El golfo de Tribugá, al norte del departamento del Chocó, es la excepción a la regla. En esta zona de 60.000 hectáreas se levanta uno de los parches de manglares más extensos de Colombia, que hace de cruce vivo entre el océano Pacífico y el agua dulce y el sedimento de los ríos Nuquí, Bojayá, Coquí y Jurubirá. Esta zona es prácticamente un abismo rocoso de dieciocho metros que se hace abrupto cerca de la costa y continúa descendiendo mar adentro. Se parece a ningún otro lugar y su exuberancia es tal que solo es referente de sí mismo.
El paraíso existe y es el golfo de Tribugá. Para algunos, por ser el final de un largo viaje que año tras año emprenden las ballenas yubartas para parir en paz, por ser uno de los últimos puntos en donde el mar se encuentra con la selva sin interrupción, porque es una de las veinticuatro reservas naturales de la biósfera y Patrimonio Natural de la Unesco, porque prosperan las costumbres de las comunidades indígenas y afro que sobreviven gracias a su paciente relación con la naturaleza.
Para otros, porque hace parte de los sueños más ambiciosos de las élites empresariales antioqueñas y cafeteras del país e implica la construcción de un puerto marítimo para grandes embarcaciones en la ensenada de Tribugá que acortaría a la mitad la distancia entre el mar y ciudades como Medellín.
Son tiempos de crisis climática y el planeta corre el riesgo de calentarse 1.5 grados si no se cambia radicalmente la manera en la que nos relacionamos con la naturaleza, según lo que ha advertido con alarma el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, Naciones Unidas, los ministerios y las personas que dependen enteramente de una naturaleza que se resiste a desmoronarse. Durante la primera semana de julio de 2021, tres periodistas recorrimos parte de las costas del golfo de Tribugá, desde el corregimiento de Tribugá, pasando por los corregimientos de Nuquí, Termales, Arusí, y el Parque Nacional Utría. Es, a lo mejor, el lugar en que es más obvia la pelea por el rostro que debería tener el llamado “desarrollo”. En Tribugá se disputa la utopía.
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A lo largo del año, bajo las aguas del golfo de Tribugá, toma forma la danza que da vida al espíritu de esta región. Entre marzo y abril, inmensos cardúmenes de agallona —el pez que se devoran la mayoría de las grandes especies en este mar— bailan por miles cerca de la costa. Tras ellas, y hambrientos, vienen el marlín, el pez vela, el dorado, los atunes y los pelícanos. Las agallonas son augurio de buena pesca, dicen en Nuquí. En junio y octubre los cetáceos culminan un viaje de 8.000 kilómetros desde la Antártida: las yubartas con sus crías recién paridas van a cebarse en la ensenada de Utría. Y detrás, para cazarlas, llegan las orcas. Entre agosto y septiembre, aves migratorias como reinitas y atrapamoscas que buscan tierras cálidas para huir de los duros inviernos de Canadá y Estados Unidos colonizan los palos de la selva y ya para diciembre llegan las tortugas marinas —la verde, la golfina, la caguama— a depositar sus huevos en las playas y retornar al mar.
De estos asombrosos viajes dependen los pescadores del golfo que al año capturan 257.076 kilogramos de pargo, albacora, merluza, champeta, jurel y burique, según las cuentas que hicieron junto a la Fundación MarViva en 2016, cuando cerca de 300 pescadores decidieron reemplazar paulatinamente las mallas de pesca por líneas de mano, arpones o espineles. También debieron llenarse de valentía para ponerle límites a los barcos camaroneros y atuneros que llevaban cincuenta años anclados a escasos ocho kilómetros de las costas del golfo, arrastrando con sus mallas un camarón por cada dieciocho ejemplares de otras especies atrapadas. Como esta zona es un Distrito Regional de Manejo Integrado (DRMI) desde 2014, la pesca industrial se tuvo que adaptar a las necesidades de la artesanal, y ahora, estos armatostes solo flotan seis meses al año y lejos de las zonas donde trabajan los pescadores.
Nuquí, su pueblo más numeroso y próspero está habitado por unas 8.000 personas, la gran mayoría perteneciente a comunidades afro. Es el comienzo de la temporada de avistamiento de ballenas yubartas. Entre julio y septiembre de cada año llegan los turistas —siempre inconfundibles— y se ubican en las tiendas frente al aeropuerto a la espera de botes que les lleven hacia la costa. Cada turista, para salir del aeropuerto, debe pagar un aporte a la comunidad de $16.000 pesos.
