COBERTURA DE
VICTOR GALEANO – DIRECCIÓN/REPORTERO/FOTOGRAFÍA • JUAN MIGUEL ÁLVAREZ – REPORTERO/ESCRITOR
CARLOS PIEDRAHITA – REPORTERO/REALIZACIÓN AUDIOVISUAL • NATHALY HURTADO Torres – PRODUCCIÓN
LAURA SOFÍA MEJÍA – PRODUCCION EJECUTIVA • CAMILO ALZATE – PERIODISTA/ESCRITOR
STEVEN HERNÁNDEZ – PROGRAMACIÓN • SEBASTIÁN LÓPEZ – DISEÑO WEB/GRÁFICO
ANDRÉS RIVERA – DISEÑO GRÁFICO • ANGIE SALAZAR – Comunicación Digital
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AGRADECIMIENTOS
JHON PERDOMO – COMANDANTE DEL CUERPO DE BOMBEROS VoLUNTARIOS CALAMAR. GUAVIARE.
MARGARITA MARÍN, CARLOS PERDOMO, ÁLEX GUZMÁN Y TODO EL CUERPO DE BOMBEROS VOLUNTARIOS CALAMAR. GUAVIARE.
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Se llama John Perdomo Barón y aún le queda acento bogotano en sus palabras. Tiene 55 años y sabe tararear canciones del pop ochentero. No es muy alto. Se ajusta a la expresión “estatura promedio”. Pero es ancho y de brazos sólidos. Orejón y de ojos pequeños, camina ligerito y va conversando y sonriendo y contando chistes y saludando a todo el mundo. Es el comandante de la Estación de Bomberos de Calamar, el equipo de respuesta a incendios forestales en el costado norte de la Amazonía colombiana, región en la que se encuentra el Parque Natural Serranía del Chiribiquete.
JOHN PERDOMO BARÓN
Comandante Estación de
Bomberos de Calamar
—La emergencia impone cómo trabajar —dice—. Una cosa es entrar a un incendio y otra es que un incendio se venga sobre nosotros.
Estamos sentados a la mesa comedor de la estación. Hay un termo de café que parece no agotarse y lo que queda de un pan pellizcado. Hace calor, el habitual de una mañana en el trópico selvático: 28 centígrados que prometen los 35 pasado el mediodía.
—El tiempo no es de nosotros —dice—. El tiempo es de la emergencia. Uno no sabe cuándo se va a presentar.
Son las nueve y media de la mañana y John abre su morral de trabajo para mostrarnos lo que carga adentro: repuestos de mascarillas contra humo, cuchillos de alto filo, linterna, cantimplora, guantes, alguna herramienta pequeña y una bolsita con trozos de panela.
—Un bombero se come un bloque completo. —Sonríe—. Eso es apagando candela y masticando panela.
Por debajo de la mesa juegan dos perros a morderlo todo. Y otros bomberos entran y salen de la cocineta, pasan al lavadero y suben a sus habitaciones. En la estación hay cuatro contenedores que sirven de apartamentos. Dos abajo y dos arriba conectados por una escalera externa de peldaños metálicos. El patio interior está atravesado por colgaderos de ropa.
—¿Quieren panela? —pregunta John cerrando la cremallera—. El morral siempre listo. Uno tiene que aprender a manejar su cuerpo para cargar equipo. No solo el morral. También los aparatos para apagar candela.
Está visto que John Perdomo prefiere la palabra candela para referirse a su adversario. No dice fuego ni llamas ni incendio. Menos va a decir flama ni hoguera. Candela como materia prima del desastre. Y humo como advertencia. John mira su reloj de pulso y dice que ya son las diez de la mañana, hora crítica en temporadas de sol.
—Hasta las doce es lo más peligroso. Es el tiempo de los incendios forestales. La gente le mete candela a sus potreros para aprovechar el calor del mediodía. Y se le descontrola. Y van y nos llaman. ¿A qué les huele?
Es cierto: el aire viene con humo. Una mezcla tenue. Suficiente para distinguir que huele como a cerilla de madera cuando se ha consumido hasta la base. Alguien cerca está cocinando en fogón de leña. Debe ser. John dice que no y no veo que esté inquieto por la posibilidad de un incendio forestal a la salida del pueblo.
—Ya nos hubieran llamado.
Elevamos el dron para sobrevolar las cercanías y en la pantalla se nota el color turbio que nubla el horizonte. Pero no hay llamas a la vista ni una columna de humo expelida por una hoguera doméstica. John nos mira un toque burlón, como quien se dispone a revelar el secreto de su risita.
—No hay focos de fuego por aquí —dice—. El humo viene de lejos. En alguna parte arde la selva amazónica. Y así es todos los días.
En 2024, la Estación de Bomberos de Calamar cumplió 23 años de creada y nunca ha sido movida de su sitio. Está situada al lado del Concejo Municipal que está situado a pocos pasos del edificio de gobierno que está situado junto a la casa cural y a la parroquia. A diferencia de estos tres, construidos en cemento y ladrillo, la Estación es un caserón con paredes de retablo y techo de hojas metálicas, típica artesanía usada para levantar las primeras viviendas del pueblo por allá en el meridiano del siglo XX.
—Un caserón —reafirma John, con la seriedad de un reclamo—. Sí señor, esto es un caserón.
Cuenta con tres camionetas doble cabina y platón, dos camiones cisterna —uno pequeño y otro enorme— y una lancha con casco de metal dotada con dos potentes motores fuera de borda. Los bomberos le pusieron nombre íntimo a estos vehículos porque todos protagonizan alguna anécdota. El más llamativo seguro sea “la Guerrillera”. Así le dicen a la primera camioneta que recibió la Estación. Una Hilux rojo carmín. Eran los años finales de la década del noventa y el Frente Primero de las Farc era la máxima autoridad en el pueblo. Una mañana arreció un incendio estructural que rápidamente dejó en cenizas varias edificaciones de retablo. Los bomberos contaban, apenas, con una manguera conectada a una motobomba que extraía el agua del río Unilla. Luego de que el incendio les cogió ventaja, los guerrilleros del Frente Primero llegaron a ayudar. En aquella Hilux, que le habían robado a unos particulares, trajeron agua, herramientas y provisiones. Varias horas más tarde, controlado el incendio, el comandante a cargo le entregó las llaves de la camioneta al comandante de bomberos diciéndole: “Tenga, para que se ayuden”. Durante varios años aquella Hilux fue el único vehículo con que asistían prontamente las emergencias. Ahora y desde hace un tiempo, John y su grupo la mantienen limpia, varada y parqueada bajo techo a un lado de la entrada de la Estación. Los bomberos más antiguos le guardan cariño. Margarita Marín, con más de veinte años de servicio y esposa de Muñeca —otro de los bomberos más veteranos—, me dice que la extraña y que le duele verla inutilizada, casi como decoración.
