Enfermedad, abandono
estatal y ambición: la fiebre
del oro se apoderó de una
población del Chocó y se
esparce por los ríos como
el mercurio por la sangre
de sus habitantes.
Un cronista y un reportero
gráfico hacen una cartografía
de la epidemia.
Dice:
―Las ronchas. Mire las ronchas.
Yulitza se descubre las pantorillas. Su piel mulata se ve asaltada por
unos manchones blancos circulares, ovalados, alargados, no más grandes que una moneda.
Primero fueron ampollas. Bolsas de agua envueltas por una capa fina de piel.
El médico le dijo que era una contaminación por contacto con metales. Yulitza empezó a
tomar antibióticos y, a los días, las bolsas de agua se volvieron llagas supurantes.
Ella continuó con la penicilina. Días más tarde, las llagas se secaron y le quedaron así
como las estoy viendo: manchones blancos circulares, ovalados, alargados, no más grandes
que una moneda.
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―El río. Eso fue ese río.
Yulitza tiene 39 años y sus apellidos son Mosquera Palacios.
Es negra –nariz ancha, labios belfos, pelo esponjado– aunque
su piel no es ébano azul; acaso, chocolate. Un año atrás residía en
Bogotá y se ganaba la vida de las maneras más jodidas: ventas ambulantes,
aseo en restaurantes, haciendo mandados. Reventada por la crudeza de la ciudad,
buscó a uno de sus hermanos aquí en Río Quito. El hermano le dio techo y comida.
Ella preguntó en qué podía trabajar. En minería, todos por aquí trabajan en minería.
Yulitza nunca antes lo había hecho, pero se le midió y le dieron dos opciones.
Una, irse para las playas de los ríos con la batea y el almocafre, y hurgar en
la arena y en el sedimento. Otra, tocar la puerta de las dragas para que le dejaran
sacudir los tapetes que filtran el oro de la tierra horadada. Para la primera,
Yulitza requería conocimiento y práctica. Para la segunda, solo voluntad.
Optó por la segunda. Y al mes de haberse expuesto al contacto con el agua del
río y con los tapetes y con la tierra horadada, le salieron esas ampollas.
Dice:
–Me dolían horrible. Me dolía la infección. Sangraba. Ya no quiero ni mirar
ese río.
Cae una noche de cielo azul índigo. Adentro, una cortina colorada tamiza la luz del
alumbrado público y la sala en que nos encontramos cobra un tono rojo marciano.
Río Quito está situado a casi 600 kilómetros al occidente de Bogotá, en la región
selvática del océano Pacífico colombiano, en el centro del departamento del Chocó.
Tiene 9.000 habitantes. Gente negra, moradores de esta tierra desde la Colonia.
También hay unas cuantas familias indígenas. Mestizos, no. La poca piel blancuzca
que uno ve por ahí es la de aparecidos ocasionales, rebuscadores de la riqueza de
la selva, que se van cuando ya han llenado sus bolsillos.
Río Quito es de origen reciente. Su nombre es el del afluente que atraviesa
sus linderos: un vasto caudal paralelo al río Atrato, de meandros rítmicos que
desde el aire se ven como una infinita serpiente ocre. Hasta abril de 1999, su
territorio y habitantes estuvieron censados en Quibdó, la capital del departamento.
A partir de aquel año, el Estado le dio vida como municipio integrando una decena de
caseríos levantados en la ribera del río desde hace dos siglos. El más grande y poblado,
Paimadó, funge como cabecera municipal, sede de la Alcaldía y del comando de policía.
Tiene unos 3.000 habitantes. En extensión, le siguen Villa Conto con 2.000 habitantes
y San Isidro con menos de 1.000. De ahí para abajo, los caseríos tienen alrededor de
200 habitantes. Los 9.000 se completan con minúsculas comunidades escondidas entre la manigua.
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Como en cualquier pueblo de la selva colombiana, la gente se procura el sustento
con caza y pesca, cultivos de pancoger, extracción de maderas y minería de oro.
Actividades con herramientas de mano elaboradas por ellos a lo largo de los años.
Pero en algún momento que los rioquiteños no precisan muy bien perdieron el control
de la minería de oro. Entró maquinaria enorme, dragas y retroexcavadoras, gente con
dinero de sobra, y dieron inicio a la explotación desbocada, sin controles ambientales
ni límites de nada, sin haber gestionado licencias, sin regulación fiscal, sin compasión
por los ecosistemas, sin retribuciones económicas sustanciales para el municipio, sin
beneficios reales para la comunidad.
Francisca Palacios Murillo, 34 años, dice:
–No sabíamos que esa agua estaba tan contaminada. Nos bañábamos en el río, lavábamos
la ropa, todo.
Desde niña, Francisca aprendió a ‘minear’ con el método ancestral: el barequeo,
que consiste en poner el sedimento en una batea cóncava de madera, para luego
irlo depurando mediante giros concéntricos. La fuerza centrífuga aligerada por
el agua va expulsando las partículas más livianas hacia el borde de la batea y deja en
el centro las más densas, como las del oro. Pero abandonó el oficio luego de que las
dragas se hubieran comido todo ese metal de las playas.
Después de parir a su hija, Francisca tocó la puerta de un frente de explotación minera.
Una draga capitaneada por un ciudadano brasileño. No había cupo para ella en la nómina,
pero le permitían que revolcara el lodo que ya había sido procesado por sus aparatos.