Nuquí no es el destino “sol, playa y arena” que presenta la industria turística del Caribe colombiano. Aquí llueve 7000 mm al año, las playas son cortas porque la selva se toma las orillas, y las distancias entre punto y punto son largas y costosas. El turismo responsable, comunitario y ambiental hace parte de los planes del DRMI e incluso el único colegio de Nuquí tiene énfasis en turismo ecológico.
En los ochenta, cuando apenas se comenzaba a escuchar del puerto en la región, la afluencia de turistas era más bien inusual. A las playas nuquiseñas iban a dar los jipis y rebeldes de Medellín, Cali y Bogotá que querían hacer sus vidas lejos de las desaforadas selvas de cemento. Poco a poco fueron comprando tierras a los locales y se instalaron junto a los “cacharreros”. Así le decían a los paisas o caleños que habían llegado unos 20 años antes que los “jipis”, cargados de alhajas para vender, y que habían echado raíz y amasado fortuna aquí.
Aunque las personas de la región abrazan el turismo como una opción para mantener Tribugá intacto, coinciden en que el turismo no es un modelo propio. Sin embargo, especialmente las mujeres tribugaseñas han ocupado cargos públicos importantes para regular la actividad. Es el caso de Margel Valencia, la primera mujer elegida alcaldesa de un pueblo en este golfo, quien protegió zonas que hoy son turísticas como el termal que le da su nombre a Termales, o las participantes de la Corporación Mano Cambiada, una asociación de carácter comunitario, local y ambiental que manejó el turismo del Parque Nacional Utría durante diez años.
A pesar de estos esfuerzos, hoy la mayoría de las playas pertenecen a privados, y aunque la comunidad es dueña mayoritaria del bosque húmedo tropical, gran parte de la apetecida “línea de playa” es de los privados. Por cada 45 kilómetros de playa, apenas dos pertenecen a la comunidad.
Muy cerca de la alcaldía queda la sede del consejo comunitario Los Riscales, nombrado así en honor a los caladeros de peces. Este consejo fue creado en 2002 por efecto de la Ley 70 de 1993, ley que le otorgó a las comunidades afro colombianas del Pacífico la titulación colectiva de sus territorios. Los Riscales posee 31.000 hectáreas que son inalienables, inembargables e imprescriptibles.
Harry Samir Mosquera, representante legal de Los Riscales desde hace cinco años, es serio y silencioso. Algo aburrido de repetirse a sí mismo, contesta nuestras preguntas sentado en la casita azul celeste del Consejo: “Es una cuestión de estrategia. En reuniones menos formales nos han preguntado si queremos puerto, pero nunca en consulta previa como debería ser. Por eso somos prudentes con lo que le hablamos a ustedes la prensa”, dice Samir, agotado de reuniones. Un biólogo de Codechocó —la autoridad ambiental regional— que prefiere reservar su identidad dice que es mejor no hablar con la prensa sobre la posibilidad de construir un puerto en Tribugá porque “puede ser para malentendidos con otras personas”. Hace un breve silencio que se apresura a llenar: “Básicamente, porque te pueden matar y porque no le conviene al turismo que se viene construyendo desde hace años, y que apenas viene a salir bien por aquí en Nuquí o en Termales”.
La mayoría de la economía está girando lentamente hacia el turismo de naturaleza como una alternativa cada vez más organizada, pero las cuentas sobre esta actividad no son tan claras para nadie: según los funcionarios de Parques Nacionales, al PNN Utría llegan unos 5.000 turistas al año mientras que el Parque Tayrona recibe 4.300 visitas en un solo día de diciembre. Pero no está muy claro cuántas personas entran a Nuquí. Se dice que 10.000 pero los cálculos son alegres. Tampoco cuántas personas van a hacer avistamiento de ballenas o cuántas van a visitar las tortugas, ni cual es la capacidad de carga de las playas de Nuquí, esto es, cuánta gente le cabe al lugar sin impactar a la naturaleza de manera irreversible.
Tal vez por estas razones es que haya perros flacos escarbando entre la basura que se acumula en el borde de las playas. Según la Alcaldía de Nuquí la mayoría de esta basura —botellas pet, empaques de mecato— es producida por los turistas y va a parar a orillas del mar o a las playas de los corregimientos más pobres del golfo como Tribugá y Coquí. Un horno para quemar la basura cuesta 700 millones de pesos que la Alcaldía debería recaudar si quiere resolver parte del problema, además del relleno sanitario que el municipio necesita con urgencia.