—Fue mucha la candela que apagamos con ayuda de esa camioneta. Mucha. Deberíamos ser capaces de repararla y volverla a utilizar.
MARGARITA
Voluntaria en Bomberos
En Calamar, como en todo Colombia, hay dos momentos de clima dominante. Uno de sol y escasa lluvia, entre los meses de enero a marzo y de julio a septiembre, que seca los caminos, reduce el caudal de los ríos y alienta los incendios forestales. Y el otro, entre abril y junio y luego entre octubre y diciembre, que es de agua corrida por los aguaceros y trae las inundaciones y los deslizamientos y apaga las chispas que desatan los incendios.
Como ya parece evidente, el cambio climático ha alterado estos lapsos haciéndolos más extensos o más intensos o los dos al tiempo. Según las mediciones de Global Forest Watch, 2019 presentó 55 alertas de incendios forestales en Calamar, la cifra más alta registrada en la última década. En 2012, para tomar una referencia, fueron menos de la mitad. Y lo que va este año con cierre al 22 de septiembre se han registrado 51.
Para llegar a Calamar hay que andar dos horas desde San José, la capital del Guaviare, por una carretera mitad pavimentada, mitad trocha de tierra roja, en dirección suroriental. Antes aparece El Retorno, un municipio más pequeño que creció como parada del camino y hoy es un agitado punto de comercio. Si uno hace el cálculo tomando como referencia a Bogotá hay que decir que la ruta incluye tres cuartos de hora en avión o unas diez horas por tierra para llegar a San José, con la brújula apuntando al sur.
Habitado por unos diez mil habitantes, este municipio creció sobre la margen derecha del río Unilla. Y además de ser su principal fuente hídrica y corredor de transporte fluvial hacia el interior de la selva amazónica, hoy es la frontera entre el casco urbano y las fincas ganaderas que se prolongan hacia el sur y que solo se detienen en las selvas del resguardo del río Itilla que ya son las barbas del Chiribiquete.
Cuando suena la sirena de bomberos, nadie en Calamar que no sea de la Estación mueve una pierna ni levanta la ceja. Ya saben que la emergencia está en otro lado, no en el casco urbano. La sirena es de ciclo largo y lento. Su tono es más grueso, menos agudo, que las habituales de las ambulancias o de la policía. Digamos que esta sirena es como un aviso paciente que dice: “hay algo que atender, te esperamos”, y no un escándalo desesperado que exige “ya aquí o todo se va a la mierda”.
Son las nueve de la mañana y me veo atravesando el parque principal a zancadas. La sirena ocupa el centro del pueblo. Muñeca va relajado en su bicicleta, me ve y dice que me están esperando para salir. Que mueva el paso. Hay un incendio en un potrero situado a unos 25 minutos de la cabecera municipal. Partimos en dos camionetas. Somos tres reporteros junto a una decena de bomberos.
Al llegar entendemos la emergencia: es un incendio controlable, no tan voraz, aunque ya ha avanzado sobre unos lotes que pueden medir unas diez hectáreas. Los bomberos más sagaces son jóvenes entre los 25 y los 35 años. Sin dar alargues, saltan de la camioneta, se cuelgan en la espalda las máquinas apagafuego que ellos llaman “marcianos” y se internan en el potrero. La candela no es más alta que una persona y va muriendo por los chorros de aire que disparan los marcianos. Yo avanzo con cautela siguiendo los pasos de los bomberos. Ayer, dentro de las instrucciones que nos dieron para salir a terreno hubo una que me aprendí como regla de vida: en un incendio forestal el lugar más seguro es el que ya está quemado, porque el fuego ya pasó por ahí agotando lo que necesitaba para arder. Así que voy buscando las áreas consumidas para correr hacia la más próxima en caso de que el fuego cobre una inesperada segunda vida y se venga sobre nosotros.
No hay tal. Lo que abunda sobre estos suelos en ceniza son animales achicharrados. Insectos, sobre todo. Escarabajos y ciempiés. Algún nido de pájaros y sapos y serpientes.
—Rozaron y quemaron —me explica John—. Pero se les salió de las manos y la candela se estaba pasando para los potreros vecinos.
Rozaron y quemaron quiere decir que los colonos de estas tierras, aspirantes a ganaderos, tumbaron la selva con hacha y motosierra para luego prender fuego. Método típico en esta región para convertir una hectárea de jungla en una hectárea de pasto de engorde.
Una hora larga después, los bomberos ya han apagado cada brote de fuego. Y varias columnas de humo gris azulado se van elevando y juntando en el cielo hasta darle forma a una nube densa y olorosa. De regreso a la estación, en la camioneta, vamos escuchando baladas rockeras de Heart. John se deja ver contento.
—Esa cantante se llama Ann Wilson —dice y hace una pausa mientras sigue el compás de la música con la mano sobre el timón—. ¿Cómo la vieron?
En la respuesta incluyo dos virtudes: una, los bomberos son todos jóvenes, por lo tanto, veloces y osados; y otra, se nota la coordinación entre el equipo: hablan, se dan la mano y saben dar pasos certeros dentro del incendio.
—Eso es lo que se necesita —dice John—. Jóvenes rápidos y cumplidores de las instrucciones. Hay cuerpos de bomberos con mucho cacique y poco indio, y acá lo que necesitamos son indios, ¿para qué tanto cacique dando órdenes? Lo que uno necesita son jóvenes que allá afuera trabajen como se debe.
Tomo nota de la respuesta, pero no olvido que hace unas dos horas, cuando llegamos al lugar de la emergencia, una de las mujeres bombero más jóvenes —una trigueña de ojos miel recién desempacada del colegio— saltó de la camioneta dispuesta a ayudar apagando candela. Pero nomás se internó unos pocos pasos en el terreno, John la regañó diciéndole que ese no era su lugar, que volviera al puesto de mando junto a las camionetas, que desde allá debía estar atenta a lo que necesitara el equipo. El regaño, debo decirlo, fue durísimo, quizás innecesario. El mismo John se dejó ver desmesurado o sobreactuado durante el incendio queriendo apagar pequeños focos de fuego con pisadas, como si estuviera matando cucarachas.