En otras palabras: le daban la posibilidad de meter las manos entre los desechos.
Con suerte, encontraría una chispita de oro que hubiera escapado al tecnificado
mecanismo de extracción.
Empezó. Tomaba el lodo desechado, se situaba a orillas del río y ponía a girar su batea.
Una semana. Dos semanas. A la tercera, Francisca sintió una comezón insoportable en
la vagina, acompañada de un flujo oscuro. Fue al médico. Le diagnosticaron infección
severa a causa de un hongo en la matriz, tras el contacto prolongado con el agua del
río. Su tratamiento implicó una dolorosa cirugía para limpiar el endometrio.
Le quedaron mareos, dolor de cabeza y un temblor en las manos. Dice:
Dice:
–Es un dolor de cabeza intenso, como una picada. Y las manos me tiemblan por
cualquier cosa. Si abro la nevera y me coge el frío, me tiemblan. Si cargo algo
pesado, me tiemblan. Si estoy quieta y hago una fuerza, me tiemblan.
Recuperada de la cirugía y evitando al máximo sumergirse en el río por encima de
la cintura, Francisca volvió a barequear. Al cabo de los días, se cortó un dedo
de la mano con una puntilla, pero no le dio importancia. No era dolor para una
chocoana de selva. Hasta que comenzó a ver que la herida, en vez de cerrarle,
se le fue comiendo la carne hacia adentro y le dejó el hueso expuesto. Fue al
médico. La operaron, la curaron, le reconstruyeron el dedo.
—La piel se puso toda fea, toda manchada—
Suturada y vendada, volvió a su casa en Paimadó. Urgida de dinero para cubrir
las necesidades de su hija, tomó la batea. A los días, se jodió otro dedo de la mano.
Se le infectó. Y cuando llegó al médico, la dejaron hospitalizada. Le dijeron que
si cada cortada, por pequeña que fuera, se le infectaba era porque su sangre estaba
envenenada con mercurio. Le hicieron exámenes. Según ella, nunca le entregaron los
resultados. Pero le recomendaron que de ahí en adelante no tuviera más contacto
con el agua del río. Ella dijo que sí, pero por dentro se dijo que no. ¿De qué
otra manera podría ganar un jornal?.
Hace poco, en un control rutinario con el ginecólogo, le detectaron una nueva infección.
Esta vez, en los ovarios. Los mismos medicamentos, las mismas explicaciones.
Su hija ya tiene seis años. También le hicieron exámenes para descubrir los
niveles de mercurio en su cuerpo. Según Francisca, tampoco le entregaron resultados.
De un tiempo para acá, cada vez que la niña se mete al río a nadar le brotan hongos
en el cuero cabelludo. Francisca la peina y una vez el pelo se le seca aparecen
las llagas.
–La piel se le puso toda fea, toda manchada –dice Francisca mientras abre las manos
en señal de impotencia–. Mantiene infecciones urinarias. A mi hija le dio bastante
duro el mercurio, bastante le dio.
Para llegar a Paimadó hay que tomar una lancha rápida en el muelle del río Atrato
en Quibdó –35 pasajeros sobre un casco de fibra de vidrio encarpado al que llaman
‘panga’–. La ruta busca la margen izquierda de la corriente y en breve se adentra
en el cauce del río Quito. Los primeros kilómetros son de aguas serenas en
vegetación tupida. De vez en cuando, una choza de tablas y paja.
Poco antes de pasar por Villa Conto, a unos 25 minutos de viaje, el paisaje cambia.
Se tuerce. Se estrangula. Los árboles colosales, el follaje y los nudos de hojas
desaparecen de los bordes. En su lugar queda una suerte de tierra molida del
gris más árido, con piedra desmenuzada. A veces, puesta en cierto orden geométrico
como si la hubieran fijado a manera de dique. A veces, arrojada sin tino ni
estrategia dando forma a cúmulos de desechos de construcción. Y a cada nada,
una draga apática arrimada sobre una playa, o su esqueleto herrumbroso tras
haber sido destruida por la policía.
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En Paimadó, la lancha atraca en un muelle natural: una bancada de barro tieso que
sirve como portada del caserío y que se va abriendo por entre las primeras calles.
La gente avanza con magnífica agilidad sobre un piso sin pavimento. Lo niños corren
y juegan descalzos. Hay mujeres sentadas al pie de las puertas de las casas.
Hay hombres jugando cartas en un kiosco alzado sobre una pendiente desde la
que se ve, anchuroso y plácido, el río Quito. Enfrente, como un saludo a los
que asoman la cara por aquí, se ofrecen la parroquia y una pequeña plaza con
butacas y juegos infantiles.
Hay hoteles. Además del que nos recibe a Víctor Galeano –el reportero gráfico– y
a mí, conté otros dos. Hoteles es un decir. Hay segundos pisos de casas de familia
distribuidos en cubículos a puerta cerrada, con cama y televisor. El baño es
compartido y hay ducha. No es un dato menor porque las familias están acostumbradas
a bañarse a totuma tirada, en el patio junto al lavadero. Como no hay
acueducto en ninguno de los caseríos de Río Quito, la gente recolecta la
lluvia para asearse y limpiar la casa. El agua para preparar alimentos
deben tomarla de riachuelos y nacimientos que no han sido tocados por los
químicos de la minería. Una familia promedio –papá, mamá, cinco hijos– puede
tardar una mañana yendo por esta agua: una hora de camino ida y vuelta, dos
horas en cola –hay vecinos que llegan primero– y una hora para llenar los bidones.