El alcalde Yefer Gamboa —elegido por el partido Liberal y miembro del consejo comunitario— nos atiende en su oficina. “El turismo tiene los mismos líos aquí que en Cartagena: a la mujer que va a cocinar al hotel solo la contratan en los tres meses de temporada, solo le pagan cincuenta mil pesos el día y el resto del año no la vuelven a emplear. Quisiéramos que a la gente no le tocara irse millas mar afuera para coger pescado suficiente. Yo he visto acá gente que trae pez basa, que es ilegal en Colombia, importado de Tailandia, para venderle a los turistas y pasarlo como filete de róbalo, ¡oiga! Solo fue una vez, metieron una cajita chiquita, pero con esto quiero decirle que el turismo está creciendo y es un tema inminente. Si no hay alternativas, la gente se va a ir del territorio o va a terminar por decirle que sí a proyectos como el puerto porque lo ve como la única opción”.
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El caserío de Tribugá se encuentra a media hora de Nuquí en lancha, encerrado entre la franja más extensa de manglar de todo el golfo —1.620 hectáreas—. Aquí viven unas 240 personas, de las cuales 78 son niños que juegan con tenazas de cangrejo y tortugas diminutas que tratan como mascotas. Perros criollos entrenados para cazar se pasean famélicos frente a las casas de madera. Antes de 2001 la población era de 700 personas, pero en agosto de ese año paramilitares del Bloque Elmer Cárdenas llegaron con quince nombres apuntados en un papel. Encontraron a cinco y en la última calle los mataron con ráfagas de metralleta.
De esta masacre no hay rastro en el Registro Único de Víctimas, aunque sí en la base de datos de Rutas del Conflicto, con una escueta descripción del horror que empujó a cientos de familia fuera del pueblo ese año. Nilier Mosquera, el presidente del consejo comunitario de Tribugá, viste una camiseta que reza en letras rojas COMITÉ DE VÍCTIMAS DE NUQUÍ, y cuando le preguntamos por ella dice que prefiere no hablar demasiado del tema. Solo dice que él se fue y retornó unos años después.
Caminamos juntos por el sendero que lleva hacia la playa. Lo decoran dos postes de luz y una línea de árboles de moras, pichindés, abarcos que dan sombra a las casas abandonadas de las familias que se fueron. Lo único que queda en pie son las casas de quienes aún viven en Tribugá, un picó de cinco bafles y una asoleada estatua de la Virgen del Carmen que inaugura la entrada al centro del corregimiento.
Cuenta Nilier que, selva adentro, las tierras pertenecen a las comunidades, pero que estos caminos son privados. La salida al mar fue comprada de a mordiscos hace mucho tiempo, antes de que les titularan tierras colectivas —inalienables, imprescriptibles e inembargables—, acción promovida por las mujeres de la Organización de Barrios Populares del Pacífico (Ubapo) como Zulia Mina. De los diecinueve predios que cuartean la zona dos pertenecerían a la Sociedad Arquímedes, aunque todos están abandonados por ahora. Algunos fueron ocupados por 28 familias emberá que llegaron el año pasado desplazadas de Nuquí, a raíz del asesinato de uno de sus líderes, Anuar Rojas Isaramá.
Desde la playa, Nilier señala hacia el extremo del golfo, en donde se ve Arusí como una punta que asoma: “Ahí quedaría el puerto y toda esa punta se la cogerían. Sí le puedo decir que no lo queremos. Dicen que el mangle se mantendría pero para hacer todo lo que quieren hacer tocaría talar mucho de eso, como el 70 por ciento. Ellos construirían su propia termoeléctrica para el pueblo, pero si ya con la chiquita que hay uno encuentra diésel y piangua muerta en el mangle, imagínese la de un puerto. Las máquinas de nosotros no les servirían, por eso decimos que es un tipo de megaobra que no viene pensando en nosotros”.
También le preocupa la erosión costera y el cambio climático, según dice mientras el día apaga. En menos de dos años la comunidad ha perdido cerca de 50 metros de playa y no parece que esta erosión fuera a detenerse pronto. Los paisajes de la infancia de Nilier están cambiando: las casas abandonadas fueron retomadas por la naturaleza y nadie ha venido a reclamarlas. Ni a las tierras. Pero Nilier está temeroso: “no demoran en venir por ellas”.