(A la mañana siguiente, Álex Guzmán, el subcomandante de la estación, me dirá que el grupo vio a John comportándose de manera inusual, que seguro era porque nosotros estábamos ahí con cámaras, que seguro quería mostrar más determinación que la que ameritaba la emergencia. Que en la noche hablaron con él y le pidieron que se calmara. John me admitirá que sí, que a veces se excede, pero que él agacha la cabeza y recibe las críticas del grupo. Que aceptar los errores también es ser un buen comandante).
John llegó al Guaviare en 1984, exactamente a Miraflores, el municipio más al sur del departamento al que solo se accedía por aire desde el aeropuerto de Villavicencio. Hoy ya existe una carretera —la trocha más desalmada de la región— que lo une con Calamar. Nacido y criado hasta la adolescencia en Bogotá, John se pegó ese viaje siguiendo a sus hermanos que habían salido de la capital buscando a su mamá. Pero una vez John descendió por la escalerilla del avión hasta poner los pies sobre la pista sintió que había llegado a la que sería su tierra definitiva.
—Comencé a transformar mi identidad. Ya no iba ser rolo. Sería del Guaviare que es como decir que uno es de todo Colombia porque todas las regiones tienen gente acá. Usted pregunta procedencias y le dirán: Valle, Chocó, Santanderes, Bogotá, Eje Cafetero, Tolima, Costa Atlántica, Llanos Orientales, todo.
Ayudó que no mucho después se enamoró de una mujer guahíba y que encontró una buena manera de ganarse la vida. Antes de haber dejado Bogotá, él y sus hermanos hicieron un curso de buceo que, ya ubicados en el Guaviare, les sirvió para ofrecer servicios que nadie más se atrevía a ofrecer: búsqueda y rescate de pertenencias, cuerpos y embarcaciones en los ríos amazónicos.
—Acá nos dimos cuenta de que éramos buenos para el agua, que nadie bajaba a las profundidades que nosotros sí. Una vez alcanzamos 54 metros de profundidad en el río Guaviare buscando un DC3 de la empresa Transoriente. Los únicos locos que hacíamos eso por aquí éramos nosotros.
Cobraron alguna fama y empezaron a ser solicitados por instituciones y empresas particulares; no solo en el Guaviare sino también en los departamentos del Vaupés y Amazonas. No faltó la persona que les dijo que debían entrar como efectivos de un cuerpo de socorro. “Eso no lo pagan”, contestó John. “No importa”, les insistieron, “ustedes son buenos, deberían estar ahí”. Luego, las fuerzas de seguridad y de antinarcóticos les ofrecieron un lugar remunerado y digno. También se negaron, esta vez por no hacerse enemigos. En esa primera mitad de los años noventa las Farc reinaban sobre Calamar, con todo y la imposición de reglas de convivencia y justicia de guerra. Si los buzos se hubieran incorporado a la fuerza pública hubiesen pasado a ser objetivo militar de esa guerrilla.
—Ya entendíamos que independientes era mejor: ganábamos menos, pero nos movíamos sin riesgo.
El paso de crecimiento profesional lo dieron por su cuenta no mucho después. Los tres hermanos, Nelson, John y Muñeca cuyo nombre es Carlos, juntaron ahorros y pidieron prestado lo faltante para comprar un par de embarcaciones con las cuales crear una empresa en la que pudieran combinar el buceo y el transporte. La bautizaron: Transportes Fluviales Hermanos Perdomo.
MUŃECA
Carlos Perdomo
En alguna mañana de 1998, de la que John no recuerda la fecha precisa, los bomberos de Calamar fueron a tocarles la puerta. A un kilómetro a la salida del pueblo por el río Unilla habían asesinado a una familia, arrojaron los cuerpos al agua y hundieron la lancha en que venían, no sin antes robarles la plata. Los bomberos, que desde su origen tenían la misión de recuperar los cadáveres de la gente que moría en áreas públicas, les pidieron el favor a los tres hermanos que les ayudaran a sacar esos cuerpos. Y debía ser un favor, insistieron, porque no había dinero para pagarles el servicio. Los hermanos Perdomo entraron al río, rescataron los cadáveres y trajeron la lancha a flote. Al ver en frente suyo la capacidad de los Perdomo, el capitán les dijo que se unieran al cuerpo de bomberos, que le iban a servir mucho al pueblo. Los Perdomo volvieron a decir que no. Y en los días sucesivos, cada vez que el capitán se encontraba en la calle con alguno de los tres hermanos repetía la invitación. La respuesta que cualquiera de los tres le daba era la de siempre: no querían porque no había sueldo.
—Yo pasaba por aquí por la estación y miraba para dentro y aunque yo no estaba convencido, empezó a picarme la idea —dice John—. Hasta que un día le dije a mis hermanos que nos metiéramos haber qué pasaba. Y me copiaron. Desde ese momento salimos a recuperar cuerpos, motores de embarcaciones, lo que se cayera al agua, pero ya no independientes sino como bomberos de Calamar.
—¿Y la idea le picó porque sí? ¿Qué le ofrecieron en contraprestación?
—No me ofrecieron nada porque la Estación no tenía nada para dar. Lo único que me dijeron era que yo entraba con rango y no como raso, porque había estudiado la ley que rige a los cuerpos de bomberos. De resto, entramos porque queríamos ver cómo era y en qué podíamos ayudar.
JOHN PERDOMO BARÓN
Comandante Estación de
Bomberos de Calamar
Diez años más tarde, en 2008, John fue nombrado comandante de la Estación. Con su carácter amistoso y decidido se había granjeado la confianza de los integrantes más antiguos. Era una época en que el grupo estaba con las manos vacías y la estación no contaba con más vehículos que “la Guerrillera”. Según John, un capitán venido de la ciudad de San José y que comandó la estación por unos meses se había llevado consigo los pocos implementos con que salían a atender una emergencia.
—Dejó esto limpio, como hueso de tamal.
Su primera labor de comandante fue esa: suplir las carencias con lo mínimo. Tocó puertas del Gobierno, participó en convocatorias elaborando proyectos y pidió ayuda directa a las organizaciones de cooperación internacional. Fue Usaid quien les donó las herramientas manuales de corte y raspado: palas combinadas, palas forestales, rastrillo cegador, rastrillo Macleod y el batefuego.
—Empezamos a creer mucho en la herramienta. Todavía la tenemos. Siempre salgo con herramientas de esos años porque son muy buenas. Usted sabe que la herramienta es la vida suya y la de su equipo, por eso la cuida.