Además de no tener acueducto, padecen otras afugias cotidianas: no hay alcantarillado
ni recolección de basuras, nada de redes para telecomunicaciones, no hay parques ni
andenes, muchas familias viven hacinadas en ranchos de tablas, no todos los niños
van a la escuela y los que han ingresado a la educación superior se cuentan con
los dedos de la mano. En las mediciones estatales de los últimos diez años, Río
Quito ha sido señalado repetidamente como el municipio con el índice más alto
de necesidades básicas insatisfechas, es decir, el más pobre de Colombia. Un
punto de comparación: mientras que en Río Quito el 98% de sus habitantes adolecen
de todo lo anterior, en el municipio de Envigado, el menos pobre del país, solo el 6%.
Cuento viejo es venir hasta aquí y preguntar por el mercurio y la minería mecanizada.
Los líderes comunitarios y la población en general están acostumbrados a que toda clase
de investigadores y curiosos se aparezcan –aparezcamos– con ojos de interés. La primera
conversación que sostuve sobre este tema fue con Bernardino Mosquera, el presidente
del Consejo Comunitario de Paimadó, cuerpo que debate y toma decisiones para el
bienestar de la comunidad, sobre todo las que tienen que ver con la protección del
territorio ancestral. Bernardino me atendió en una cafetería en Quibdó, rodeado por
varios de sus compañeros del Consejo.
Fue un encuentro de mínima amabilidad, en el que Bernardino me advirtió de
entrada que en Río Quito estaban cansados de que los investigadores visitaran
el territorio, recogieran información, datos, testimonios, y no compartieran
las conclusiones con la comunidad.
―¿Lo que ustedes van a hacer para qué le va a servir a la gente?
―me preguntó sin asomo de retórica.
Pasó luego a explicarme generalidades de la situación, algunas con cara de denuncia.
Me dijo que las dragas habían entrado más o menos en 1997, siempre operadas por personas
de Brasil. Y que entre los años 2000 y 2005 se había dado el ‘auge’ de esta forma de
extracción, porque también arribaron mineros de otras regiones del país con plata y
maquinaria. En los años siguientes la comunidad reaccionó, los líderes denunciaron
en medios de comunicación lo que estaba pasando y exigieron que las oficinas
encargadas detuvieran las máquinas. No hubo respuesta inmediata del Estado,
pero sí de bandas de tipo paramilitar que aparecieron de súbito y se erigieron
como guardianes de los empresarios del oro. Hubo amenazas y asesinatos. Luego,
saltó la fuerza pública y desde 2008 comenzaron los operativos esporádicos de
incautación y neutralización de maquinaria y arresto de personas. En 2011, el
Consejo Comunitario de Paimadó, con apoyo de organizaciones no gubernamentales,
radicó una acción popular contra la minería mecanizada por violación de derechos
fundamentales. En 2015, un juez falló a favor. Les ordenó a varias oficinas –Alcaldía,
autoridades ambientales, ministerios– que elaboraran un plan para detener la
explotación devastadora en Río Quito, recuperar la producción agrícola, asegurarles
el sustento a los pobladores y revitalizar la dinámica social del municipio. Además,
para hacer comparecer a los responsables de la minería ilegal ante la justicia. Y en
2016, la Corte Constitucional visitó el municipio. Observó, escuchó, tomó nota. Fue
un momento en que la comunidad recuperó la confianza en el Estado.
La mayoría de dragas que han llegado para
devorar la selva del Chocó vienen de Brasil y
son operadas por extranjeros.
Pero fue un momento fugaz porque en los meses sucesivos no pasó nada. Las dragas siguieron
engullendo las entrañas de la selva y arrojando el residuo tóxico en el río Quito.
Lo máximo fue lo de siempre: helicópteros y aeronaves ligeras sobrevuelan la zona;
identifican los lugares en que están operando las dragas y las retroexcavadoras.
Transcurren unos días. De repente, aparece un pulposo operativo de fuerza pública:
policía reforzada con ejército. Asaltan una draga –o dos o tres–, la forran en dinamita,
la vuelan. Capturan a un operario –o a dos o tres–. Transcurren unos días. Un mes, quizás.
Y otra draga –o la misma pero reconstruida– retoma la extracción.
–Hay personas de la comunidad que le echan la culpa de todo al alcalde –dice–,
pero no aceptan que las dragas llegaron y se quedaron porque la misma comunidad
lo permitió.
Mena tiene 76 años, es calvo y poda un bigote lechoso de canas. Nacido y criado en
esta tierra, recuerda que sus padres eran mineros tradicionales. Cuando era niño,
no había máquinas ni motobombas. Abundaban los peces. La gente se bañaba en el río
sin temor ni riesgo. Sus padres alternaban la minería con la agricultura y nadie
pensaba que podía enriquecerse con el oro.
–Apenas era una ayuda para la canasta familiar.
Cuando asumió su cargo como máxima autoridad del gobierno local, a comienzos de
2016, Mena contó 75 dragas en las breñas del río Quito. En el fallo, el juez le
había ordenado a la Alcaldía decretar la ilegalidad de esta minería y solicitar
la intervención de la fuerza pública. Mena firmó el decreto, pero dice que la
policía no le ayudó.