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Los siete kilómetros de la ensenada de Utría quizá sean uno de los lugares más silenciosos del planeta. Llegar hasta este parque nacional desde Nuquí tarda casi una hora en lancha. La lluvia y el oleaje van agitando el bote con fuerza. Rigoberto, un pescador experimentado y miembro del consejo comunitario Los Riscales, navega ayudándose con el empuje de las olas para ahorrarse unos pesos largos de gasolina. Al acercarnos a Utría, Don Rigo —como le dicen— apaga el motor por un minuto y el bote flota bajo la lluvia que pronto amaina. “Escuche ese silencio”, dice. “Estamos entrando a la ensenada”.
Es difícil saber exactamente cuándo se entra. Entre los pescadores hay una discusión sobre el punto exacto en donde inicia. Incluso, en Parques Nacionales hay una discusión técnica sobre la verdadera extensión de la ensenada. Oficialmente son 54.300 hectáreas, pero esta cuenta fue calculada con la tecnología cartográfica de los años ochenta, cuando apenas comenzaban a entrar los aparatos GPS al país. El tamaño real, según nuevos cálculos, es de casi 57.000 hectáreas.
A la ensenada le dicen la “sala cuna” del golfo de Tribugá y según Rigoberto la marca de inicio se distingue con el silencio y las aguas de repente dóciles del Pacífico. Esta es la primera parada del largo viaje que las ballenas yubartas hacen desde la Antártida para parir sus ballenatos en las aguas mansas del Pacífico colombiano, alimentarse, desarrollar la capa de grasa en su piel que las protegerá de aguas heladas, y volver a emprender el regreso. También es el comedero de los amenazados tiburones martillo que provienen de la isla de Malpelo. Estos escualos se alimentan de sardinas y otros peces pequeños que abundan en las aguas profundas del golfo.
De los llamados “Puntos de Esperanza” o Hope Spots —un reconocimiento que otorga la organización Mission Blue a los océanos más conservados, como las costas de México o Guatemala— Utría es el más silencioso. Si hay suerte y el día está soleado, las ballenas jorobadas asoman una a una sus colas manchadas y únicas como una huella dactilar, en su camino hacia la plácida ensenada. Aunque está equidistante a los puertos de Buenaventura y Panamá, las rocas que la encierran la protegen del ruido que generan estos puertos —y que en el agua circula cinco veces más rápido que en el aire—.
Dos científicas se han dado a la tarea de estudiar a estos cetáceos por el mundo. La bióloga y música estadounidense Kerri Seger, docente de la Universidad de San Diego es una de ellas. Después de hacer investigaciones en Alaska y California, llegó al golfo de Tribugá en 2018 con unos aparatos inventados por oceanólogos de la Universidad de Hawaii llamados EAR (Ecological Acoutstic Reporter) para sumergir en los fondos blandos del golfo de Tribugá y obtener un paisaje sonoro de la frecuencia en la que se comunican las ballenas y descifrar cuán lejos están la una de la otra. Sabe, por ejemplo, que en Utría una ballena puede cantar en las costas de Morromico y otra puede oírla en la ensenada, a once kilómetros de distancia. Pero cuando hay ruido, el alcance de la frecuencia se reduce y los cantos de ballena solo avanzan cinco kilómetros. El ruido de los motores les quita espacio sonoro. Y si además hay tormenta, el crujido de los truenos también obstruye la frecuencia de los cantos.
Cuando una ballena advierte el peligro lanza un canto para prevenir a su cría. Si hay mucho ruido externo, la cría puede no oír a su madre y no eludir el peligro que puede ser una orca que se acerca. “No es grave si solo pasa una vez. Pero si las ballenas se ven interrumpidas constantemente y quedan incomunicadas puede repercutir en su comportamiento”, explica Seger. En 2018, cuando fue profesora de la Universidad Javeriana, en Bogotá, se dio cuenta de que en el país hay bastante investigación sobre los cantos de las ballenas, pero muy pocas sobre el silencio relativo que necesitan para escucharse entre ellas. También por eso Utría es paraíso: las aguas profundas y la sedimentación enturbian la visibilidad, pero el silencio es prístino. Entre junio y octubre, bajo el mar, predominan los cantos de las yubartas.