Poco después, en octubre de 2008, el Sistema Nacional de Bomberos les dio el primer camión cisterna. Para John fue un gesto de respaldo a su labor por parte de la máxima autoridad del ramo. Para la Estación fue el gran paso hacia lo que era considerado la profesionalización del servicio. No era lo mismo un caserón de maderos tostados con ocho hombres solitarios que se hacían llamar bomberos, a que ese mismo caserón y sus ocho solitarios tuvieran parqueado bajo su techo un vehículo especializado, color rojo, con las conexiones para mangueras, sirena luminosa, ajustes exteriores para herramientas manuales, y un letrero en el frontal que anunciaba: Cuerpo de Bomberos de Calamar. La sola presencia del camión mandaba el mensaje inequívoco de que ellos eran los especialistas y no unos entusiastas que atendían rescates por desocupe.
—El día que me entregaron las llaves me tomé un tinto llorando. La felicidad más grande era que Calamar tuviera un carrito. Duramos un día lavándolo. Y ahí lo tenemos, a pesar de que ya nos dieron otro más grande. Nunca nos ha dejado botados.
Las emergencias ocurrían en la cabecera municipal. Era una época en la que Calamar no había tendido redes eléctricas y la iluminación en la calle y en las casas dependía de velas, linternas y de la electricidad suministrada por generadores a combustible para quienes pudieran pagar la conexión que solo iba de seis de la tarde a diez de la noche. Lo usual, entonces, eran súbitos incendios estructurales crispados por una vela descuidada dentro de alguna vivienda de retablo. Nadie se preocupaba por incendios forestales. Ocurrían muy poco. Y si las llamas se tragaban algún tajo de finca, la gente esperaba que la lluvia apagara la urgencia.
—Teníamos una manguera que conectábamos a una motobomba que tomaba el agua del río Unilla. Si tocaba apagar candela al otro lado del pueblo, le conectábamos diez tramos de manguera y allá llegábamos. Los fines de semana la usábamos para lavar las calles. Ahí la tenemos todavía. Desarmada, pero está. Y los bomberos jóvenes de ahora me dicen que eso es chatarra, que salgamos de eso, y yo les digo que de malas: no salgo de ella, es una reliquia y fue mucha la candela que apagamos con esa motobomba.
Para el momento en que John era el capitán de bomberos, la empresa que había fundado con sus hermanos ya había quebrado. No solo fue que John terminó enamorado de su oficio y poco a poco se fue zafando de otras responsabilidades, sino también que el conflicto armado hizo más difíciles las condiciones para el transporte público fluvial: mientras la guerrilla usaba las embarcaciones de la gente para moverse por la zona, la aviación militar disparaba contra cualquier carro o lancha que considerara sospechoso. Después de la salida de John, Nelson y Muñeca buscaron otras formas de ganarse la vida aunque continuaron ligados a bomberos.
Eran años en que los incendios forestales los incendios forestales ya eran más frecuentes que los estructurales. Sobre todo, en las temporadas de sol. Los equipos que tenían en la Estación no facilitaban el trabajo a campo abierto. Los carros cisterna no estaban acondicionados para remontar las trochas y las herramientas de corte y raspado no eran suficientes para atacar el fuego. Necesitaban algún aparato para disparar chorros de agua. Vino, entonces, el segundo paso de crecimiento del cuerpo de bomberos de Calamar: el instante en que los veteranos se dieron cuenta de que las fumigadoras clásicas que los agricultores se cuelgan en la espalda para bombear fertilizantes sobre los cultivos —y venenos para plagas— sirven para apagar las llamas. Lo único que debían mejorar era la boquilla aspersora, para que soltara un flujo más intenso. Fue el segundo gran momento, le entiendo a John, porque a la hora de enfrentar un incendio forestal ya tenían tecnología propia para neutralizar candela con agua. A las botas y guantes, a las mascarillas antihumo y a la herramienta de corte y raspado se unían estas atomizadoras que en el campo también son llamadas “cacorros”.
—Cada bombero se apersonó de uno. Así hemos sido acá: cada bombero se casa con su equipo. Éramos ocho bomberos y teníamos diez cacorros. Luego, fueron entrando más bomberos.
—¿Cómo convencían a la gente de ser parte de este equipo?
—El amigo que quisiera. Alguno decía: “lléveme a apagar candela”. Y yo: “camine”.
—¿Sin capacitación previa?
—La capacitación era en el tajo. Con la candela en frente.
—¿Qué encontraban aquí que se quedaban a pesar de la precariedad?
—Primero, la amistad. Segundo, yo me rebuscaba la gasimba, el pancito. Yo le iba a chillar al alcalde para la comida. No faltaba el que pasaba por aquí y preguntaba: “¿A ustedes les dan almuerzo?” y al ver que sí, pedía ingreso. Yo creo que la mayoría se quedaba al ver el sufrimiento de los que estábamos aquí, por solidaridad, porque no era fácil apagar candela con los cacorros cuando había pasto de dos metros de alto.
Llegó el día en que los bomberos veteranos fueron cansándose de la falta de estabilidad laboral y de que las circunstancias de su trabajo siempre fueran adversas. Los dos hermanos de John se apartaron. Nelson lo hizo del todo. Muñeca, parcialmente: dejó de permanecer en constante estado de alerta para dedicarse a trabajos que le dieran algo más de dinero. Y solo se unía al grupo cuando había un incendio que debiera ser atendido con todo el personal posible.
La Estación no quedó sola, en todo caso. El Gobierno local ya había resuelto que los estudiantes de bachillerato que debían cumplir sus horas de trabajo social podían hacerlo como colaboradores de bomberos. Y varios, luego de obtenido el requisito, se fueron quedando un tiempo más, como el actual alcalde de Calamar, Farid Castaño García. O de manera indefinida, como Salvador Chitiva, que siguen respondiendo al sonido de la sirena y enfrentan incendios con el coraje y la fuerza de la primera vez. La hija de John, Anggy, también. Llegó como estudiante y hoy sigue en actividades administrativas y logísticas dentro de la Estación. Y cuando le toca ayudar en terreno se aprieta el uniforme y el casco, y va detrás de los más osados, pendiente de darles la mano. John se ufana de que en el Guaviare el cuerpo de bomberos con el personal más preparado por antigüedad y experiencia es el suyo, el de Calamar.
—Los tengo registrados y carnetizados en el sistema. Tienen la antigüedad y la capacitación. El que menos tiempo lleva tiene cuatro años con nosotros. Eso hace que uno trabaje con personal joven, fresco, atlético y entrenado. No importa que sean groseros. Yo me voy a dormir tranquilo porque sé que los muchachos saben responder. Están equipados. Los carros están al día. Y nosotros no peleamos por guevonadas.