Si la gente ha comido pollo y
carne y ensalada es por las dragas.
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–Y un decreto sin fuerza pública que lo haga valer es letra muerta.
La policia viene y se va. Hacen operativos de uno o dos días en los que
hay unas quemas simbólicas. Digo simbólicas porque los mineros siempre
se dan cuenta con antelación de que esos operativos tendrán lugar.
Desmontan el motor de la draga, lo esconden, lo entierran y la policía viene
y quema la draga sin motor, que es apenas una estructura de maderas flotantes.
Pero una vez se van las autoridades, los mineros vuelven a montar el motor.
Y aquí no pasó nada. Yo soy alcalde hace dos años y nunca me he dado cuenta
cuándo habrá operativo. Pero los mineros sí se dan cuenta. ¿Cómo? ¿Quién les
informa? ¿Cuánto dinero valen esos datos?
En su opinión, hay varias formas en que la minería mecanizada ha transformado
la cultura de la comunidad.
Cambió la vocación agrícola y pesquera. Desaparecieron los cultivos de chontaduro,
maíz, cacao, arroz, todo el pancoger. Y los que antes eran campesinos dueños de
una parcela o de una finca de varias hectáreas se convirtieron en rentistas:
sentados en sus mecedoras solo se preocupan por recibir el 10% de la producción
semanal de la draga.
Enfermedad, abandono estatal y ambición: la fiebre del oro se apoderó de una
población del Chocó y se esparce por los ríos como el mercurio en la sangre de
sus habitantes. Un cronista y un reportero gráfico hacen una cartografía de la
epidemia
Cambió el trato cotidiano y se rompió violentamente la relación entre parientes.
Ocurría que varios hermanos heredaban una tierra. En el debate sobre qué hacer con
ella, uno de los hermanos convencía al resto de entregársela a las dragas y cobrar
la cuota semanal. Pero cuando le daban la plata, no la distribuía entre los otros
herederos y estallaban las peleas.
–En este pueblo tan pobre, la plata abundante en efectivo enloqueció de codicia a
muchas personas.
Con fajos de billetes en la mano, sobrevino el derroche: licor, drogas y sexo con
prostitutas que se volvieron asiduas visitantes del pueblo. El licor y las drogas
despertaron rivalidades, enardecieron los egos y desataron peleas a machete a la
puerta de los bares. Las prostitutas trajeron consigo venéreas antes no escuchadas
por aquí y otras enfermedades de transmisión sexual.
Mena ha sido uno de los pocos que ha dicho públicamente que la culpa de este desastre
recae, al menos en parte, sobre la misma comunidad. Me explicó que el Consejo Comunitario
no solo permitió las primeras dragas sino que también negoció su presencia. Según Mena,
varios de los miembros del Consejo de aquellos años recibieron dinero a cambio de
otorgar el permiso para que las máquinas iniciaran la explotación.
–A la comunidad la entusiasmaron con plata –dice en tono neutral, sin ánimo de
desquite–. Cuando una persona nunca ha tenido dos millones de pesos, uno sobre otro,
si le dan diez millones cambia de opinión. Sin que le importe cómo vaya a afectar
ese cambio de decisión a la comunidad. Ahora, una década después, ya no hay reversa,
se ven las consecuencias de haber recibido esos dineros. Y uno ya escucha que son más
las personas que se sienten afectadas y quieren que las dragas no estén acá.
Junto al muelle de barro se alza un muro de contención acorazado con hierro.
Puede ser de media cuadra de largo. Encima hay un andén con una baranda, árboles
frondosos y una caseta. Una suerte de parque lineal con mirador hacia el río Quito.
En la caseta, unas mujeres juegan cartas. Contra la baranda, Benedesmo Palacios,
53 años, dice:
–La minería mecanizada ha traído algunos beneficios. Algunos han conseguido
subsistencia. Arreglaron la casa, compraron ropa, mejoraron su alimentación.
Esos aplauden la minería. Los que no hemos recibido esos beneficios luchamos
contra la minería.
Una mujer canosa sentada bajo la sombra de un árbol toma la palabra. No me dice su
nombre ni se para junto a nosotros, pero habla duro para que la escuchemos. Dice:
–Es la única fuente de trabajo por acá. El Estado tiene completamente abandonado a
Río Quito. Si hay casas por acá que no sean de tablas, es por la minería de las dragas.
Si la gente ha comido pollo y carne y ensalada es por las dragas.
Paimadó despierta temprano. Una muchedumbre de niños de colegio se agolpa en torno a
una venta de buñuelos. Más allá, unas mujeres asan arepas y un puñado de amigos
construye el segundo piso de una casa. Las huellas del mercurio en estas personas
no se notan a simple vista. Muchos no saben ni siquiera que les corre por dentro.
Al menos en dos ocasiones, a unos cuantos lugareños les han hecho exámenes para
detectar qué tanto mercurio hay en su cuerpo. La más reciente fue en 2016.
El Instituto Nacional de Salud hizo un muestreo con elección al azar de cien
personas. El 80% de los participantes resultó envenenado. Lo que han dicho mis
entrevistados, sin ironía ni sarcasmo, es que si los 9.000 habitantes de Río
Quito pasaran por el laboratorio, el resultado arrojaría que el 90% de las personas
están envenenadas. No importa si trabajan en minería o no.