Los cálculos que se repiten en informes y notas de prensa hablan de unas 800 ballenas por año en Utría, pero algunas estudiantes de biología la Universidad Tecnológica del Chocó están dándose a la tarea de precisar la cifra teniendo en cuenta que hay ballenatos recién nacidos. Para eso están recolectando los datos obtenidos por los diferentes métodos de conteo y organizándolos en una base de datos lo más actualizada posible. El conteo visual no es totalmente certero y el de bioacústica permite apenas adivinar si es una, dos o tres, dependiendo de la cantidad de ruido que registre el EAR.
“Otras colegas han publicado investigaciones que nos ayudan a determinar cuán bulloso es un barco dependiendo de qué tan rápido vaya navegando. Como Tribugá no tiene botes grandes es relativamente prístino. Y digo relativamente porque el sonido de los puertos de Buenaventura y Panamá causa impacto aquí, pero no sabemos cuánto”, dice Seger.
El concepto ambiental emitido en 2020 por la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (Anla) sobre el puerto de Tribugá no contiene referencias a estudios de bioacústica o impactos del ruido en grandes mamíferos acuáticos. Tal vez porque son muy nuevos en Colombia y no existe una escala de medición. El deseo de Seger y sus estudiantes colombianos de posgrado es hacer las mediciones en el puerto de Buenaventura para tener un punto de comparación. Pero en otros lugares como Alaska o Vancouver, los datos de ruido en el océano son parte obligatoria de los estudios de impacto ambiental.
Susana Caballero, profesora de la Universidad de los Andes en Bogotá, es coequipera de Seger y otra de las científicas dedicadas a investigar el canto de las ballenas. Aunque lleva casi dos décadas trabajando en el golfo de Tribugá solo hasta el año pasado comenzó a tomar muestras de agua para hacer inventarios biológicos basados en los rastros de ADN que los animales dejan en el agua a través de su orina y sus heces.
Caballero y un equipo de investigadoras escogieron cuatro puntos del golfo y durante un periodo de diez meses recolectaron en baldes esterilizados un litro de agua cada 50 metros. Luego enviaron esas muestras a Inglaterra para someterlas a unas pruebas PCR, parecidas a las del coronavirus, y secuenciar qué cadenas genéticas aparecen en la muestra. Al compararlas con una base de datos mundial de especies, levantaron un inventario biológico más completo que describe exactamente qué especies hay en determinada coordenada y cuándo pasaron por allí. Es una manera de refinar lo que ya se sabe sobre el golfo de Tribugá.
Dado que las aguas de Tribugá son profundas y la visibilidad es limitada este mecanismo resulta muy útil. Lo más probable es que haya especies que el ojo humano aún no haya identificado o que pasaron cinco minutos antes de que un buzo se sumergiera. Para el análisis genético estos datos son imposibles de pasar por alto.
“Al principio nos preguntaban si no íbamos a coger nada o no nos íbamos a meter al agua. Nosotras decíamos ‘solo agüita, gracias’, y la gente se reía. Es una herramienta muy interesante porque si hiciéramos el mismo trabajo buceando, te gastarías mucha más plata y no verías ni la mitad de las cosas que estamos detectando”, explica Caballero.
La esperanza de estas científicas es la que han tenido sus colegas desde hace cincuenta años de investigaciones en esta zona: que dejen quieta la exuberancia que habita aquí y solo aquí. Y es que gracias a las ballenas yubartas —que son los más obvios objetos de conservación—, es que este territorio se ha ganado las decenas de chapas de protección ecológica y los mitos como los del Janano y Jananito, dos cerros que asoman en Tribugá y a los que nadie puede entrar porque según dicen las cocineras de Termales, “se nubla, si uno se acerca baja una lluvia dura y no deja avanzar. Dicen que hay un palo de totumo que es de oro y por eso no se puede entrar. Es un lugar muy sagrado”. Pocos logran tomar esa dirección, pero muchos quieren que permanezca siempre nuevo y misterioso, intocable como última frontera.
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Durante los últimos cincuenta años, la amenaza de la construcción de un puerto de aguas profundas ha estado latente, aunque a veces se hace silencioso. En 1953, Gustavo Rojas Pinilla tenía una visión de país que incluía un puerto enclavado en las zonas rocosas para abrir el océano Pacífico al mundo.
