, como empleados de la multinacional les hace sentir poco más que es- clavizados e indignos. “Si sigue la idea de esclavizar al minero independiente, aquí no va haber nada”, me dijo Gallego en la Mesa Minera. “No nos vamos a dejar acabar así de fácil”.


Yeison Duvan Ortíz, tiene 26 años de los cuáles ha dedicado 10 a la minería
de socavón. Se adentra 500 metros bajo tierra para buscar el mineral que luego
debe sacar a sus espaldas, repite este proceso más de 20 veces en un jornal de trabajo.
Desde el punto de vista político, parecen no quedar opciones. Los políticos que han gobernado Colombia desde que el Código de Minas de 2001 está en vigencia solo han profundizado en la teoría librecambista de reducir el tamaño del Estado entregándole casi todos los ámbitos de producción al sector privado. Cuando se le permitió a la Gran Colombia Gold que fuera dueña de un título de nueve mil hectáreas —2800 a perpetuidad— que barría con cualquier cantidad de iniciativas de pequeña minería, le dijeron a la ciudadanía que en este país la libre empresa solo es un privilegio para los que tienen capital de tamaño global; que no es para personas que piden fiado en la tienda y, por ende, no es un bien de la democracia.

Y desde el punto de vista medio ambiental, no parece haber mucho futuro. La gente no se va a dejar morir de hambre y va a defender con la vida sus mecanismos de subsistencia. Toda la minería a pequeña escala, que es la minería que va para cinco décadas en Segovia, requiere del mercurio. Entonces, por más que lo prohiban y lo escondan y lo persigan siempre habrá dónde conseguirlo y quien lo consiga.
Antioquia / Colombia