El grupo actual es de 18 bomberos, entre hombres y mujeres, y cuando suena la sirena responden, mínimo, doce. Y no es metáfora decir que son familia. Álex Guzmán, el segundo al mando, es el esposo de Anggy. Entró al cuerpo de bomberos en 2013, luego de haber llegado a la región como soldado profesional, miembro de una avanzada del ejército que debía enfrentar al Frente Primero de las Farc. Hoy es un hombre en torno a los 40 años, entrenado como nadie más en medicina de guerra y técnicas de supervivencia. Durante el rescate de los niños indígenas que sobrevivieron a la caída de la avioneta, en octubre de 2023, Álex hizo parte del equipo de búsqueda. De todos los bomberos del Guaviare es él único capaz de sortear la complejidad de la jungla más profunda y practicar curaciones de urgencia con pocos elementos médicos disponibles.
Los dos hijos de Margarita y Muñeca también conforman el equipo. Ángelo es un joven alto y fornido, de pelo largo rubio rojizo que se lo arremolina con una moña, y siempre se ve lleno de brío y valentía para enfrentar el fuego en terreno. David vuela en actividades de oficina y ha sido determinante para la gestión administrativa del cuerpo de bomberos. Margarita, como ya dije, tuvo una época en que salía a apagar candela parejo con los demás y hoy echa en falta a la Guerrillera. Ha sido, también, una líder defendiendo la labor de la Estación en momentos en que le han lanzado odio y resentimiento. Margarita recuerda, especialmente, un incendio en el centro del pueblo que consumió siete establecimientos de comercio y otro tanto de viviendas.
—Hicimos lo que humanamente podíamos hacer para apagar —me dijo.
Para la comunidad aquel esfuerzo no fue suficiente y se lanzó contra los bomberos con insultos y maltrato. Fue tanta la sevicia de la población, que el Gobierno local organizó una sesión en el Concejo Municipal para que los bomberos explicaran lo sucedido. Herida en su autoestima, Margarita fue al atril y dijo: “Ustedes nos agreden, nos tratan tan mal. Ustedes son muy abusivos con nosotros. Nosotros somos voluntarios: si quiero salir salgo, si no quiero no salgo. Nadie me obliga. Lo hago porque me gusta colaborar. Si para ustedes lo que yo hago, lo que hacemos los bomberos les causa daño, les entrego todo y salgan ustedes”. Margarita, como gesto definitivo, dejó su casco sobre la mesa central como si lo hubiera depuesto. El alcalde, del todo acorralado, contestó: “No, Margarita, no haga eso. Le pido disculpas”.
Desde el 2010 para acá, los incendios han sido mayoritariamente forestales. Con decir que Margarita, John y Muñeca solo remiten tres estructurales en los últimos veinte años: además del que fue debatido en el Concejo Municipal, hubo otro que dejó en cenizas la anterior sede del comando de policía y uno más que ardió varios días en el basurero central. De resto, las llamadas de auxilio siempre han sido desde las vastas áreas rurales. Este cambio, de acuerdo con los bomberos y con otras personas con las que conversé en Calamar, fue originado con la puesta en funcionamiento del Plan Colombia o a partir de la puesta en funcionamiento. Es decir, entre 1999 y 2002, porque este paquete de ayudas económicas y militares recibidas por el Estado colombiano de parte del gobierno de Estados Unidos propició el cambio de la actividad económica principal en el Guaviare: de la hoja de coca se pasó al ganado.
Desde los primeros cambuches y viviendas levantadas en Calamar, en los albores del siglo XX, este pueblo era el punto de avanzada de la colonización colombiana de la selva amazónica. El bosque de árboles anchos y enmelenados que se elevaban a más de treinta metros de altura existía a pocos metros de las paredes de la última casa. Hacia mediados de los años ochenta, por los días en que Margarita y los hermanos Perdomo se mudaron para el Guaviare, la fotografía del escenario seguía siendo la de la jungla tupida e inexpugnable, muy a pesar de que el cultivo de hoja de coca había entrado desde finales de la década del setenta.
—Llegué en 1986 y todo esto era verde, por donde andaba solo había selva —dice Margarita, sentada sobre unas sillas de sol ubicadas a las afueras de su casa bajo la sombra de un almendro—. No había calles pavimentadas y los caminos eran un lodazal. Todo mundo iba con botas de caucho. Era lo único que aguantaba. No había deforestación. Pero el Plan Colombia trajo la transición. Nos decían: “No siembre más coca, que el Plan Colombia le ayuda con ganado”.
El ganado como factor de cambio era una decisión estratégica del Plan. Durante las primeras rondas de fumigación con glifosato, que tuvieron lugar en los años noventa —particularmente intensas entre 1995 y 1996—, las ofertas de cambio de actividad económica que recibían los campesinos cocaleros eran otros cultivos como el de cacao y palmitos. Pero ninguno dejaba el margen de utilidad que la pasta base de coca sí. Las pocas familias que aceptaban las ayudas estatales volvían a la hoja de coca más temprano que tarde porque extrañaban el poder de compra que se permitían con esas utilidades. A cambio entregaban la tranquilidad, aceptaban que se convertían en piezas judicializables de la cadena del narcotráfico. El balance final siempre quedaba del lado de la hoja de coca, por más inclementes y agresivas que hubieran sido las fumigaciones aéreas con glifosato —y el resto de operativos de policía antinarcóticos.
El ganado, en cambio, prometía bienestar a dos manos. Primero, porque es una actividad que puede llegar a ser más lucrativa que una agrícola, aunque no necesariamente más que la coca. Mientras un cultivo se convierte en pasta base tras once meses de crecimiento de la planta y luego se puede recoger la cosecha cada seis meses, el ganado necesita como mínimo tres años para que una res llegue a edad de sacrificio. De ahí lo segundo, mientras la coca es un producto ilegal y sus cultivadores son tratados como los peores delincuentes, la ganadería es una actividad no solo legal sino también revestida por un aura de virtud. En el campo colombiano, nada más prestigioso que un pudiente ganadero.
La transición no fue tan rápida. Tardó no menos de diez años y ocurrió entre los episodios más cruentos del conflicto armado. La implementación de los componentes sociales, políticos y militares del Plan Colombia tomaron la década completa del año 2000 al 2010. Finales del gobierno Pastrana con su fracaso en los diálogos de paz en el Caguán, los dos periodos del gobierno Uribe y la toma de posesión del gobierno Santos. Tiempo durante el cual llegaron los paramilitares de la Casa Castaño para darle vida al Bloque Centauros, que ocupó toda la ciudad de San José y el pueblo de El Retorno, seguido por la Fuerza de Tarea Conjunta Omega —lo más granado del ejército, la armada, la fuerza aérea y la policía—. Los combates del Frente Primero de las Farc, con apoyo de otras avanzadas del Bloque Oriental, contra los Omega fueron en tierra con artillería y armamento no convencional. Hubo bombardeos aéreos y asaltos numerosos de la armada en distintos puntos de la selva a la que penetraron por río. La Casa Castaño, entre tanto, iba descuartizando campesinos.