A finales de los ochenta, los rumores de un puerto enclavado en las mismas aguas en donde sus abuelos les habían enseñado a pescar comenzaron a viajar de boca en boca, aunque solo hasta 2002 los silencios alrededor del puerto comenzaron a disiparse, cuando se incluyó en el documento Visión Colombia del entonces presidente Álvaro Uribe.
Por la misma época, en 2004, el embajador de la China hizo sobrevuelos por Chocó —aunque nunca tocó tierra— y se reunió con el alcalde de Dosquebradas, Risaralda. Diez años antes, la idea había sido incluida por primera vez en un Conpes sobre la capacidad portuaria de la costa pacífica y los planes empresariales para Tribugá contemplaron un puerto marítimo en el golfo.
Fue solo hasta el 2006 que la cosa se puso seria. Ese año, a raíz de la ley que impide al Estado construir y promocionar puertos, se creó la Sociedad Arquímedes, una organización empresarial privada de economía mixta compuesta por las gobernaciones de Chocó, Caldas y Risaralda, las cámaras de comercio de estos mismos departamentos más la de Cartago, la Universidad Autónoma de Manizales, Infi-Manizales, Infi-Caldas, Comité Intergremial de Caldas, municipios de Risaralda, Sociedad de Mejoras Públicas de Manizales, Sociedad de Mejoras Públicas de Pereira, Universidades Tecnológicas de Chocó y Pereira, sociedad civil de Chocó y Risaralda (Sociedad Tribugá), Área Metropolitana Centro Occidente y empresas comerciales de Chocó y Antioquia como Surtizora, Zulupacífico, SAI y Constructower.
El interés por el puerto volvió a brotar en octubre de 2018, en el estreno del gobierno actual. En uno de los talleres “Construyendo País” llevado a cabo en Quibdó, el presidente Duque dijo: “el Puerto de Tribugá es una de mis obsesiones en materia de infraestructura”. Pero dos años después, en 2020, Duque hizo pública su estrategia contra el cambio climático en la Asamblea General de la ONU. “El recorrido del camino ya empezó y lo reafirma nuestra rápida Transición Energética, que ya cuenta con una legislación propia, con la que expandiremos exponencialmente las energías renovables no convencionales para multiplicar, por 20 veces, la capacidad instalada y lograr la cero deforestación para el año 2030”.
Es decir que el país deberá producir la menor cantidad de gases de efecto invernadero posibles producto de actividades como la deforestación y el uso de combustibles fósiles. Una meta que se aplazaría con la construcción de un puerto, una carretera y un malecón en una de las zonas mejor conservadas del país.
Aunque el proyecto del puerto entró y salió en cuestión de apenas un debate en el Congreso, en el Plan Nacional de Desarrollo quedó aprobado un articulito —el número 101— que prioriza el desarrollo de infraestructura portuaria y de transporte para conectar los accesos marítimos del país y que extiende la concesión por veinte años más en puertos de veinte metros de profundidad. Fue por esto que la ministra de Transporte de ese entonces, Ángela Orozco, dijo que no se trataba de Tribugá específicamente porque Tribugá solo llega hasta los dieciocho metros.
De cualquier manera, el artículo alborotó el avispero y las redes se llenaron de razones y hashtags para decirle NO al Puerto de Tribugá, en lo que se ha convertido en la campaña de visibilidad más grande sobre Tribugá. Para agosto del año pasado, la Gobernación del Chocó citó la Asamblea Departamental a sesiones extraordinarias para discutir un decreto que buscaba declarar a este puerto y a “su infraestructura conexa” como una obra de utilidad pública. Esto equipararía un proyecto privado, como es el puerto, con las redes de servicio eléctrico o de alcantarillado para las comunidades, lo que permitiría hacerlo con menos requisitos. Las comunidades tendrían menos tiempo para organizarse en torno a una consulta previa.
Un mes después, en septiembre de 2020, la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI) declaró el desistimiento tácito de la solicitud de concesión portuaria ante la falta de requerimientos legales por parte de Sociedad Arquímedes.
Lo que muchos medios consideraron la estocada final al proyecto fue la decisión de la ANI. “Los que quieren hacer el puerto son capitalistas que quieren el dinero para ellos, eso no nos va a dejar nada a nosotros. Ya hemos tenido experiencia con eso. Es un tema trillado, no hay argumentos suficientes para un puerto y además Buenaventura está subutilizado. El gobierno maneja una doble moral en donde dice proteger estas selvas y las comunidades, pero quiere hacerle ese contentillo a los empresarios del Eje Cafetero”, dice Luis Perea, uno de los líderes más conocidos de Nuquí y presidente del Grupo Interinstitucional de Pesca Artesanal del Pacifico Norte.