Durante el proceso de extracción, el mercurio sirve para recuperar las partículas
de oro independientemente de su tamaño o de qué tan entreveredas estén con otros
elementos. Primero, la retroexcavadora barre el manto verde de la orilla del río
–araña la superficie de la tierra, tumba árboles y arranca la vegetación–. Los
animales huyen. Con el terreno despejado, la draga comienza a operar: la estructura
de tablas flotantes se acerca a la orilla y, por debajo del agua, una polea de
dientes metálicos con forma de cuchara va horadando y depositando la tierra en un
tanque. Esa tierra es filtrada con agua y el material más pesado va quedando
asentado en unos tapetes. A este material luego le dejan caer gotas de mercurio
líquido. Y lo que sucede a continuación es bello y sorprendente: como si fuera
movido por una fuerza inteligente, el mercurio líquido corre a adherirse selectivamente
a los metales familiares, que en este caso son el oro y el platino. Cada gota fagocita
las partículas a su alrededor y va cobrando más y más tamaño. Hasta que todas las gotas
terminan juntándose la una a la otra y dándole forma a una gran gota de mercurio con el
oro y el platino adentro. A este paso se le conoce como azogamiento o amalgamación.
Más tarde, esa gran gota es solidificada con frío hasta dejarla como una masa plateada
opaca. Para decantar el codiciado metal, someten la masa al fuego intenso. El
mercurio se evapora y lo que va quedando en el recipiente es el oro y el platino,
puros, brillantes, limpios. Huelga decir que los desechos van al río: el material
líquido se mezcla con el agua y le cambia el color –la pone de un tono amarillo terroso–,
la grava molida se acumula en forma de conos y lo que antes era bosque virgen ya es
desolación grisácea.
El mercurio se evapora y lo que va quedando en el recipiente
es el oro o el platino, puro, brillante, limpio. Huelga
decir que los desechos van al río: el material líquido se
mezcla en el agua y le cambia el color ―la pone amarillo
terroso―, la grava molida se acumula en formas de cono y
lo que antes era selva vírgen ya es desolación grisácea.
Así que el mercurio entra al cuerpo de las personas por varias vías.
El que cae al río se asienta en el fondo y es ingerido por peces pequeños
que se alimentan de animalitos y ramas diminutas. Estos peces son comidos
por las especies más grandes, que a su vez son las que prefiere el hombre.
Cuando una familia come un bocado de la pesca del día, inexorablemente,
ingiere cantidades imperceptibles de mercurio metabolizadas en la carne
del pez. Y cuando las personas tienen contacto con el río, ya porque se
bañan, ya porque tocan el agua, hay partículas de mercurio y de otras
sustancias nocivas que se adhieren a la piel y al pelo.
El mercurio que se evapora durante la quema de la amalgama también hace daño.
Las personas que se encuentran al lado de la quema respiran ese vapor y el
metal se les aloja en los pulmones, en la sangre y, finalmente, en el cerebro.
Los que no están junto a la quema, pero viven en la zona, reciben este vapor
luego de que va a las nubes y cae en forma de lluvia; riega los campos y a la
gente, y queda en los tanques de recolección. Cuando en una casa trapean el
piso, lavan la ropa y la loza de la cocina, inevitablemente, esparcen mercurio.
A quince minutos aguas arriba de Paimadó, en un sector llamado El Tigre, se encuentra
un frente activo de explotación. En un kilómetro de orilla tres dragas carcomen la jungla
las 24 horas, siete días a la semana. El área permite ver el contraste. Desde la salida
del caserío hasta unos metros antes de llegar a las dragas, se mantiene el cauce original.
Después, se confunde, se torna laberíntico por los boquetes en trayectos elípticos que
han hecho las dragas. Es una de las quejas de la comunidad: si el nivel del agua está
bajo, los boteros distinguen la ribera y se desplazan sin temor al desvío; pero si
el nivel del agua sube, se traga la ribera y los bordes de desechos, se desdibuja
el cauce y los boteros conducen la embarcación bajo riesgo de encallar.
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La mayoría de dragas que han llegado para
devorar la selva del Chocó vienen de Brasil y
son operadas por extranjeros.
La primera de las dragas es enorme –las otras dos lo son menos–. Parece una casa
flotante y estacionaria, con 25 o 30 metros de largo y dos plantas. De la parte
delantera se desprenden los pilares de la polea sumergida que dan forma en el
aire a una escuadra de tubos y tensores. Por detrás se eleva la boca de expulsión
de residuos. A distancia, esta draga se asemeja a un atemorizante animal de tamaño
jurásico –boca colosal, colmillos afilados y cola–. Los lugareños las llaman
‘dragones’.
En el primer nivel se encuentra el motor de la polea y un puesto de mando que un
operario controla por turnos de ocho horas. Desde allí se elige la velocidad y
profundidad de dragado y se controla la estabilidad de la estructura. El ruido
del motor se escucha estentóreo y eterno antes de llegar hasta aquí, como un
incesante rumor industrial cruzado por las voces naturales del río vivo. Pero
ya adentro, el ruido se convierte en un estrépito que ahoga cualquier otro sonido.