Para la época en que el gobierno Santos ya estaba en diálogos de paz con las Farc, a principios de 2013 más o menos, el Guaviare ya era una zona de posguerra. Quien continuara cultivando hoja de coca quedaba estigmatizado, inevitablemente, como guerrillero. Quien se abriera a poseer ganado conquistaba el respeto estatal. Lo que no parecía tan obvio para los razonamientos del Gobierno era que el ganado resultaba ser una actividad inevitablemente expansiva: que un campesino con un toro y dos vacas a la vuelta de cinco años ya podía ser un ganadero de veinte cabezas. Y a la vuelta de diez años, ya podía tener unas cien cabezas. Para lo cual debía ampliar los cercos de su parcela. Al menos, una hectárea de pasto de engorde por cabeza y media de ganado. O mejor: una por una. Y en casos de baja eficiencia: una por cada dos hectáreas. En otras palabras: para crecer como ganadero la persona debía extender la cerca tumbando selva.
Hacia finales del 2016 el Guaviare ya era un lugar menos cocalero: de las 14.000 hectáreas promedio que tenía entre el 2000 y el 2005 pasó a menos de 7000 cuando Gobierno y guerrilla se encontraban en plena firma del Acuerdo de Paz. Y también era un lugar con índices menores de violencia: mientras que entre 2006 y 2010 la tasa de homicidios había fluctuado sobre los 100 por cada cien mil habitantes, para el 2016 y 2017 no pasaba de los 24 por cada cien mil. La cuestión es que también era un lugar con la selva más disminuida: según mediciones del Ideam, entre 2000 y 2005 la deforestación sumaba poco menos de 78.000 hectáreas, en cambio entre 2015 y 2020 sumaba unas 134.000. Y un lugar con más vacas: según el Inventario Ganadero elaborado por Usaid, en 2015 el departamento tenía 275.500 cabezas y en 2020 ya tenía 513.725.
Como si se pudiera inferir una relación entre coca y ganado, paz y deforestación: a menor coca, menos violencia y más ganado; a más ganado, más deforestación. Por lo tanto: a más deforestación, menos violencia.
—Con el cambio de la coca al ganado, la gente empezó a manejar sus fincas de otra manera —explica John—. Con el ganado los finqueros aprendieron a quedarse cuidando la propiedad, a no tener que salir corriendo como les tocaba a los cocaleros. Los finqueros se han quedado cuidando las vacas porque son suyas y pueden decirlo de frente. A la coca no la podían defender de frente porque es delito. Con el ganado todos están en la legalidad. Lo que no es legal es tumbar la selva. Pero ya tumbada y sembrada en pasto y llena de vacas, nadie le va venir a decir nada. El auge del ganado es ahora. Ahora usted ve cuatro o cinco camiones de carne estacionados en la calle. Antes no. Ahora usted ve almacenes de insumos agropecuarios en varias cuadras. Antes no.
La sirena vuelve a sonar. Es jueves y empieza la tarde. La información que reciben los bomberos en la llamada de auxilio advierte que el incendio es grande y no es cerca. Las dos camionetas a las afueras de la Estación tienen las puertas abiertas para que todo el que quepa se vaya acomodando. Sobre la reja de protección del colegio que hay en frente de la Estación se agolpan los niños en uniforme a vitorear a los bomberos. Sale la primera camioneta conducida por John. Cinco minutos después sale la segunda con el timón en manos de Muñeca. Voy en esta. Mis compañeros de trabajo, Víctor Galeano y Carlos Piedrahita, fotógrafo y videógrafo, se fueron en la primera.
El lugar de las llamas es un vasto potrero al que llegamos luego de cuarenta minutos de camino por una trocha de tierra roja. El incendio no ocurre a bordo de la vía. Hay que atravesar un potrero con cercas electrificadas. Margarita, al pie de la camioneta, me dice que esto siempre ha sido un problema: acudir a apagar candela en un lugar que está protegido por cercas electrificadas para acorralar el ganado.
—Nos hemos pegado unos pringonazos…
El dron deja ver que el incendio ya puede haber consumido más de cincuenta hectáreas. Y no se detiene. Su origen no parece otro que lo ya explicado: el colono de estos predios tumbó el monte y metió fuego. Como el sol no se aplaca desde hace tres días, las llamas crecieron con furia particular.
Ángelo y Chitiva, los dos más osados, saltan de la camioneta y se ubican los marcianos en la espalda. Margarita, que sabe reconocer el alma oculta de un incendio, le pone las manos en los hombros a su hijo Ángelo y le dice que tenga mucho cuidado, que ese incendio está muy peligroso, que se salga apenas intuya el peligro, que no espere a tener el fuego en frente suyo. Ángelo parece escucharla. Ella le da un beso y él se pone la máscara antihumo. Lo veo internarse en el potrero detrás de Chitiva. Alisto mi máscara antihumo y aprieto los cordones de las botas, para irme detrás de ellos. Muñeca me detiene para preguntar:
—¿Quiere ayudar?
Y en menos de lo que tardo en decir que sí ya tengo colgado el cacorro en la espalda, 25 kilos de agua sostenidos de mis hombros. Al llegar al primer círculo de llamas, me entero de que John ha enviado por el radioteléfono la instrucción de apagar con más candela. La técnica se llama «Contrafuego» y es una decisión solo justificable en caso extremo: cuando los bomberos entienden que con los aparatos y el personal disponible no será suficiente. Se trata de crear una ola de llamas que avance en dirección hacia el centro del incendio para que, al encontrarse de frente, se apaguen. El efecto químico ocurre porque entre los dos se agotan los materiales combustibles y se quedan sin energía. El riesgo es muy alto: que la ola creada se disperse en otras direcciones debido a corrientes rebeldes de viento, que cobre una potencia inusitada por una combustión no prevista o que, en definitiva, tarde mucho en alcanzar el foco del incendio y queme áreas que no tenía que quemar.
Chitiva y Ángelo vienen de regreso al lugar donde yo estoy. Los veo salir de entre las llamas. Caminan con tranquilidad, pero se expresan con ansiedad. Usaron los marcianos para disparar chorros de aire y agua al corazón de la candela, y no le hicieron mayor cosa. Muñeca ha traído la instrucción de John y se las informa a tres colonos que parecen los propietarios de los predios vecinos. Uno de ellos se abalanza sobre unos moños de pasto y les prende fuego desde el tallo con un encendedor zipo.