El proyecto ha cambiado con los años. La última versión fue la que presentó la Sociedad Arquímedes ante la ANI en 2018 y se compone de tres grandes proyectos: el primero, una vía férrea de 90 kilómetros entre Quibdó y Nuquí, para sacar mercancía chocoana hacia Antioquia y el Eje Cafetero. El segundo, un puerto turístico en Nuquí —cementado, con pasos para bicicleta y con cara de malecón, según aparece en el render— que “entiende parte de la vocación turística de la región”. Y tercero, un puerto para recibir cruceros de 200 pasajeros, yates y veleros como los que rodean la Riviera Maya y barcos de 20.000 toneladas PostPanamax —los segundos más grandes que recorren los mares del mundo—. A estos barcos les tomaría 42 días llegar a Tribugá desde Shangai.
La promesa parece ilimitada. El render de Arquímedes presenta malecones de cemento rodeados por palmeras por los que circulan carros de lujo, camiones y bicicletas; luce a Miami y no a las playas negras de Tribugá: “Será un puerto sin limitaciones de acceso, fondeo y atraque; facilidad de eventuales dragados, muelles de 700 metros, y una profundidad inicial entre dieciséis y dieciocho metros (lo que mide el Puerto), un patio de 26 hectáreas, con capacidad para navíos de más de 14,5 m de calado y posteriormente buques cisterna”. Esta es la apuesta supuestamente verde que anuncia Arquímedes: un millón de toneladas de CO2 menos por año en el transporte de carga y se ahorraría un 60% de combustible para transportar el volumen de carga previsto.
A pesar de lo “verde”, la ANI dijo que “la Sociedad Promotora Proyecto Arquímedes no cumplió con el requisito relacionado con la garantía de seriedad y, por lo tanto, declaró el desistimiento tácito (abandono voluntario) de la solicitud de concesión portuaria”. En otras palabras, el proyecto se cayó, aunque la Sociedad Arquímedes sigue dándole futuro y anunció que no desistirá.
“Están vendiendo la ilusión de un puerto y la gente está cansada de la incertidumbre, de que esperen a que digamos que sí al proyecto para traernos servicios básicos. ¿Qué nos va a cambiar a nosotros las condiciones de vida? ¿Quién nos va a hacer que este hospital se mejore, o que nuestros hijos vayan a la universidad, que le bajen al precio del tiquete aéreo a Medellín, que nadie se muera esperando una ambulancia aérea porque es más barato dejar a la gente morir?”, dice el alcalde Yefer desde su despacho en Nuquí.
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En la región, mentar el nombre de la ambientalista asesinada, Juana Perea, despierta varias reacciones. Algunos le dicen líder, otros “la paisa” —queriendo decir que no era de allí—, otros dicen “la hotelera”, pero la ley general es la del silencio. Todos saben que la mataron el 28 de octubre de 2020. “Muy triste”, dicen.
Juana había comprado hacía cuatro años un terreno en Termales junto con su esposo, Dave Foreman, para hacer dos hoteles y cumplir su sueño de vivir entre la playa y el mar. Juana había sido vocal en su oposición a la construcción del Puerto de Tribugá y a la construcción de la carretera Ánimas-Nuquí, pero también ponía manos en la organización para el turismo que las mujeres de ese corregimiento están impulsando al sol de hoy.
Un hombre anónimo le dijo al medio Vorágine que, durante la cuarentena, cuando los pueblos se vaciaron de turistas, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) se paseaban con sus fusiles sin vergüenza en las calles mojadas del pueblo, y Juana les dijo que respetaran a la gente. La investigación en Fiscalía está en curso pero sin responsables ni sospechosos. Nada ha cambiado desde el asesinato de Juana. Todo lo contrario: Nuquí y el golfo de Tribugá han vivido episodios de violencia, que como espiral se van repitiendo.
Unos días antes del asesinato de Juana Perea, el cuerpo de Fernando Vega, un paisa que llevaba décadas en la zona, apareció con siete machetazos en la espalda, flotando entre las raíces de los manglares de Panguí, corregimiento de Nuquí. Y podríamos ir hacia atrás sin cansancio: en enero fue asesinado el líder indígena Anuar Rojas, lo que generó un desplazamiento de 126 personas, entre ellas 78 niños, hacia Tribugá, que los recibió generosamente a pesar de tanta nada. En marzo, el también indígena Miguel Tapí fue decapitado, lo que empujó a 906 personas a desplazarse de Bahía Solano. Lentamente, Nuquí se va quedando solo.