Una breve escalera da paso al segundo nivel. Hay dos cubículos entablados, separados
por un corredor central, en los que están las literas de los trabajadores. Hay una
cocineta en la que una señora de unos 40 años prepara el almuerzo. No me dice su
nombre. Pero sonríe cordial. Cuatro tipos de aspecto recio –altos y fornidos,
caras afiladas y gesto desconfiado– juegan cartas. En la mesa: billetes arrugados
y Coca-Cola. Nada de licor. Los jugadores no conversan ni gesticulan. Evitan
forzar la voz. Se hablan con movimientos de las manos, miradas y gestos de los labios.
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Un ciudadano brasileño llamado Bidú es el jefe de esta draga. Es de pelo crespo,
piel oscurecida por el sol y bajo de estatura. Lleva chanclas y pantaloneta.
Me dice que es originario de un poblado amazónico más allá de Manaos, lugar
en el que esta voracidad irrumpió hace treinta o cuarenta años. Bidú puede
tener unos 50, quizás menos, y desde niño aprendió los oficios de la extracción
del oro. Su equipo de trabajo es de doce personas, unos cuantos brasileños
incluidos. Entre los colombianos, la mayoría es gente del interior del país:
mestizos de aspecto urbano. Hay un solo chocoano, un joven afro de 25 años
llamado Johnny, proveniente de Istmina, pueblo a dos horas de aquí. Con Johnny
puedo conversar otras cosas. Aunque Bidú tiene buena disposición para aclarar
mis dudas, desisto de preguntarle; su español es escaso. Johnny es consciente
de que este trabajo es perjudicial para él porque lo expone al mercurio y a
otras sustancias peligrosas, además de que destruye la vida silvestre.
–Pero por aquí nadie tiene estudio, el bachillerato apenas –dice, mientras
acerco mi oído a su boca para contrarrestar el estruendo del motor–. Nadie
puede salir del pueblo y decir que va a encontrar trabajo en una oficina.
Y uno no se va a dejar morir de hambre.
–Pero están expuestos a enfermedades y a grupos armados...
Johnny baja la mirada, parece reflexionar. Al segundo dice:
–Yo estoy de acuerdo con que las autoridades detengan esta minería, saquen
las dragas. Pero que nos den a nosotros una opción.
Entiendo esta honestidad como la de una persona raizal criada en la misma región,
acostumbrada a cazar y a pescar, a la comida de monte, empujada a este oficio por
las circunstancias. Pero es difícil creer que en igual sentido piensen Bidú y el
resto de sus acompañantes. Hay mucho dinero en juego.
Esta draga puede costar unos 1.000 millones de pesos. Es decir: unos 350 mil dólares.
La retroexcavadora, otros 200 mil dólares. El jefe de la draga puede recibir un
pago mensual de cuatro millones de pesos, que son unos 1.300 dólares. Sus trabajadores,
menos, unos 500 dólares. La señora de la cocina, 700. Y la producción de oro varía
según la calidad del terreno. Un suelo cargado de oro puede dejarle a la draga entre
500 y 600 gramos diarios de alta pureza –de 18 a 22 quilates–. Cada gramo lo venden
en promedio a 80 mil pesos, que son 27 dólares. Así que el día de una draga bien
productiva puede representar 15 mil dólares, lo que al mes suma una riqueza de
450 mil dólares. ¿De quién sale y a quién le entra este montón de plata?
Saliendo de Paimadó hacia Villa Conto, me topo con un anciano de 79 años. Mirada
taciturna, voz queda, gorra y descalzo. Se llama Victorio. Habla sin mirarme.
Prepara la canoa, sube la herramienta, recoge la cuerda. Duerme aquí en Paimadó
y es dueño de unas pocas hectáreas aguas abajo, a las que se accede por un brazo
del río Quito. Agricultor de toda la vida, mantenía unos cultivos de piña,
arroz y plátano que un día no encontró más. Una draga entró a su parcela
sin su autorización y le convirtió los alimentos en esa tierra yerta.
Con la voz amilanada, casi inaudible, dice:
Me dejaron sin nada. No pude impedirlo. Uno
tan viejo y no poder vivir de lo que ha recogido
toda la vida. Muy duro.
Villa Conto es una aldea con casas de adobe y de vara en tierra. En su muelle hay
anclada una draga, pero unas veinte más engullen los alrededores. No es exagerado
decir que toda el agua que circunda este lugar está contaminada. Además del río
Quito, la orilla de la quebrada Pató también ha sido tierra molida por las máquinas.
La única fuente de agua pura que les queda es un chorro subterráneo que cae a la
quebrada Bagaradó y que la gente protege con fiereza.
Nos recibe Adriano. Joven esposo padre de cinco niños pequeños. Un líder social que
por ahora no hace parte del Consejo Comunitario de Villa Conto. Es de poca estatura,
cabeza redonda calva, ojos honestos de esquinas alargadas y una sonrisa de amabilidad
como pocas. Su casa es una armazón de adobe gris, cubierto con láminas metálicas y
piso de cemento. La esposa sonríe y saluda y vuelve a sonreír. Sus hijos juegan
descalzos dentro de la casa y ven televisión. Una de las hijas menores contagia
con una carcajada a sus hermanos y al resto de la familia.
Adriano y dos raizales más nos guían a Víctor Galeano y a mí a una zona de explotación
retirada del río Quito en la que no hay dragas, solo retroexcavadoras.