—Y uno necesitando este pasto para el ganado —dice, frustrado.
Muñeca me da la instrucción: mientras Ángelo y Chitiva se sitúan en el otro extremo del incendio para ir acorralándolo, yo debo dispararle chorros de agua con el cacorro a los brotes del contrafuego que quieran desbordarse.
El contrafuego crece rápido, las llamas se levantan hasta mi cintura en menos de nada. Y yo trato de reducirlas con lances de agua. El viento me arroja el humo. Una nube azulada y gris. Algo alcanza a filtrarse dentro de la máscara protectora, me lloran los ojos y los mocos se hacen agua. El humo envuelve todo y no me deja escapar. Pero es que no puedo escapar. Hay que controlar los brotes del contrafuego. La tos. Sorber los mocos.
Veinte minutos. Humo, fuego, chorros de agua. La tos. Sorber los mocos.
Treinta minutos. Humo, fuego, chorros de agua. La tos. Sorber los mocos.
Una hora. Humo, fuego, chorros de agua. La tos. Los mocos. El cacorro pesa menos y mi espalda ya no resiste un calambre que trepa por la columna. Muñeca aparece diciéndome que deje así, que ya toca esperar que el contrafuego termine de apagarlo.
Cruzo el potrero en diagonal, como acercándome al puesto de mando organizado al pie de la primera camioneta. Veo el desastre desde adentro: los troncos de lo que eran árboles centenarios están repartidos en el suelo luego de que los hubieran trozado. En una esquina hay algunos que pusieron como sentaderos en el camino. De fondo se nota lo que queda del bosque: astillas de lo que fueron especies nativas, chamizos chamuscados, unos pocos troncos erguidos que van asomando mientras el viento va disipando el humo. Ramas carbonizadas. La imagen guarda alguna similitud con la del final de una batalla cuerpo a cuerpo entre dos ejércitos: toda la muerte se ve acostada en el suelo, cada árbol como soldado caído; los pocos que han quedado con vida se mantienen erguidos a pesar de sí mismos. Lo que hace dos semanas era selva frondosa ya es un polígono medido en hectáreas de ceniza.
Álex Guzmán, el subcomandante de la Estación, nos trajo hasta esta finca que es la última antes de que empiece el bosque primario que no se ha tocado. La trocha fue de una hora y siempre marchamos en dirección sur. El cerco del predio comienza mucho antes de llegar a la casa central y se nota la puja entre la mano del colono y la resistencia natural de la selva. Lo digo porque hay mucho bosque que sigue en pie, a pesar de que los claros de pasto abundan entre la espesura. Una pandilla de guacamayas rojas vuela de copa en copa. Y hay copas que están a más de quinientos metros de distancia.
Detrás de la casa se abre un sendero para internarse en la selva. Primero, la del Resguardo indígena del río Itilla. Y luego, bastante más luego —unos diez kilómetros— está la del Chiribiquete. Cualquiera de las dos exige superar el río Itilla, que en este tramo es ancho y de bordes escarpados. En la bajada de la casa al río la disidencia de la guerrilla de las Farc llamada Estado Mayor Central, EMC, tiene clavado un pendón anunciando que esta zona es de su dominio. Vale decir que lo que fue el Frente Primero nunca entró al proceso de paz, siempre estuvo por aquí y aprovechó la oportunidad de unirse o dejarse absorber de esta disidencia. Durante una hora, los tres reporteros caminamos el fragmento de selva que aún le queda a esta finca y para la cual no hay que franquear el río. Vemos huellas de zaino, pájaros de cantos guturales y unos simios juguetones y coloridos que nos miran riéndose desde la cima de los árboles. Este bosque nos permite ver algo de lo que era la zona: troncos portentosos de una frondosidad que oculta el sol, helechos y arbustos que anudan la vegetación, y la sospecha permanente de que hay animales camuflados que nos observan.
A uno de los campesinos que está de paso en la casa y que vive a una hora río adentro, bajo control total del EMC, le pregunto por las reglas de este grupo armado para conservar la selva. Me dice que a las personas recién llegadas a la zona ellos les dejan tumbar monte siempre y cuando no tengan tierra, pero a los que ya tienen una buena cantidad no les permiten nada.
—A un terrateniente que ya tiene 200 o 300 hectáreas no le dejan tumbar más monte —dice—, pero a uno que está empezando le dejan tumbar de 40, 50, 60 hectáreas.
—Y si el que tiene mucha tierra tumba más selva para tener más potrero, ¿cómo lo controlan?
—Primero avisan. Que todo mundo sepa. Por aquí todos saben. Y si alguien no cumple, lo matan.
—Le estoy entendiendo que el EMC deja tumbar selva si la persona apenas va a comenzar su propio fundo.
Con la cabeza este campesino me dice que sí.
De regreso a Calamar pasamos junto a un terreno que ardió toda la noche, que aún mantiene alguna llama entre las maderas de los árboles incinerados y que deja ver la sevicia que el hombre le inflige a este ecosistema: todo, absolutamente todo, lo que hace día y medio era vida —hojas, raíces, ramas, troncos, animales— ya son despojos incinerados.
Por supuesto, ayer nadie llamó a los bomberos para que detuvieran esta destrucción.
—A mí me parece que a ustedes los usan.
—Nosotros hacemos el trabajo que nos corresponde —me contesta John—. Ir a apagar candela. No preguntamos quién inició el fuego o quién causó el incendio. Eso lo deben averiguar las autoridades judiciales.
—Entiendo. Lo que quiero decir es que a ustedes los llaman para que apaguen los incendios que quieren legalizar. Me explico: un colono quema un terreno y va y los llama a ustedes y dice que hay un incendio. Ustedes van y apagan. El que llamó queda registrado como la persona que se preocupó por detener el fuego. Y no como la persona que propició el incendio.
—Sí, puede ser que sea así. La gente está quemando a pesar de que el Gobierno tiene prohibido hacer cualquier quema en este momento.
—Y ustedes, que son conscientes de que los usan para legalizar incendios, no pueden hacer nada para oponerse.
—Nuestra misión es apagar el fuego, evitar los incendios. Si alguien llama pidiendo auxilio, nosotros vamos a ayudar.
—Sin preguntar.