Este pueblo es perfecto para el comercio de lo que sea necesario, legal o ilegal. Limita por el norte con Bahía Solano, al sur con el Bajo Baudó y al occidente con el basto mar abierto. Las ensenadas de Tribugá y Coquí, el golfo de Tribugá y Cabo Corrientes, hacen de Nuquí un lugar atractivo para el narcotráfico por las corrientes marinas que empujan con facilidad los cargamentos de cocaína que salen del sur del país con destino a Centroamérica.
“Las proyecciones de articulación económica del interior del país con los mercados asiáticos, a través de la construcción del puerto de Tribugá y la carretera al mar Ánimas–Nuquí le otorga un valor estratégico en un contexto de guerra”, escribió la Defensoría del Pueblo en un informe de 2016, en el que también advierten del tráfico de personas, especialmente migrantes de Asia y África que son abandonadas en algunas playas, sin dinero, con la falsa promesa de que unos kilómetros más arriba estarán en Panamá, o que son abandonados a su suerte en las selvas de Juradó o Acandí. Todo en el tupido y húmedo confort de las selvas que disputan los grupos armados ilegales.
Una mujer que pidió anonimato a quien llamaremos Carolina, que dirige uno de los coloridos hoteles de Termales, dice con amargura: “Lamento lo de los paisas que han matado, pero me gustaría decir, con todo respecto, que aquí hay muertos que pasan de agache”.
El 14 de abril de este año, en plena reactivación económica y retorno del turismo a estas playas, la comunidad de Nuquí amaneció con la noticia de que Margarito Salas, un pescador y guía ambiental del corregimiento de Arusí, había sido acribillado en horas de la madrugada. Casi que al mismo tiempo, pero en Nuquí, su amigo José Riascos, uno de los siete policías del municipio, operador de la planta eléctrica que ilumina las calles húmedas de Arusí y también líder ambiental, moría de manera instantánea bajo una ráfaga anónima de balas.
Desde Riscales Estéreo —la emisora comunitaria de Nuquí— el alcalde Yefer dijo que no había recursos para ir a investigar hasta Arusí, solo había para que un forense levantara el cadáver y volviera ese mismo día. El único medio nacional que le dio seguimiento fue Semana Rural y en el artículo nadie se atrevió a decir nada, todos coincidieron con Carolina: hay miedo de ir al monte porque no saben a quién pueden encontrarse allá arriba. Hay miedo de hablar porque quién sabe quién pueda estar escuchando. “La violencia nos va a hacer un pueblo sin voz”, dice una lideresa, también anónima, para este artículo.
Según la Fundación Ideas para la Paz, varios grupos como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y la guerrilla del ELN se disputan el territorio como rutas del narcotráfico. Por su equidistancia, Nuquí de alguna manera acorta los 628 kilómetros entre los puertos de Buenaventura y Panamá.
Lo que se oye en el municipio de Nuquí y en todo el Golfo es casi que un libreto. Se repite un “nos va muy bien con el turismo, sí”. Muy pocos quieren hablar sobre los rugidos de las lanchas que cortan las noches, sobre los amables recordatorios que algunos dan a los turistas para que no se queden fumando o tomando cerveza en la playa, porque el que camina en la oscuridad no sabe lo que se topa en la manigua; sobre las tierras privadas negociadas a escondidas.
Juancho, nombre cambiado para un viejo sabio de Termales que tampoco quiere decir su nombre en público, bromea a viva voz y dice que probablemente esa sea la estrategia: mantener a un pueblo de gente feliz, como Tribugá, triste y pobre.
ACLARACIÓN:
Nota de la autora: Este texto fue modificado el 16 de febrero a las XX:XX, retirando el nombre de una lideresa quien aceptó ser entrevistada, pero que solicitó que su nombre fuese retirado del producto final. En cuestión, la describí como “una mujer de amores u odios” -queriendo decir que su defensa del territorio y carácter fuerte despertaba tanto admiración como incomodidad por igual-. Sin embargo, dada su condición de exiliada, la expresión podría dar a entender que su situación se debe a conflictos personales y no políticos, o que ella es una persona que odia a otras.