Al sobrevolar el departamento del Chocó, lo primero que sorprende es el tamaño de la
selva, cercada cada tanto por ríos caudalosos. La vegetación y el bosque primario se
ven hasta donde lo permite la ventanilla del avión. Pero hay un momento en que el
paisaje se corta o se interrumpe por unos manchones pardos que se notan como desgarraduras
en la jungla. No hay ríos cercanos ni carreteras ni nada que aparentemente permita
alcanzar esos parajes. Y sin embargo, esos manchones son hectáreas y hectáreas arrasadas
por la minería. ¿Cómo se internan hasta allá? En Quibdó, Bernardino Mosquera me dijo que
las máquinas podían abrirse camino por debajo de los árboles sin que se notara desde el
aire. Me explicó que una retro bajaba sobre un planchón por un río hasta descubrir un
claro en la orilla, en el que desembarcaba. A partir de ahí, penetraba el territorio
teniendo cuidado de no desmantelar el techo vegetal. Pero una vez encontraba el perímetro
de explotación, molía árboles sin compasión alguna.
El caso es que aquí en Villa Conto, a unos 25 minutos en canoa por un ala del río Quito,
llegamos al inicio de un camino de herradura que es la entrada a uno de estos manchones
ocres. En el muelle, dos canoas bailan con el ánimo de la corriente. Y en la arena,
un arriero carga una recua de cuatro mulas con bidones de gasolina. Sin carreteras
ni ríos navegables, el arriero es el único capaz de proveer de combustible a la
maquinaria que se encuentra selva adentro porque su trabajo es, precisamente,
transportar encargos por donde no hay rutas –oficio decimonónico, que hoy se ve
en las regiones más recónditas del país–. A partir de este punto, el arriero y
sus cuatro mulas cargadas deberán caminar día y medio hasta alcanzar la punta de
la pica, es decir, hasta la cabeza de la retroexcavadora que va rompiendo monte.
Adriano, Víctor y yo, más los dos acompañantes –el botero que nos trajo por el río y
un joven armado con un rifle hechizo por si se cruza una guagua, para el almuerzo–,
arrancamos a pie siguiendo las huellas del arriero y sus mulas. Los primeros diez
minutos son de pasos forzados sobre lodazales entre los árboles, que a veces
succionan la pierna hasta la pantorrilla. Víctor y yo nos ayudamos con bastón.
Los guías caminan sueltos y ligeros, nunca pisan una trampa de fango. Pasados
treinta minutos, nos internamos por unos bosques que ya han sido aclarados por
la mano del hombre. Hay un riachuelo del que no se puede tomar una cucharada
de agua. Adriano nos dice que alguna vez, en las playas de este lecho, abundaron
las mujeres de Villa Conto buscando oro con batea. La minería mecanizada las
echó de aquí porque no quedó “oro en playa” y el agua se emponzoñó.
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A los cincuenta minutos de paso continuo, llegamos a otro bosque cruzado por una quebrada,
esta sí de agua pura. Adriano domina el terreno y nos dice que las máquinas no han
tocado este afluente ni las orillas más bajas. Hacemos una parada de descanso y
bebemos agua del lecho, recogida en una copa que el botero elabora con habilidad
de origamista usando una hoja gruesa parecida a la del loto. Proseguimos y veinte
minutos más adelante, tras superar una loma corta ya herida por las máquinas,
alcanzamos la entrada a lo que desde el cielo se ve como un manchón. A nuestros
pies se abre una gran depresión circular en una planicie que debió haber sido
de todos los verdes, pero que ahora se pinta de varias tonalidades del rojo y
el gris, con una forma semejante a la de un cráter cavado a dentelladas de
retroexcavadora. Muy al fondo, quizás a unos 500 metros, se yergue en vertical
la cubierta verde y negra del bosque primario. Metros más acá se ve un entable
con techo, sin dolientes por ahí, en el que parecen esperar unos motores y otros
equipos pequeños de excavación. El cuadro lo completan unos ojos de agua fétida
que se asoman como pequeños círculos plateados en los que uno puede mirarse en
el espejo. Si hubiera que calcular el tamaño de esta área diría que se acerca a
unas cinco canchas profesionales de fútbol. Los guías nos explican que una
devastación tan grande debió haber tomado un lustro. Y que si las retroexcavadoras
no están aquí es porque ya se comieron todo el oro.
Continuamos por un costado buscando un pequeño río de salida. Quince minutos más
adelante, con el sol castigando la frente, saltamos a un empinado camino de tierra
roja en el que vemos, ocultas entre plásticos, unas cuantas motobombas para
succionar agua. Adriano detiene su paso y se voltea para advertirme que ya
llevamos dos horas alejados del muelle en el que nos espera la canoa, y eso
significa que debemos caminar otras dos horas de regreso.:
―¿Quieren seguir?
La tarde saluda en Villa Conto con un sol aplacado. Hay música en las calles.
La gente se dispone a comenzar la fiesta de noche de sábado. Reguetón, salsa
choque, algo de vallenato. Hay quienes ya están bebiendo cerveza sentados a
la entrada de sus casas.
Agio Palacios, 49 años, es albañil. Trabaja construyendo paredes. Sufre de algo en la piel.
Dice:
–Es una rasquiña, una rasquiña que me sangra.
Antes de dejarse entrevistar por nosotros, se encontraba mezclando cemento. Le pido
que se lave los brazos para ver mejor sus heridas. Va al lavadero. Se echa agua. Vuelve.