—Sin preguntar. Los que aquí deberían financiar al cuerpo de bomberos son los ganaderos. Los que más nos ponen a voltear son los dueños de fincas ganaderas. Si usted analiza, en tiempo de quema los bomberos terminamos siendo los trabajadores de las fincas. Nos toca apagarles la quema, cuidarles los animales, la cerca, el poquito de monte que les queda. Nunca llegamos a averiguar quién prendió la candela. Encender el fuego es delito; averiguar es prestarse al problema. Llegamos a apagar. Nada más.
La pregunta sobre quién está quemando la selva supera el propósito de esta crónica. He usado la palabra “colono” siendo consciente de que no es la más exacta. El concepto ha sido formulado por las ciencias sociales para definir a las personas que llegaban a una región no habitada, quizás inexplorada, para levantar un puñado de viviendas y darle espacio a una comunidad que no tenía tierra. La colonización de baldíos ha sido la constante del desarrollo urbano del país. Así fue la ampliamente citada “Colonización antioqueña” sobre los terrenos boscosos que hoy son el Eje Cafetero, por allá en el siglo XIX y comienzos del XX. Así fue la “Colonización llanera” de las selvas del Orinoco, también en el XIX y parte del XX. Se supone que la del Guaviare tuvo lugar durante todo el siglo XX y que la oleada colonizadora más intensa fue producto de la entronización del cultivo de coca como mecanismo de construcción de un futuro ligado a la insurrección armada. Se supone que ese movimiento migratorio hacia estas selvas, ocurrido durante los años setenta y ochenta y parte de los noventa, ya había configurado por completo la urbanización de los cuatro municipios del Guaviare. Y resulta que ahora la ganadería se ha convertido en un nuevo motivo para la llegada de una cantidad de gente que algún académico quizás más adelante termine validando como una cuarta oleada migratoria. John me lo explica así:
—Han estado viniendo muchas personas de los Llanos Orientales, de Boyacá, de Santander. Venden la parcela que tenían allá. Se traen unos cien millones de pesos que allá no alcanzan para nada, en cambio con eso acá usted abre un fundo de más de cien hectáreas. También han venido personas con mucho dinero, gente rica, gente a la que quinientos millones de pesos no les duele. Con eso acá compran mucha tierra, pero mucha, y tumban todo el monte que quieran.
Por supuesto, hay informes que no hablan de nuevos colonos. Hablan de “acaparadores de tierra”, gente que no tumba la selva para levantar su casa y desarrollar una actividad económica, sino para hacerse dueña de más tierras, para incrementar su patrimonio y convertirse en hacendada, para obtener poder a partir de su rol de terrateniente casi feudal. Sobre esto, Infoamazonía publicó una investigación en 2019 que señalaba a políticos importantes del Guaviare y a unos empresarios como los rostros de los “acaparadores de tierras”.
—Estoy entendiendo, John, que mientras siga llegando gente nueva con ganas y manera de hacerse dueño de una tierra, la selva será quemada y convertida en potrero. Mientras sigan llegando personas con ganas de colonizar baldíos hacia el sur del país, la selva será destruida.
—Mientras siga llegando gente con ganas de tierra, la selva será arrasada.
Sea como sea, nuevos colonos o acaparadores de tierra o ambos, su éxito depende casi que exclusivamente del dominio militar que ejerce el grupo armado ilegal y las maneras como llegan a acuerdos o a negocios. Hay registro de que el 23 de noviembre de 2023, el grupo armado que antes fue Frente Primero de las Farc y ahora es parte de la disidencia llamada EMC citó a una reunión en Puerto Zancudo, un paraje al que se llega por el río Unilla. Asistieron colonos y comerciantes que se encargaron de prodigar el mensaje: todos los deforestadores quedaban amenazados de muerte, aunque le permitían tumbar cinco hectáreas a los que apenas llegaban a abrir zona. Y aunque no me lo confirmaron ellos mismos, supe por fuentes confiables que tanto el delegado de Parques Nacionales como el de la autoridad ambiental CDA también estaban bajo amenaza de muerte.
El día anterior a nuestra salida de la región, todos los comerciantes de Calamar fueron recibiendo una imagen en su WhatsApp con un mensaje firmado por el EMC que les ordenaba subirle el precio a la cerveza a partir de esa misma noche. Y así ocurrió: desde ese día la botella de cualquier marca de cerveza quedó valiendo 500 pesos más.
—Ser bombero es sacrificio, es sufrimiento —me dice John—. A veces uno quisiera salir corriendo y dejar esto. Pero no. Uno baja la cabeza, se aguanta y sigue.
—¿Baja la cabeza porque siente que es una situación injusta? ¿Siente que los bomberos ponen mucho y reciben poco?
—Como le digo: bomberos es un sacrificadero. Ayudarle a la gente tiene su valor. Falta de sueldo, de apoyo, siempre hacen falta cosas que los muchachos necesitan para cumplir bien su labor. Los bomberos necesitan estar bien: estabilidad, comida, ropa, vivienda. Como dice el dicho: “Tenéis hambre, coméis mierda”. De todos modos, es mi vida, la escogí. Nunca estuve raspando coca; nunca, en una finca de ganado. Quise distinguirme de los demás y fui bueno en el agua. Me di cuenta de que tener demasiada plata era malo, mire el cementerio y la cárcel y verá que están llenos de gente que quiso ser rica. Nosotros aquí con lo poquito, pero tranquilos en el trabajo diario de que evitar que la gente no se muera en un incendio.
VICTOR GALEANO – DIRECCIÓN/REPORTERO/FOTOGRAFÍA
JUAN MIGUEL ÁLVAREZ – REPORTERO/ESCRITOR
CARLOS PIEDRAHITA – REPORTERO/REALIZACIÓN AUDIOVISUAL
LAURA SOFÍA MEJÍA – PRODUCCION EJECUTIVA
NATHALY HURTADO TORRES – PRODUCCIÓN
CAMILO ALZATE – PERIODISTA/ESCRITOR
STEVEN HERNÁNDEZ – PROGRAMACIÓN
SEBASTIÁN LÓPEZ – DISEÑO WEB/GRÁFICO
ANDRÉS RIVERA – DISEÑO GRÁFICO
ANGIE SALAZAR – COMUNICACIÓN DIGITAL
MARIEL BEJARANO – GESTIÓN DE COMUNIDAD
AGRADECIMIENTOS
JHON PERDOMO – COMANDANTE DEL CUERPO DE BOMBEROS VOLUNTARIOS CALAMAR. GUAVIARE.
MARGARITA MARÍN, CARLOS PERDOMO, ÁLEX GUZMÁN Y TODO EL CUERPO DE BOMBEROS VOLUNTARIOS CALAMAR GUAVIARE.
Los datos usados para la visualización de las gráficas
fueron levantados y aportados por Mongabay latam.