Me muestra. Es como un brote que le hace escamar las manos y los antebrazos. Aunque decir
‘escamar’ es impreciso. Más bien, su piel se parece a la de un lagarto: engrosada,
cuarteada y de un tono aceitado. Ahora no sangra y no le está picando. Pero cuando
empieza a supurar, Agio dice que enloquece de ardor.
―¿Solo en los brazos? ―pregunto.
–Todo el cuerpo –contesta y la gente que está alrededor nuestro, que son tres o cuatro
vecinos, dicen en coro: “Todo el cuerpo”. Agio se desabotona la camisa y nos muestra
el tórax. Se levanta las botas del pantalón. Está invadido. La gente lo mira entre
la compasión y el espanto.
Agio es espigado y fortachón. Su cara es cuadrada y de ángulos duros. Frente amplia
y despejada, con el mentón de acero, como si los días festivos fuera boxeador.
Vive en unión libre y es padre de familia. Dice:
–Esto me dio de bañarme en el río. Hace un año no me meto. Antes, todos los días
me metía.
Además de los daños evidentes en la piel, Agio sufre los otros síntomas comunes al
envenenamiento por vapor de mercurio: desgano y abandono de la fuerza física,
fragilidad. Hasta hace una semana había permanecido en cama porque el cuerpo no le
daba. El lunes pasado se obligó a levantarse para ir a trabajar.
―Si uno se queda quieto en la cama, se muere ahí.
Ha entrado la noche. El reloj marca las nueve. Estamos sentados afuera de
la casa de Adriano. En los platos: patacón y queso fundido. Hay una luna
suave entre un cielo nítido y estrellado. Hace calor y en la nuca el aire
cuelga de humedad. Los vecinos pasan y van saludando. Nuestra charla es
anticipada por un ruido lejano y potente que anega todo el caserío. El
alma de un motor colosal. Un dragón que lleva meses devorando la orilla
del río, casi enfrente de Villa Conto.
–Y todas las noches así –dice Adriano, con un gesto de resignación.
En mi libreta quedan los apuntes de charlas espontáneas que no grabé en audio.
Mujeres de 40 y 50 años que expresan males comunes. Una de ellas: “Voy caminando
y de repente me dan unas ganas de sentarme, porque me quedo sin aliento”. Otra:
“Yo digo que el mercurio es un ‘matalento’. Uno no siente nada, pero hay algo
que lo va matando a uno por dentro”. Una más: “A veces uno se pone a pensar
que si tocó morir de eso, qué se va a hacer”. Una muy joven, envenenada y que
ha abortado dos veces: “Yo no me quiero morir. Que el Estado nos ayude, que
no nos vaya a dejar morir de esto”.
Hombres del mismo rango de edad quisieron poner en palabras su falta de esperanza.
“Uno aquí tiene la mentalidad de que todos estamos contaminados”. “Todo el que
se hace el examen le sale eso. Poquito, mucho, pero le sale”.
“Los niños antes aprendían a nadar a los dos o
tres años, porque ya se estaban metiendo al río.
Ahora hay niños de 10 años que no saben
nadar porque sus papás les prohibieron
meterse al río. ¿Se da cuenta lo que le estoy diciendo?
Un niño de un pueblo de agua que no aprendió a nadar”.
POST SCRÍPTUM
Enero de 2018. Hace dos meses que salimos de Río Quito. Timbra el celular.
Es Adriano. Me cuenta que a la semana de que Víctor y yo estuvimos allá,
hubo operativo. Capturaron personas, volaron dragas. Tres días más tarde,
los mineros volvieron a encender las máquinas. Y ahora Adriano me pregunta:
“¿Nadia será capaz de detener esto?”.
Abril de 2018. Hace seis meses que salimos de Río Quito. Timbra el celular.
Es Adriano. Nos pregunta que si podemos volver pronto. Lo escucho preocupado.
“Mucha más gente ha resultado contaminada. Esto está grave. Sería bueno que
ustedes lo vieran con sus propios ojos”.
Mayo de 2018. En este país las medidas urgentes toman tres vidas y media en hacerse
efectivas. Tuvieron que pasar más de dos años, desde que el juez fallara la tutela
a favor de la comunidad, para que el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible
ordenara “suspender totalmente las actividades de extracción de minerales en el
río Quito”, legales e ilegales, hasta que el Estado sea capaz de ponerlas en
regla y se recupere el curso del caudal. El Ejército y la Fiscalía deben hacer
cumplir la medida. Tarea colosal. El área que deben vigilar mide 166.000 hectáreas,
un espacio más grande que Ciudad de México.
Julio de 2018. Llamo a varios líderes comunitarios de Paimadó y de Villa Conto.
Cuentan que, por los días en que el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible
decretó la suspensión de la minería en la zona, hubo operativos de fuerza pública
–lo mismo de siempre–, desactivaron algunas máquinas, permanecieron un tiempo más
mientras trascurrían las elecciones presidenciales y luego se fueron. Al otro día,
los operadores de los dragas volvieron a encender los motores. Y en este momento,
querido lector, en que usted está terminando de leer esta crónica, sepa que entre
Paimadó y Villa Conto hay no menos de 25 dragones convirtiendo en escombrera la
selva más frondosa, y haciendo del agua un veneno matalento.